Teatro Colón: La flauta mágica asombra y deleita con su exquisita combinación de entretenimiento, fantasía y moral
La lograda puesta de la compañía teatral 1927 convierte al escenario en una gigantesca pantalla; con una interpretación muy estricta del corazón de la ópera de Mozart, brillan las voces de Peter Kellner, María Savastano, Joel Prieto y Verónica Cangemi bajo minuciosa dirección de Marcelo Ayub
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La flauta mágica, de Wolfgang Amadeus Mozart. Producción de la Komische Oper Berlin. Dirección musical: Marcelo Ayub. Dirección de escena: Barrie Kosky y Suzanne Andrade. Repositor: Esteban Muñoz. Animación: Paul Barritt. Reparto: Joel Prieto (Tamino), Verónica Cangemi (Pamina), Peter Kellner (Papageno), Rafal Siwek (Sarastro), Anna Siminska (Reina de la Noche), Pablo Urban (Monostatos), Carolina Gómez, Florencia Burgardt, María Luisa Merino Ronda (Tercera Dama). Orquesta Estable del Teatro Colón. Coro Estable del Teatro Colón dirigido por Miguel Martínez. En el Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente
A punto de ver de nuevo La flauta mágica, se preguntaba en un ensayo breve Hermann Hesse, ya viejo, si le pasaría lo mismo de otras veces: el asombro casi infantil el encuentro de la discusión moral, el entretenimiento y la más noble ingenuidad. No era cuestión de voces ni de régie, aunque finalmente ambas tengan que unir fuerzas para recrear el milagro mozartiano. Esa recreación, que tiene su correlato en la realización musical, ocurre en la versión que programó el Teatro Colón.
Concluir que la puesta de Barrie Kosky, Suzanne Andrade y Paul Barritt -todos ellos de la compañía teatral 1927- importa a la ópera los signos más exteriores de las películas mudas es una simplificación pegada a lo evidente: el escenario convertido en una gigantesca pantalla. Antes de cualquier consideración acerca de esta producción, que se vio por primera en 2012 en la Komische Oper de Berlín, habría que recordar que Mozart imaginó La flauta mágica para el suburbano teatro Auf der Wieden, y que la imaginó como Singspiel, que, de tan reciente, toleraba las mezclas más heterogéneas, mezclas que ya la opera buffa no admitía. La continuidad entre la Wiener Volkskomödie, el Singspiel, la opereta y las primeras épocas del cine no es el mero entretenimiento -la coartada de los que quieren ignorar que la diferencia entre el entretenimiento televisivo y el teatro popular de los siglos XVIII y XIX no es de grado sino de naturaleza, del mismo modo que nada tiene que ver el bestseller del día con Dickens, por más que los dos vendan mucho-; la continuidad es de otro tipo: un tendido entrecortado y la subsunción de formas populares y cultas.
La coexistencia en un mismo plano de cantantes y animación, la interacción entre ellos, tiene un alcance mayor que el del cine, que tampoco se queda con la última palabra. La imaginación de Kosky hace pie en el cine expresionista alemán (Monostatos es aquí el Nosferatu de Murnau, y Pamina es Louise Brooks en Büchse der Pandora, de Pabst), y del cine procede además la decisión de eliminar las partes habladas y sustituirlas por los carteles del cine mudo, acompañados, también como en el primer cine, por un piano fuera de escena, en el que se tocan pasajes de las fantasías en do menor y en re menor, del propio Mozart. Pero hay que decir que ya el propio expresionismo era una excrecencia del romanticismo alemán y de su forma privilegiada el Märchen, el cuento de hadas. Incluso, la falta de profundidad de la escena evoca las siluetas alemanas, por ejemplo en el gato que acompaña a Papageno o en los perros de intimidación de Monostatos, aun en la araña en que aparece convertida la Reina de la Noche, que algunos, trayéndola más acá, quisieron ver como una alusión a las arañas de la artista Loise Bourgeois, conclusión difícil de justificar porque no tiene ella, aunque lo merecería, el copyright de los arácnidos.
Todo esto sería más o menos vistoso, más o menos caprichoso, si no estuviera subordinado a una interpretación muy estricta -y muy pegada a la letra- del corazón de La flauta mágica. Esta interpretación está en los detalles. Así, Papageno caza pájaros, pero los pájaros que caza son búhos, el animal de Minerva, el ave de la sabiduría, los tres muchachos son luciérnagas. Y cada detalle es una insinuación del punto de llegada: Sarastro.
Una pareja
Por el lado restringidamente musical, la Reina de la Noche de Ana Siminska fue correcta, aunque le faltó resolución y también poderío vocal. Peter Kellner fue un Papageno que mantuvo a raya el histrionismo exagerado (peligro constante de su papel) y brilló en cada intervención, lo mismo que la Papagena de María Savastano. Rafal Sewek hizo un Sarastro con afortunados matices que lo volvieron menos monumental que humano.
La pareja del tenor español Joel Prieto (Tamino) y Verónica Cangemi (Pamina) tuvo los momentos más altos, en los dúos y sus arias. El color vocal de Prieto tiende más al óleo que al metal, y por eso le cae tan bien este papel: toda su expresividad transcurre en el legato, en las infinitas maneras de acariciar la línea melódica. La actuación entera de Cangemi fue de una pieza, sin fisuras escénicas ni vocales, pero particularmente memorable es su conquista en “Ach, ich fühl’s”. Una vez más se unieron aquí la contundencia musical y la escénica; ella sola, sobre el fondo de dos troncos cruzados -apenas un gesto gráfico- y la nieve animada que cae en copos negros: Cangemi cantó esa aria desesperada, en un hilo de voz, pero un hilo de acero, que se resiste a ser roto, con la mayor entrega y el mayor control. Pamina y su aria son el centro de gravedad de La flauta mágica, según explica Fernando Ortega en su ensayo Mozart y su última trilogía: del Edén al Reino, en el que postula que Pamina trasciende su propia individualidad como personaje del Singspiel para símbolo del ágape en sus tres caras: gozoso (“Bei Männern”) crucificado (“Ach, ich fühl’s”) y glorioso (“Tamino main!”): “Gracias a Pamina la unión de los amantes se convierte en símbolo de una constante del pensamiento de Mozart en su madurez: la unión profunda entre la aspiración al amor pleno, centro de su fe cristiana, y la búsqueda de la sabiduría, objeto de su iniciación masónica”. En el final, ya con la película terminada, está el coro: un coro de Taminos y Paminas repetidos. La puesta saca a la luz que la historia de la peregrinación de la pareja es en realidad la de todos nosotros.
Observó Charles Rosen que en La flauta mágica Mozart creó el primer estilo religioso auténticamente clásico y con derecho a codearse con las formas del barroco. Acá el problema es que la música pasa de la melodía más engañosamente simple e incluso grotesca a la fuga y el coral. El desempeño del director Marcelo Ayub fue notable, con una lectura unificada, minuciosa, con alto rendimiento de la orquesta estable, y también del coro estable que preparó Miguel Martínez. Acaso el viejo Hermann Hesse habría salido agradecido después de ver esta versión.
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