Talento y carisma: Sondra Radvanovsky convirtió su concierto en el Colón en una velada íntima
La soprano norteamericana, una de las estrellas del firmamento lírico, deslumbró con un programa compuesto por 18 arias y canciones italianas, del barroco al verismo, adaptado al piano solo del versátil Anthony Manoli
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Recital de Sondra Radvanovsky, soprano, con Anthony Manoli, piano. Programa: arias y canciones de Giulio Caccini, Gluck, Francesco Durante, Handel, Bellini, Verdi, Puccini, Francesco Cilea y Umberto Giordano. Ciclo Grandes Intérpretes, Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente
En estos tiempos extraños, continúan estos recitales a cargo de notables cantantes internacionales que ofrecen su arte no con orquesta sino con piano y, hasta ahora, con resultados cambiantes. Para romper con esas incertidumbres, Sondra Radvanovsky, no solo cambió el programa que, originalmente, había concebido para hacer con orquesta sino que, a puro talento, carisma, técnica y un notable pianista de cámara, transformó a la gran sala del Colón en un recinto privado, casi íntimo, y desgranó un repertorio para voz y piano que tuvo su lógica, una idea general clara y, sobre todo, un involucramiento personal que hizo que cada canción y cada aria tuvieran una interpretación especial y pertinente.
Íntegramente plateada y elegante, Radvanovsky ingresó con una tablet en la mano y, en contra de cualquier convención, desacralizó la formalidad del gran evento saludando al público con la soltura de una actriz dominando el escenario y explicando sus temores sobre el funcionamiento de ese adminículo, que toqueteó hasta que arrancó y que colocó sobre un atril a su izquierda. Y a partir de ese instante, comenzó a desplegar su arte que, a lo largo de dieciocho arias y canciones, tuvo momentos de altísimo esplendor y algunos pocos en los que la excelencia “apenas” si dio paso a realizaciones meramente admirables.
La artista puso en claro que iba a hacer un trayecto cronológico y todo italiano desde el barroco y el bel canto hasta el verismo y se presentó con Amarilli, mia bella, un madrigal solista de Giulio Caccini, de 1602. Además de este compositor florentino, la primera parte estuvo integrada por tres arias de Gluck, Durante y Handel. Desde el mismísimo comienzo, Radvanovsky ofreció una voz cálida, amplísima, con bajos propios de una mezzosoprano y una tersura envolvente. Tal vez, su vibrato generoso fue poco apropiado para este repertorio pero la calidad interpretativa, los matices, las pausas mínimas y los fraseos, sobre todo en “Piangerò la sorte mia”, el lamento de Cleopatra en el Giulio Cesare, de Handel, fueron sencillamente impecables. Pero lo que vino después, desde dos canciones de Bellini, fue absolutamente perfecto.
Sabiendo que lo suyo era un recital con piano, Radvanovsky prescindió de volúmenes desmedidos -los cuales, en diferentes oportunidades aplicó por necesidades textuales o musicales- y, sin la ayuda de Spielberg o de David Copperfield, transformó al Colón en un auténtico recinto de cámara, fraternal y amistoso, y, una a una, interpretó cada aria y cada canción entendiendo su esencia. El recuento y el comentario individual sería no sólo farragoso sino también tedioso por lo que, a pura discrecionalidad, nos detendremos solo en algunos momentos, esos que, como muestras paradigmáticas de un arte superior, conmovieron hasta el más impasible.
La ricordanza es una canción de Bellini que, transformada, devino en una cavatina de I puritani. La delicadeza, la pulcritud del canto lento y las inflexiones del canto culminaron en un Fa agudo tenue que Radvanovsky matizó con un crescendo y un diminuendo antes de descenderlo una octava y adornarlo con una ornamentación delicadísima. En ese momento estalló la primera e interminable gran ovación del público del Colón que, menester es señalarlo, sólo ocupó la mitad de la sala.
Otra canción expuesta de modo consumado fue Perduta ho la pace, de Verdi, basada en la traducción al italiano del Fausto de Goethe, cuando Margarita extraña y describe a su amante ausente. Si Schubert acompañó las añoranzas de la muchacha con el piano asemejando las vueltas de la rueca, Verdi, con calma y paciencia, reitera los recuerdos con frases repetidas con tristeza y esperanza, exactamente las sensaciones que Radvanovsky logró implementar en una interpretación magistral. En contraposición a esas bellezas lentas y líricas, la soprano estadounidense trajo todas las desventuras trágicas que azotan a sus protagonistas cuando, sin escatimar dolores, expresividades e intensidades, cantó “Tacea la notte placida”, de Il trovatore, y “Pace, pace, mio dio”, de La forza del destino, de Verdi, y de “Sola, perduta, abbandonata”, de Manon Lescaut, de Puccini.
En el final, Radvanovsky -que, en la segunda parte, lució tan esbelta como en el comienzo pero, ahora, de negro- ofreció una interpretación teatral, musical y dolorosa, tal como debe ser, de la célebre aria “La mamma morta”, de Andrea Chenier, de Giordano. Su voz y su canto incluyeron infinidad de matices e inflexiones y una intensidad dramática extraordinaria. El Colón, de pie, la ovacionó y, con la misma soltura y simpatía, fuera de programa, cantó “La canción de la luna”, de Rusalka, de Dvorák; “Vissi d’arte”, de Tosca, y una versión abreviada de “O mio babbino caro”, de Gianni Schicchi, ambas, óperas de Puccini. En el final, como si estuviera en su/nuestra casa, cantó “Somewhere Over the Rainbow”.
Con tino, inteligencia y, sobre todo, mucho arte, Radvanovsky demostró que, efectivamente, se pueden hacer grandísimos recitales para canto y piano.
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