Teatro Colón: en El cónsul, una contundente puesta para denunciar la insensibilidad de la burocracia estatal
Se destacan la dirección de escena de Rubén Szuchmacher y las actuaciones de Carla Filipcic Holm y Adriana Mastrángelo en la contundente versión de la ópera de Menotti, aunque un dispositivo escénico causó algunos problemas de sonoridad para los cantantes
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El cónsul, ópera con libreto y música de Gian Carlo Menotti. Reparto: Carla Filipcic Holm (Magda Sorel), Leonardo Neiva (John Sorel), Virginia Correa Dupuy (la madre), Adriana Mastrángelo (la secretaria), Héctor Guedes (el agente secreto), Pablo Urban (el mago), Alejandro Spies (Mr. Kofner), Marisú Pavón (mujer extranjera), Marina Silva (Anna Gómez), Rocío Arbizu (Vera Boronel) y Sebastián Sorarrain (Assan). Orquesta Estable del Teatro Colón. Puesta en escena: Rubén Szuchmacher. Escenografía: Jorge Ferrari. Dirección musical: Justin Brown. Función del Abono Nocturno. Teatro Colón. Nuestra opinión: muy buena
Después de más de veinte años, en aquella oportunidad, con puesta en escena del mismo compositor, El cónsul, de Gian Carlo Menotti, regresó al Colón para volver a mostrar las desgracias que la burocracia y, esencialmente, el desinterés y la frialdad que le dan forma, pueden ocasionar a los mortales. Bajo las garras de la indiferencia, las infinitas exigencias formales y la sordidez de una institución que se niega a impulsar cualquier trámite caen los combatientes libertarios, como lo es John Sorel, las sencillas madres de familia, algún mago desocupado o un simple ciudadano, Ninguno puede superar esas vallas infranqueables que, en el consulado, están puestas, exactamente, para no poder acceder a ningún beneficio. Originalmente, en esta ópera de 1950, en plena Guerra Fría, la trama podía aludir a alguna región europea bajo un régimen dictatorial sin ningún tipo de legalidad o de mínimos compromisos con los derechos humanos. Pero, al mismo tiempo, las críticas de esta ópera no están sólo en contra del despotismo y su violencia física sino que, fundamentalmente, se abaten sobre la insensibilidad del consulado de un estado que, supuestamente, garantizaría o simbolizaría la libertad.
En esta ópera el personaje a odiar no es el policía, que no es tan temible ni siniestro como el Scarpia de Tosca, sino esa secretaria odiosa que desde el poder de su discrecionalidad, es la causante de muchas infelicidades. En este sentido, El cónsul pasa por ser una de las más notable herederas del verismo o del realismo, en su más amplio sentido, en la cual la frialdad y la indolencia de las instituciones -una realidad que, durante la pandemia, se potenció y se hizo más invisible aun- tienen un rol protagónico. Y el mérito de Menotti está en haber consolidado un drama muy bien llevado adelante con recursos musicales de su tiempo sobre formatos operísticos muy tradicionales.
En esta muy buena puesta de Rubén Szuchmacher -siempre cuidadoso de la dirección actoral- como corresponde, domina el gris, color poco favorecido en nuestra cultura, siempre igualado o asociado con la medianía, la rutina y la carencia de (buenas) emociones. Los tres actos están elaborados en dos cuadros cada uno, el de la casa de Magda y John Sorel, y el del consulado. Si la casa es de una humildad rayana en la pobreza, el consulado, donde reina soberana e irritante la secretaria, es opulento y exasperantemente ordenado con ficheros macizos, centenares de carpetas y folios distribuidos por las paredes y sillas prolijamente dispuestas para los desdichados visitantes. Siempre sobre intermedios musicales muy bien escritos por Menotti, la acción no se detiene y el escenario giratorio va rotando lentamente para llevarnos de uno a otro cuadro. Y tal vez sea este dispositivo teatral la causa de ciertos problemas concretos de sonoridad que atraviesan a esta representación de principio a fin.
Tanto la casa de los Sorel como el consulado están limitados por delante por un pequeño muro/pared que jamás es atravesado por ningún personaje, dejando al proscenio como una ancha banda vacía que es sólo un mero lugar de paso pero no el lugar desde el cual los personajes cantan sus desventuras, sus peripecias o sus malicias. Sólo Carla Filipcic Holm, con su reconocida solvencia técnica y la musicalidad que siempre la caracteriza pudo superar esa distancia de varios metros que se estableció, irreductible, entre la platea y el lugar en el cual se desarrolla la acción. En los momentos en los que la intensidad orquestal disminuye o concretamente desaparece, el canto general pudo aflorar con alguna claridad. Pero los cantantes, de historia y correcciones conocidas, en su gran mayoría, quedaron muy empequeñecidos bajo las oleadas de la orquesta, ciertamente muy eficiente y muy bien dirigida por Justin Brown.
Sin mayores conmociones –y se insiste, con reales problemas de audición– pasaron las arias, los dúos y los tríos que Menotti, muy tradicionalmente, incluyó en los dos primeros actos. Pero la gran intensidad emocional sacudió a todo el teatro cuando, en el primer cuadro del tercer acto, Magda Sorel canta todas sus fatalidades en “Papers… papers…”. La tremenda ovación que se descerrajó en el teatro para Filipcic fue por su canto y por su interpretación y además, seguramente, por la necesidad del público de manifestar su solidaridad y su enojo en contra de esa secretaria maldita muy bien interpretada por Adriana Mastrángelo. Dentro de la corrección general, hay que destacar la solvencia de Leonardo Neiva, el histrionismo de Pablo Urban y el pequeño pero muy notable momento de Marina Silva, con buen caudal y buena presencia.
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