Teatro Colón: en La carrera del libertino, Dutoit y Arias le hacen justicia a un Stravinsky inolvidable
Desplegada bajo la forma de un teatro dentro del teatro, la puesta muestra a un soñador soñando su perdición con gran efecto dramático; entre sus muchos aciertos, también está el formidable rendimiento de la Orquesta Estable, bajo la batuta de uno de los mayores especialistas en el compositor
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La carrera del libertino, ópera de Igor Stravinsky. Dirección musical: Charles Dutoit. Dirección escénica: Alfredo Arias. Escenografía: Julia Freid. Director del Coro Estable: Miguel Martínez. Reparto: Ben Bliss (Tom Rakewell), Christopher Purves (Nick Shadow), Andrea Carroll (Anne Truelove), Patricia Bardon (Baba la Turca), Hernán Iturralde (Truelove), Alejandra Malvino (Mamá Oca), Sellem (Darío Schmunck), Guardia del Manicomio (Alejandro Spies). En el Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente
Cuando le preguntaron a Igor Stravinsky si de los grabados de William Hogarth (esos grabados que están en el origen de su ópera La carrera del libertino) lo había atraído su contundencia visual o su lógica dramática, el compositor respondió que había sido su “condición teatral”, una narración latente en una serie de imágenes cuyo fondo moralizante quiso retener. No sabemos si Alfredo Arias -responsable de la dirección de escena de esta nueva producción de la ópera que se vio en el Teatro Colón- conocía esta frase de Stravinsky, pero, cualquiera fuera el caso, le hizo justicia. La carrera del libertino se nos despliega ahora bajo la forma de un teatro dentro del teatro, un teatro en el que el soñador (Tom Rakewell) sueña su perdición.
Arias dispone entonces un forma escenográfica al estilo del teatro griego antiguo presidido por una superficie elevada que puede ser cama, púlpito o mesa de disección y un reloj al fondo, que marca o delira el tiempo sin tiempo del sueño de Rakewell. Los cambios dramáticos, la peripecia, se advierten en esta insistencia de la repetición de la escena. El efecto es rotundo, y esta disposición, lo mismo que la alternancia del vestuario dieciochesco (la época de Hogarth) con interferencias del siglo XX, sirven tanto a la música de Stravinsky como al libreto extraordinario de W. H. Auden y Chester Kallman.
Hay algo más, sin embargo. Concebir el drama como un sueño trae consigo la consecuencia de que se obra en Rakewell una especie de conocimiento de sí mismo. Este nosce te ipsum es aquí una novela de formación completamente interior que estaba ya declarada en las palabras que dice Truelove en la Escena I: “Alas, too often and too late,/ We have not known/ The hearts of others or our own” (Muy a menudo y muy tarde/ no conocemos/ el corazón de los otro ni el nuestro). Será por los dolores y los placeres (soñados o reales) que Nick Shadow, el tentador, le inflija a Rakewell, que él, el tentado, conocerá su “corazón”. Tal es la amplia simetría de la cama o mesa con Rakewell acostado que propone Arias en el principio y en el final de la ópera: el tránsito de un despertar a otro despertar, pero quien despierta no es ya el mismo Rakewell, ni despierta tampoco a lo mismo.
La imaginación de Arias tuvo su correlato en la dirección musical de Charles Dutoit. Nadie tiene ahora a Stravinsky tan en la cabeza como Dutoit, y con razón decía el maestro que bastaban dos notas para reconocerlo. Esa afirmación corre también para la relación de Dutoit con Stravinsky: se reconoce de inmediato que es él quien dirige. ¿Cómo se lo reconoce? Antes que por el refinamiento tímbrico que consigue en la orquesta (fue formidable aquí el rendimiento de la Estable), antes que por el exacto dibujo melódico (tan importante en La carrera del libertino), antes que por todo eso se lo reconoce por un efecto de contrarios: allí donde cualquier otro director subrayaría una dureza, Dutoit descubre una blandura; allí donde parece haber suavidad, el maestro pone aspereza. Hay que conocer el revés de la trama para atreverse a tanto. Dutoit lo conoce y su versión fue, por eso, inolvidable.
Esta perspectiva del director se proyecta a la voces, aunque tan poderosa fue esta perspectiva orquestal que al inicio asfixió dinámicamente a los cantantes. El desajuste duró poco. Ben Bliss es un tenor de cuño bien mozartiano, ideal para Tom Rakewell, con ese color que da claridad en los momentos más oscuros (y lo contrario). La cavatina “Love, too frequently betrayed” fue un modelo de sensibilidad en el tratamiento de la línea. Anne Truelove tuvo en la soprano Andrea Carroll una composición exacta, de emisión inquebrantable y pianissimos admirablemente inmateriales y seguros. La Baba la Turca de la mezzo Patricia Bardon fue correcta, aunque no derrochó soltura vocal, mientras que el Truelove de Hernán Iturralde estuvo alineado con la solidez y nobleza del personaje, lo mismo que Mamá Oca de Alejandra Malvino (una vez más: la lascivia sin énfasis) y el Sellem de Darío Schmunck. Una línea aparte merece el barítono Christopher Purves como Nick Shadow. No fue la suya una mera tarea vocalmente cabal: hizo de Shadow un bufo memorable. En esto tocó un nervio de la ópera de Stravinsky, que es el de la irrisión del mal. Del mismo modo que la abnegación de Anne es incierta para todos menos para ella porque cree, el ridículo de Shadow es cómico para todos menos para él, porque solamente la inexperiencia (por eso es bufo) lo convence de que sobornar a los iguales es tan fácil como engañar a la inocencia.
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