Teatro Colón: la siempre desafiante Madama Butterfly, opacada por una puesta que no jugó a favor de sus voces
Anna Sohn sólo pudo exhibir un canto escueto en varios tramos fundamentales de la ópera; tampoco acudieron en su ayuda las constantes altisonancias que Latham-Koenig le imprimió a la orquesta y las ubicaciones escénicas poco propicias en las cuales la instaló Livia Sabag
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Madama Butterfly, ópera de Giacomo Puccini. Elenco: Anna Sohn (Butterfly), Riccardo Massi (Pinkerton), Nozomi Kato (Suzuki), Alfonso Mujica (Sharpless), Sergio Spina (Goro). Coro y Orquesta Estables del Teatro Colón. Dirección musical: Jan Latham-Koenig. Directora de escena: Livia Sabag. Escenografía: Nicolás Boni. Video: Matías Otálora. Función del Gran Abono. Nuestra opinión: buena
Representar Madama Butterfly es siempre un gran desafío. Para los cantantes, para el coro y la orquesta y para ambos directores, el musical y el escénico. En esta obra maestra de Puccini confluyen una temática inusual, un avance teatral lento en un mismo y único sitio -la celebérrima casita en una colina de Nagasaki, frente al mar-, una exigencia musical y vocal descomunal para la protagonista y un novedoso discurso musical, radicalmente diferente al de las óperas anteriores de Puccini. Si bien en toda representación operística es necesaria una conjunción virtuosa entre elenco, orquesta, coro y puesta, en Madama Butterfly esta suma es imprescindible y debe contemplar a todos y a cada uno de esos componentes para lograr un buen resultado colectivo. En esta representación no pareció que se hubieran observado detenidamente todas esas variantes.
La Reina de la noche, Violetta, Brunilda, Aída o Tosca, entre muchísimas heroínas operísticas más, tienen, vocalmente hablando, perfiles claramente definidos. Pero Cio-Cio San, que, desembozadamente, es comprada por un marino norteamericano para su disfrute sexual, no es estrictamente una soprano dramática, ni lírica, ni de coloratura ni, mucho menos, heroica. Sin embargo, sobre el escenario, según las ocasiones, la soprano que la encarna tiene que afrontar pasajes en los cuales debe ser densamente dramática, algo volátil, poéticamente lírica y hasta trágicamente heroica. Por eso, la construcción vocal de esta pertinaz adolescente japonesa requiere, obligadamente, múltiples y muy variadas capacidades vocales y artísticas. Lamentablemente, no fue el caso de Anna Sohn.
Para elaborar la singularidad de Butterfly y cada una de sus extrañas determinaciones y conductas, Puccini acudió, en una proporción inusual, a infinitos cantos casi parlados en el registro grave. En ese registro, Sohn solo pudo exhibir un canto escueto, bordeando lo inaudible y, por lo tanto, carente de las necesarias variantes expresivas. En este aspecto, tampoco acudieron en su ayuda, las constantes altisonancias que Latham-Koenig le imprimió a la orquesta y las ubicaciones escénicas poco propicias en las cuales la instaló Livia Sabag. Cada vez que Sohn ascendió hacia los agudos denotó mucha más personalidad y una afinación irreprochable. La estruendosa ovación que recibió en el saludo final pareció más responder a ese remate que Puccini escribió con maestría en la octava superior y que la soprano coreana afrontó con solvencia. En “Un bel di vedremo”, la célebre aria del segundo acto, la protagonista pasa por distintos estados de ánimo y solo pudo destacarse cuando, enérgica y en los agudos, se afirmó en su determinación de seguir esperando.
En la puesta de Livia Sabag hubo mucha más atención a una idea escenográfica general que a peculiaridades y a resoluciones teatrales puntuales para cada uno de los diferentes momentos que se van sucediendo a lo largo de la obra. La impecable casita del primer acto luce derruida en el segundo, luego de los tres años de ausencia de Pinkerton. Todos los personajes japoneses, con vestuario tradicional, se reiteraron en una misma gestualidad obviamente japonesa, reiteración que también se percibió en los movimientos de los cantantes sobre el escenario, subiendo y bajando por los escalones que van desde la explanada exterior hasta el interior de la casita.
Pensando más en disposiciones escénicas que en conveniencias musicales, Sabag ubicó a los cantantes en los rellanos de la escalera o frente a la casita, a varios metros del proscenio, lugares distantes y poco favorables para poder ser escuchados con claridad. Por otra parte, hubo escenas en las que los cantos desde fuera del escenario fueron inaudibles aun cuando, teatral y dramáticamente, su escucha clara y enérgica es indispensable. La furiosa imprecación del tío Bonzo, despreciando a Cio-Cio San por abjurar de su religión y su historia, pasó desapercibida. Lo mismo sucedió con los tres llamados finales de Pinkerton a Butterfly.
Sobre el escenario no estaban las poderosas voces de Anna Netrebko, Piotr Beczała o George Gagnidze que, con soltura, hubieran sobresalido por sobre los sonidos de la Orquesta Estable, cuya labor fue irreprochable. Pero las intensidades de Latham-Koenig no parecieron contemplar las realidades concretas de los cantantes de esta representación. Con otras concepciones por parte de los responsables de las direcciones musical y escénica, es posible que se hubiera podido percibir los buenos cantos del elenco. Pero, salvo algunos pocos momentos, las voces de Riccardo Massi, Nozomi Kato y Sergio Spina quedaron opacadas bajo una orquesta de pocas variantes. El único que pudo sostenerse con hidalguía y musicalidad fue el barítono uruguayo Alfonso Mujica, cuyo Sharpless tuvo una muy digna realización.
Los aplausos del final venían educados y moderados para cada uno de los integrantes del elenco. El estruendo llegó para con Anna Sohn. Con todo, habida cuenta del aplauso moderado que apareció luego de “Un bel di vedremo”, es indudable que el estruendo del final fue debido a lo que Puccini, mágica y artísticamente, construyó en esa conclusión. El jigai, el suicidio ritual femenino japonés, de Madama Butterfly, sigue conmoviendo a los públicos aun cuando todo lo que haya sucedido antes no haya tenido la mejor concreción.
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