Teatro Colón: el sublime Daniil Trifonov subyugó al público con su talento, que se parece mucho a la magia
Desde el teclado, en absoluta soledad y sin interponer gestos, el gran músico ruso brindó un concierto irrepetible en el Primer Coliseo, con un programa tan variado como exigente
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Recital de Daniil Trifonov, piano. Programa: Suite para clave en la menor, RCT 5, de Rameau; Sonata Nº12 en Fa mayor, K. 332, de Mozart; Variaciones sobre un tema de Corelli, op. 42, de Rachmaninov; Sonata Nº29 en Si bemol mayor, op. 106, “Hammerklavier”, de Beethoven. Conciertos extraordinarios. En el Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente
Desde la producción de neumáticos, la empresa Michelin amplió su campo de acción y llegó hasta la calificación de restaurantes y aquellos que, en sus guías, portan tres estrellas son los que, gracias a sus servicios, alcanzan la máxima puntuación. Con los hoteles, la excelencia se revela en un máximo de cinco estrellas. Pero hay excepciones y una decena de hoteles desparramados por todo el mundo, exhiben seis estrellas. Pero hay uno, el Burj Al Arab, en Dubai, que, ostentoso, se atribuye a sí mismo siete estrellas. Todo esto está relacionado con asuntos materiales que involucran lujo, exotismo, exclusividad y precios al tono. En los medios gráficos, LA NACION entre ellos, la costumbre es otorgarles cinco estrellas a aquellos eventos musicales sobresalientes. Y acá debería haber también una excepción (aunque no pueda haberla por criterios editoriales del diario, que exceden la consideración de este crítico). A pura subjetividad –ya que de música y arte estamos hablando y la valoración no se basa en ningún parámetro físico concreto– el recital que ayer ofreció Daniil Trifonov en el Colón debería recibir seis estrellas.
¿Fue su presentación la más extraordinaria de todos los tiempos o de las últimas décadas? Por supuesto que no. Pero desde el teclado, en absoluta soledad y hasta sin interponer algún mínimo gesto de empatía o de sonrisas, el gran pianista ruso, de principio a fin, subyugó, conquistó y embelesó al público. Hubo arte, asombro, magia y una muy firme sensación de estar presentes en un evento único e irrepetible. Una gran pianista argentina, con vasta trayectoria, en el intermedio, se acercó a este cronista y con una breve frase confirmó una emoción colectiva que flotaba precisa y cabal en el Colón: “Nunca en mi vida escuché a un pianista como Trifonov”.
Habrá que dejar de lado las obviedades y, sencillamente, ratificar que su dominio técnico sobre el teclado es absoluto y total y que su personalidad y sus convicciones interpretativas, no todas compartibles, son férreas, basadas en estudios de estilo concienzudos y llevadas a la práctica con una certeza y una contundencia rotunda. El programa sumamente variado y exigente, estuvo integrado por una característica obra para clave del barroco francés (Rameau), una sonata clásica editada en 1784 (Mozart), una obra romántica del siglo XX de virtuosismo feroz y de una construcción dramática admirable (Rachmaninov) y una sonata clásica desmesurada y no pasible de ser ingresada en ninguna taxonomía (la “Hammerklavier” de Beethoven). Un repertorio exacto para exhibir distintas capacidades y talentos. Y sus capacidades y talentos abundaron y subyugaron a todo el público.
No es lo mismo llevar del clave al piano una fuga o una toccata de Bach que una suite en siete movimientos de Rameau, el más logrado compositor del barroco tardío francés que, en su música para teclado, incorporó todas las sutilezas, refinamientos y ornamentaciones del rococó. La gran sorpresa fue comprobar que Trifonov no aplicó un único tipo de toque o de aproximación para toda la obra, sino que, ante cada movimiento, accionó distintos enfoques y realizaciones. Algunos ejemplos: la limpieza, la claridad y la exquisitez más etérea para desgranar los infinitos adornos y ornamentaciones aparecieron con la “Allemande” inicial. En la “Sarabande”, Trifonov alcanzó una sonoridad inmensa y un dramatismo tan inesperado como también convincente. La velocidad supersónica, transparente, nítida y perlada afloró invicta en “Les trois mains”. La “Gavotte” final, con sus seis variaciones, todas diferentes en sus manos, fueron una obra maravillosa en sí misma. La primera ovación estalló estentórea. Y así como en el comienzo había ingresado y sentado casi sin mirar al público, en el final, optó por saludar mínimamente para desaparecer rápidamente del escenario.
En la Sonata K. 332, Mozart alterna las galanuras propias del clasicismo vienés con los elementos dramáticos que, desde la ópera, el genio salzburgués sabía incluir en sus obras instrumentales. Las delicadezas clásicas fueron exactamente delicadas, de una belleza superior. Pero en los ocasionales pasajes dramáticos, Trifonov empleó ciertas desmesuras de intensidad y acentuaciones más habituales para Beethoven que para Mozart. Las interpretaciones van cambiando conforme los tiempos avanzan y Trifonov tiene una solvencia musical clarísima como para que sus innovaciones tengan resoluciones totalmente positivas.
Tras la rutina del mínimo saludo sin sonrisa en el egreso o el ingreso, en el final de la primera parte llegó una obra excepcional con una interpretación descomunal. Variaciones Corelli, de Rachmaninov, es una obra solo para virtuosos que, además, sepan comprender la intimidad de una construcción dramática admirable. A partir de la antigua folía española (ese es el tema de la Sonata op. 5, Nº12 de Corelli), Rachmaninov elaboró una sucesión de variaciones que alternan distintos tempi y caracteres en un avance dramático brillante. Hacia el final, en los últimos números, en pleno siglo XX, en 1931, y a plena emocionalidad romántica, Rachmaninov coquetea con la atonalidad. Las exigencias técnicas son descomunales y Trifonov pasó por ellas a puro arte, con ideas y una expresividad categóricas. Quizás, en el “Intermedio”, una breve cadencia libre, podría haber dejado el pedal resonador a un lado y pasearse en velocidad sobre las infinitas notas de la partitura para percibirlas una a una. Pero Daniil, que debe tener sus convicciones bien asumidas, decidió esa lectura. La primera parte, que se extendió por unos más que generosos ochenta minutos, había sido una verdadera conmoción.
La segunda parte estuvo dedicada a la Sonata Nº 29, la más extensa y laberíntica de las treinta y dos que escribió Beethoven. Desde el mismo comienzo, con su arranque de bajos y acordes macizos, Trifonov pareció un huracán. Pero no solo por su intensidad sino por la velocidad que le imprimió a todo el movimiento. En esa vorágine, algunos detalles que otros pianistas gustan de demostrar, pasaron casi desapercibidos y, en general, primaron la gran sonoridad y la espectacularidad. El segundo, breve y enigmático, fue bellísimo y misterioso. Y la joya de esta sonata excepcional es el tercer movimiento, el que Wilhelm Kempff definiera como “el monólogo más maravilloso jamás escrito”.
Lento, profundo, con mil matices e inflexiones, Trifonov hizo descender el paraíso al Teatro Colón. Su interpretación fue sublime, conmovedora. Y en el último movimiento, con la fuga para piano más complicada jamás escrita, Daniil, robusto, velocísimo y preciso, asumió la misma postura que en el primer movimiento y lo grandioso primó por sobre el detalle. Fue notable la autoridad musical que exhibió con total solvencia y seguridad para superar las infinitas dificultades técnicas y las propuestas más disímiles que Beethoven sembró en ese movimiento. Con los conceptos exhibidos, sin la más mínima duda, Daniil Trifonov hizo sonar a la “Hammerklavier” como nunca la habíamos escuchado. Habrá que sumar su visión y ponerla a la par de otras grandísimas interpretaciones de referencia. Eso sí. Es de suponer que ningún otro pianista podrá tocarla de ese modo.
Tras el final, el estruendo explotó casi como el gol de Lautaro Martínez en la Copa América la noche anterior. Fuera de programa, sin hacer show, sin apelar a lugares comunes y sin anunciar a ninguna de ellas, Trifonov tocó, sucesivamente, Vals de Santo Domingo, del dominicano Bullumba Landestoy; nuestra queridísima Milonga, op. 3, de Ginastera; Tango, del mismo Trifonov; el tercer movimiento de la Sonata Nº3, de Scriabin y, otra vez de Bullumba Landestoy, Estudio en samba. En el final, Trifonov se permitió sonreír para despedirse de un público hipnotizado, que estaba tan entregado como agradecido. Lo que había creado y producido esa noche será atesorado en los recovecos más trascendentes de la memoria.
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