Teatro Colón: cómo es la colección que permite disfrutar de la primera victoria de Martha Argerich y del esplendor de la Callas
Heritage Collection comienza a explorar los vastos archivos musicales del primer coliseo con una verdadera joya: el primer recital de la pianista, en 1965
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Con la Heritage Collection, el Teatro Colón empieza a saldar una vieja deuda: que su archivo salga a la luz en restauraciones cumplidas y que, al hacerlo, esos registros dejen de ser pasto del bootleg. Hubo una primera tentativa, hacia 2006, en la serie Memoria sonora del Teatro Colón, que incluyó una Turandot de 1965 con Birgit Nilsson y Montserrat Caballé; un Tristán e Isolda de 1971, con dirección de Horts Stein y, de nuevo, Nilsson, el díptico Cav/Pag –Cavalleria Rusticana/I Pagliacci– con dirección de Bruno Bartoletti, y Las bodas de Fígaro, de 1970 con Gundula Janowitz y Teresa Berganza.
La colección Heritage es ahora bastante más ambiciosa en su distribución (Spotify, CD, vinilo), y sobre todo en su alcance. Veamos: esta primera edición comprende el recital de Birgit Nilsson en 1967, con dirección de Roberto Kinsky; El barbero de Sevilla que dirigió Bartoletti, con Berganza y Sesto Bruscantini; pasajes de Norma, de Bellini, por Maria Callas, en una actuación de 1949; el primer recital de Martha Argerich, en 1965, y, en otro orden, los conciertos de la orquesta de Horacio Salgán y Roberto Goyeneche, y de Astor Piazzolla y su Conjunto 9, ambos de 1972.
De todos esos registros, el de Argerich ocupa un lugar un poco aparte, y esa misma condición separada permite reconocer el peso de la colección entera. Hay en principio una dato cronológico que no puede desdeñarse: el recital de Argerich en el Colón ocurrió apenas cuatro meses después de que la pianista ganara el Concurso Chopin. El programa puede parecer “el de siempre” con Argerich, con la diferencia de que entonces no era el de siempre, era un territorio recién conquistado. En orden la Partita n°2 en do menor, de Bach; la Sonata opus 10, n°3, de Beethoven; el Scherzo n°3 y las tres mazurkas del opus 59, de Chopin; la Séptima sonata, de Prokofiev (uno de los primeros registros suyos que se conozcan de esta pieza, si no, el primero); y otra vez Chopin: el Estudio opus 10 n°4, el primer Nocturno del opus 15, y la Mazurka opus 24, n°2.
No resulta sencillo decidir por dónde empezar a hablar del recital, si por el modo en que, en la Partita, la perspicacia armónica guía la fluidez de la línea y el movimiento contrapuntístico de las voces, o si por la rigurosidad del acerado tendido temático del primer Nocturno del opus 15, alérgica a cualquier desliz sensiblero. Más bien, podría uno detenerse en su versión de la Séptima sonata, de Beethoven.
La sabiduría de Argerich en esa sonata deja realmente sin palabras. Si se quisiera buscar la procedencia del Beethoven de Argerich -el Beethoven de Argerich en 1965-, habría que seguir las trazas que ya había dejado su maestro Friedrich Gulda, pero también, y acaso con mayor poderío, la huella de Wilhelm Backhaus. Pero ninguno de esos dos nombres basta ni para empezar a explicar la lectura de Argerich.
En el “Largo e mesto”, el centro de gravedad de la sonata, Argerich desestima la tentación lacrimosa, que deriva en una elección del tempo injustificadamente lento, y abre en cambio una perspectiva se diría operística; es decir, la acción en lugar del soliloquio. Es, sin embargo, en el minueto y en el rondó donde mejor se advierte la originalidad de la lectura de Argerich; una originalidad que, porque es cierta, no necesita llamar la atención sobre sí misma. Los motivos que usa Beethoven en el minueto son sencillísimos; no lo son las consecuencias interpretativas que Argerich extrae de ellos. ¿Como las extrae? También de la manera presuntamente más sencilla: con el nítido contorno de cada transformación motívica y con la mayor inteligencia en los vuelcos dinámicos, a veces bruscos, otras veces, ínfimos. Lo mismo puede decirse del rondó, aunque moviliza aquí otras fuerzas, las que piden un movimiento que parece un caleidoscopio sin transiciones, con sus repeticiones engañosas, abismos disimulado y juegos de espejos. Argerich es una ilusionista, y su última ilusión (correlato de la de Beethoven) es ausentarse de la sonata a la inglesa, sin aviso.
Dijo alguien que un concierto estaba hecho también de elementos que no vemos ni oímos: los olores, la humedad de la sala, su temperatura. Las grabaciones nos privan irremisiblemente de esos elementos. La restauración sonora que Roberto Sarfati y Diego Vila hicieron de este recital (y también de los reunidos en los otros discos) es tan abierta, tan holgada, que logra por su parte otro ilusionismo acústico: que el sonido nos devuelva lo que ya no está en él.
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