Teatro Colón: el chelista Pieter Wispelwey se adentró en Bach con un tour de force técnico, físico y emocional
En un inmejorable cierre de la temporada para el Mozarteum Argentino, el músico interpretó las seis suites de Bach en un concierto para el recuerdo
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Concierto de Pieter Wispelwey, chelo. Programa: Suites para violonchelo BWV 1007-1012, de J. S. Bach. Temporada del Mozarteum Argentino, en el Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente.
No más infrecuente que escuchar en una sola función las seis Suites para violonchelo de Johann Sebastian Bach es escucharlas como las tocó Pieter Wispelwey en su presentación para el Mozarteum Argentino. En realidad, las dos infrecuencias van juntas, se condicionan recíprocamente: se tocan poco porque son pocos quienes pueden corresponder semejante tour de force técnico, físico y emocional. En el caso de Wispelwey, la suya con las suites es una relación de toda la vida. Se diría que lo mismo pasa con cualquier chelista, pero de su relación tenemos además la evidencia del despliegue en tres registros discográficos: el primero de 1990, el segundo de 1998 y el tercero de 2012, y la primera diferencia entre todas ellas es el instrumento (chelo barroco/violonchelo piccolo, chelo moderno y chelo barroco, respectivamente). En el Teatro Colón, decidió usar, acaso por las dimensiones de la sala, su violonchelo Guadagnini de 1760, con cuerdas metálicas, en lugar de su violonchelo barroco Rombouts de 1710.
En una entrevista de 1997, Wispelwey dio una explicación que sin mayor violencia podría ser una descripción bastante exacta de esta actuación. Decía allí: “Estilísticamente, el lirismo es importante. El instrumento tendría que acercarse a la expresividad de la voz. En esto influyó en mí no solamente la corriente de la música antigua sino también Dietrich Fischer-Dieskau, que me enseñó que se puede ser dramático y expresivo sin sonar tortuoso o pesado. Realmente, aborrezco esa manera pesada de tocar y de arrastrar el tempo para conseguir un efecto. Me gusta mucho cómo toca el chelo Steven Isserlis”. Ese lirismo no puede venir desde afuera: hay que buscarlo en cada suite, y en cada preludio y en cada danza de cada suite. Wispelwey lo encontró infaliblemente. Ahora bien, ¿qué es el lirismo acá? En sentido propio, sin duda, el chelista holandés desplegó un cantábile inquebrantable -porque las danzas también cantan, y a medida que el ciclo progresa cantan más de lo que danzan-, como en la Allemande de la Sexta suite, e incluso en pasajes de la Suite n°2 prefirió una digitación incómoda a la solución de continuidad. Pero figuradamente el lirismo implica además contención, el pudor de quien no levanta la voz.
Así, Wispelwey tocó más sobre la tastiera que sobre el puente (sin dejar por eso de “llenar” la sala) y limitó el vibrato a la necesidad del adorno, al margen de cualquier arrebato expresivo. La deuda es, en esto, más que con Fischer-Dieskau, con su maestro Anner Bylsma. Los ejemplos de su actuación en el Colón son innumerables; podrían señalarse la sequedad de la Courante en la Suite n°1, el estricto contorno rítmico en el Preludio de la Suite n°4 o la austeridad de la Allemande de la Suite n°2.
La mención que Wisperlwey hacía de Isserlis en la entrevista viene a cuento por otra causa. Observó en una ocasión Isserlis (cuya presencia, por otro lado, el Mozarteum anuncia para el año próximo) que, a pesar de la “pureza abstracta” de la música, sentía él que detrás de las suites había un programa, un drama tácito que encadenaba a las seis piezas. Para él, se trataba de una meditación espiritual desde la Natividad hasta la Resurrección. No sabemos si Wespelwey tocó esta vez con algún programa secreto en la cabeza, y sería prudente no atribuirle ninguno para no manchar con palabras la música. Lo que sí se vio, en cambio, fue su gesto repetido (y más acentuado que nunca en el final de la Allemande de la n°2) del arco agitado en el aire sin contacto con ninguna cuerda, como si lo tocado siguiera en otra parte. Y lo que se escuchó fue su lectura de la Sarabande de la n°5, ese movimiento sin acordes, casi sin melodía ni actividad rítmica: un paisaje glacial, un lugar sin tiempo ni presencia humana y, a la vez y sin contradicción, una variedad del consuelo. Hubo un solo bis: el Preludio de la Suite n°1, más sereno, más ingrávido que tres horas antes. Wispelwey acertó siempre, para decirlo con palabras de un poeta, con el hilo más frío que lleva a una emoción.
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