Teatro Colón: el público argentino ovacionó a Plácido Domingo en una noche en la que primó la emoción
Con entradas agotadas y un nuevo concierto programado para el domingo que podrá verse por streaming, el talento y el carisma del artista, de 81 años, se elevó por sobre las actuales limitaciones de su voz para cautivar a un primer coliseo repleto de platea a paraíso rendido a sus pies
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Recital de Plácido Domingo, barítono, con María José Siri, soprano, y la Orquesta Estable del Teatro Colón dirigida por Jordi Bernàcer. Obras sinfónicas de Giuseppe Verdi y Hector Berlioz y arias y escenas de óperas de Verdi, Umberto Giordano, Ambroise Thomas y Jules Massenet. Ciclo Grandes Intérpretes. Teatro Colón. Próxima función: domingo 10, a las 17, a beneficio de los refugiados de Ucrania (tendrá transmisión por streaming a través de www.teatrocolon.org.ar, www.youtube.com/teatrocolontv, www.vivamoscultura.buenosaires.gob.ar, y también se podrá seguir en una pantalla gigante ubicada en Plaza Alemania, Raúl Scalabrini Ortiz 2602).
En la noche del jueves, el público colmó el Colón de platea a paraíso para ir a manifestarle su amor a Plácido Domingo, sin lugar a dudas, uno de los cantantes líricos más completos, versátiles y admirables de todos los tiempos. Con una historia a cuestas que pocos -en realidad, nadie- puede exhibir, el gran tenor español, hoy, a los 81 años, devenido en barítono, ingresó al escenario del teatro y el público, de pie y a los gritos, le ofreció una ovación tan extensa como atronadora. No es difícil admitir que esos minutos tributados a Domingo eran un claro y muy sentido reconocimiento a un cantante excepcional que, además, en numerosas oportunidades, volvió una y otra vez a Buenos Aires para generar eventos inolvidables. A lo largo del recital que habría de ofrecer a continuación, en realidad, no hubo ninguna actuación personal, por lo demás, bastante escasas, que hubiera merecido semejante y más que comprensible recibimiento.
El recital, de principio a fin, no fue sino una sucesión poco atractiva de oberturas, arias y escenas de óperas sin ninguna pretensión de continuidad más allá de la nacionalidad de los compositores. La primera parte fue italiana; la segunda, francesa (aunque con un remate verdiano). Y si bien Domingo, luego del impacto inicial, fue perdiendo presencia vocal a medida de que la noche iba a avanzando, y aun cuando sus presencias fueron comprensiblemente escasas para un cantante de su edad, el amor y la devoción del público por este artista no decayeron ni menguaron en ningún instante.
El concierto comenzó con una interpretación correcta de la extensa obertura de Las vísperas sicilianas, de Verdi. Trascartón, ingresó Domingo quien, sonriente, paciente y hasta beatífico, se tomó con calma el tumulto generado por su presencia y, a plena voz y con esa capacidad interpretativa que lo distinguió claramente de todos los cantantes de su generación, presentó “Nemico della patria”, de la ópera Andrea Chenier, de Giordano. La amargura y la desazón de Gerard, el personaje que ha condenado a Chenier, afloraron en su actuación y en la energía con la que recreó al personaje aunque su voz no es la de un barítono dramático con bajos profundos sino la de un tenor a quien los años le oscurecieron e hicieron más graves su registro. Con la interpretación y la teatralidad Plácido pudo reemplazar lo que su canto no puede ofrecer. Después de esos cuatro minutos, Domingo recibió su segunda ovación.
El “momento Giordano” se completó, primero, con la grandilocuencia dramática y los vibratos abundosos que María José Siri le imprimió a “La mamma morta”, también de Andrea Chenier. Los memoriosos deben recordar el registro de Maria Callas que, muchos años después de su fallecimiento, fue central e impactante en la película Filadelfia. Lejos de aquel relato intenso de Callas, Siri lo sufrió a pura exageración. Sin mayor necesidad, a continuación, para cerrar este pasaje del recital, Bernàcer dirigió el “Intermezzo” de Fedora, también de Umberto Giordano.
En el final de la primera parte, Domingo y Siri cantaron la escena del segundo acto de La traviata en la cual Giorgio Germont le viene a exigir a Violetta que rompa la relación que lleva adelante con su hijo. María José, con una plenitud vocal impecable, continuó con su vehemencia y con su sobreactuación y Plácido, con voz insuficiente en envergadura y densidad –imprescindibles para el sacrificio inapelable que viene a plantear Germont–, comenzó a lucir menos convincente aun cuando su teatralidad no admitió reparos.
En la segunda parte se repitió el molde: una extensa pieza orquestal en el inicio, la obertura El corsario, de Berlioz; una muy breve aria a cargo de Plácido, “O vin, dissipe la tristesse, de Hamlet, de Ambroise Thomas; “Pleurez lreurz, me yeux”, de El Cid, de Massenet, para otra dramatización con agudos impactantes a cargo de María José Siri; “Meditación”, de la ópera Thaïs, con una muy buena actuación solista del violinista Oleg Pishenin, el concertino de la orquesta; y, por último, un nuevo dúo verdiano para soprano y barítono, “Udiste?... Mira, d’acerbe lagrime” de Il trovatore, de Verdi, cuando Leonora le implora al Conde de Luna por la vida de Manrico, ya aquí con una notable distancia entre la magnificencia del canto de María José y el de Plácido. No obstante, la ovación plena estalló para ambos cantantes. Y después llegó la fiesta zarzuelera.
Fuera de programa, con la felicidad y el entusiasmo desparramados generosos en el escenario y por todos los rincones del teatro, Domingo cantó “Amor, vida de mi vida”, de Moreno-Torroba, Siri trajo una romanza de la zarzuela Los claveles, de José Serrano y, hasta con palmas del público incluido, la fiesta española terminó con el célebre dúo “¿Me llamabas, Rafaeliyo?”, de la ópera El gato montés, de Manuel Penella Moreno.
Los aplausos y los gritos continuaron y Domingo quiso despedirse con un tango. Se sumaron a la orquesta dos bandoneonistas, Nicolás Enrich y Horacio Romo, y un guitarrista, Joaquín Molejón, y con la voz ya muy disminuida y quieto, al lado del director, Plácido cantó “Volver”. Sin agudos y sin bajos, olvidó el texto, incluso, de los dos últimos versos de la segunda estrofa y retomó el canto con el estribillo. El público fue a demostrarle su amor y Domingo, un barítono que, como tal, no será recordado, recibió –como se merece–, andanadas de buenas ondas de un público que se sintió absolutamente satisfecho con la presencia de un artista superior, alguien que, a lo largo de muchas décadas sólo deparó satisfacciones.
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