Soñador empecinado
Lo mismo que los demás renovadores del teatro independiente argentino de mediados del siglo pasado, Alberto Rodríguez Muñoz se comportaba como un caudillo en medio de alguna guerra civil y en realidad era otro soñador empecinado en mejorar el mundo desde el escenario, uno más de aquellos fundamentalistas capaces de escribir obras, transformar aficionados en actores, organizar elencos, convivir con la primera actriz, montar espectáculos aceptables en las condiciones más adversas y encontrar tiempo para pelearse con sus colegas.
Ninguno de los grupos que fundó -ni siquiera O.L.A.T., que introdujo la novedad del escenario circular y dio a conocer a Jorge Lavelli- tuvo la importancia de sus rivales Fray Mocho, Los Independientes, Nuevo Teatro o Instituto de Arte Moderno, pero su personalidad ha quedado como uno de los símbolos de aquella época, más que nada por su permanente disposición a la polémica.
Hasta el final, que le llegó el mes pasado, recién cumplidos los 89 años, siguió redactando reflexiones filosóficas para agregar a su producción de novelas, cuentos, ensayos, guiones y mucho teatro, incluyendo sus "piezas dramáticas fundamentales de inspiración expresionista", como denominaba a seis obras fáciles de premiar, duras de leer e imposibles de poner en escena que consideraba la culminación de su trabajo.
Nada parecería justificar la mención de Rodríguez Muñoz ni su literatura en una columna sobre música popular, pero no siempre anduvo extraviado en títulos inaccesibles y en el gran momento de su carrera -la primera mitad de los años 60- supo tener la sensibilidad muy asentada en las veredas de Buenos Aires y la visión de acercarse a Astor Piazzolla para que pusiera música a dos excelentes fábulas poéticas que escribió y dirigió: "El tango del ángel" y "Melenita de oro".
Fue una relación inesperadamente cordial entre creadores tan seguros de sí mismos que podían volverse intratables, y muy estimulante para Piazzolla, a quien inspiró sus mejores ciclos para quinteto. Primero el del Angel, con la "Introducción" y "Muerte", compuestas para acompañar la representación, más la formidable "Milonga" con que completó la suite tres años después y que apareció casi simultáneamente con la música de "Melenita de oro", cuyo imponente tema principal, "Verano porteño", terminó siendo el primer movimiento de las "Cuatro estaciones".
Si alguno de los estudiosos de Piazzolla menciona su escasa música para el teatro argentino -antes sólo había escrito para "La pasión de Florencio Sánchez", en Nuevo Teatro, y después nada más- es al pasar, y sin ubicar como obras de encargo para producciones escénicas lo que terminaron siendo piezas fundamentales dentro del repertorio de sus conjuntos.
Tampoco sus biógrafos, ansiosos de escuchar a gente notable aunque sin mucha relación, pero no a Rodríguez Muñoz, que había mitigado la iracundia y hasta el momento de su muerte permaneció atrapado en su departamento art-decó de Callao 500, incapaz de desplazarse, pero lúcido y dispuesto a interminables charlas telefónicas, a veces perjudicadas por el resentimiento de no haber vuelto a estrenar después de "Una catedral gótica", en 1988, pero siempre muy informativas.
Se hubieran enterado de que "Introducción al ángel" nació primero y fue la música con la que se ensayó, pero razones económicas obligaron a trasladar la presentación a la temporada siguiente y como el tema se había vuelto muy conocido Piazzolla insistió en escribir uno nuevo: "Muerte del ángel". También que la obra, producida en cooperativa, resultó un fracaso de público y, a pesar de no formar parte de ella, el compositor insistió en aportar una cuota de pérdida.
Más raro todavía, que antes de esas colaboraciones bien conocidas Piazzolla había escrito y hecho grabar por su cuenta -seguramente a José Bragato- la pieza para violonchelo solo que se escuchaba durante "Un día de octubre", de Georg Kaiser, dirigida por Rodríguez Muñoz, que murió sin encontrar el acetato utilizado en la representación.
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