Sinéad O’Connor, la cantante de voz sobrenatural, infancia torturada y mil demonios que vive un calvario sin fin
La artista irlandesa está internada tras el suicidio de su hijo de 17 años; desde los inicios de su carrera, donde conmovió al mundo con su versión de Nothing Compares 2 U de Prince, el dolor ha sido el hilo expresivo de su música, que vale la pena redescubrir
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La pregunta aquella remanida y multipropósito de Mario Vargas Llosa se vuelve pertinente para pensar ahora en la cantante irlandesa que se presentó al mundo con la cabeza rasurada, partes iguales de la belleza de Romy Schneider y el ascetismo del Dalai Lama. ¿En que momento se jodió Sinéad O’Connor? Motorizada por las últimas noticias de un calvario que el mundo consume como una biopic en crudo (el suicidio de su hijo adolescente Shane, su internación bajo custodia en un hospital para protegerla, una catarata de tuits desesperados, luego borrados) la pregunta sobre “el caso O’Connor” viene, se diría, envasada en origen.
La artista necesitaba ser elevada acaso tan pronto como cuando su rostro de porcelana crujía ante millones, cuando las lágrimas bajaban, amargas, por sus mejillas en primer plano. Era 1990, Sinéad tenía 24 años: una canción escrita nada menos que por Prince que hizo del todo suya ya lo decía casi todo. Las palabras originales de “Nothing Compares 2 U” estaban destinadas a la melancolía incurable de un amante pero, a la larga, son las evidencias sobre la que se sustenta el caso O’Connor. “He estado tan sola sin vos acá, como un pájaro sin canción”, cantaba al mismo tiempo que había encontrado su canción para siempre. La misma en la que decía “Nada puede hacer que estas lágrimas solitarias paren de caer”; se preguntaba “¿En que momento fallé?” y reescribía desde la experiencia propia “Todas aquellas flores que plantaste en el fondo, madre, se murieron cuando te fuiste”. Este último verso, en particular, hablaba efectivamente de su madre Marie, a quien había perdido en 1985 y a quien lloraba de dolor y de rabia, por una relación abusiva que marcaría su estampa iracunda y al mismo tiempo errática.
Sinéad describiría su infancia como “una cámara de tortura” y todo lo que vino a partir del suceso de esa versión comprimida de una canción que Prince había escrito para el grupo The Family (y cuya propia versión recién se escucharía en 2018) quedó grabado en piedra como las estatuas grecorromanas del parque Saint-Cloud de París que son su única compañía en el video que cautivó el ojo global de MTV. El productor Nelle Hooper (Madonna, Garbage, Gwen Stefani) le dio al R&B original de Prince el impacto primal del “Mother” de John Lennon como si desde el sonido se especificara el sentimiento. Era una marca de fábrica indeleble. En ese mismo 1990 que abría la última década del siglo XX, Roger Waters la sumaría al elenco con el que convirtió la caída del muro de Berlín en un escenario apto para The Wall, el musical. A Sinéad le tocaría cantar, otra vez, “Mother”, la de Pink Floyd. Pero ahora, 2022, la madre es ella y el “Nada se compara a vos” parece por entero dedicado a Shane, el tercero de sus cuatro hijos, quien apareció muerto el 8 de este mes tras escapar de una institución psiquiátrica.
En Universal Mother, su álbum de 1994, la cuestión era omnipresente. En “Fire on Babylon”, Sinéad seguía ajustando cuentas con su madre, de quien escapó en 1979 para terminar en un reformatorio católico pero en “My Darling Child” susurraba una canción de cuna con una ternura insondable. Era este el álbum que se supone tenía que seguir el éxito de I Do Not Want What I Haven’t Got (1990) tras el impasse con un distractivo disco de standards (Am I Not Your Girl, que incluye “No llores por mí Argentina”) pero en el medio pasaron cosas. O’Connor rubricó el gesto más iconoclasta de la historia del pop cuando el 3 de octubre de 1992, en Saturday Night Live rompió en pedazos una foto del papa Juan Pablo II en vivo, mientras cantaba “War” de Bob Marley ante la mirada atónita de Tim Robbins, entonces conductor del programa.
Los teléfonos de la cadena NBC explotaron en una escena que recordaba la quema de discos de Los Beatles en Estados Unidos tras las declaraciones de Lennon (“Los Beatles son más famosos que Jesucristo”) o la provocación de Sex Pistols contra la reina Isabel en el año de su jubileo. Sinéad había arrancado esa foto de la habitación de su madre y la usó en su momento de mayor exposición pública para denunciar los abusos contra menores que la Iglesia Católica ya no podía ocultar. Su inestabilidad emocional, que terminó con un diagnóstico de bipolaridad en 2003, la hizo, sin embargo, volver a la religión. A fines de los 90, fue ordenada sacerdotisa por un obispo cismático y cambió su nombre a Bernardette Mary. Veinte años después anunció su conversión al Islam, pidiendo que se la llamara Shuhada’ Davitt.
Sinéad, al fin, nunca fue eso que pedía el retrato de la tapa de I Do Not Want What I Haven’t Got, de una fotogenia digna del Hollywood clásico. Lo suyo serían más bien las biografías desdichadas de Audrey o Marilyn, como si la fábrica de sueños onmipotente hubiese tenido a un Charles Dickens entre sus guionistas. La pregunta ¿por qué te pelaste? no tiene en ella la misma respuesta que la de Luca Prodan sólo porque es mujer y todas sus rebeldías fueron castigadas por partida doble.
Sinéad decidió rasurarse la cabeza para no tener que lidiar con la imagen sexy que los productores de su primer álbum le pedían: pelo largo y ropa más ajustada. El mundo la conocería, se dijo, como un mashup de Romy Schneider y el Dalai Lama enfundada en ropa negra gótica caminando entre estatuas. Y es ahí, de nuevo, donde el caso O’Connor acumulaba sus primeros folios. El show business era al mismo tiempo cielo e infierno para ella: como Kurt Cobain, tenía que subirse al mismo tren del que deseaba tirarse. Que haya grabado una versión casi a capella de “All Apologies” el mismo año que el líder de Nirvana se suicidó es elocuente: pura identificación. Bellezas trágicas que no encajan.
La biopic desgraciada en la que se convirtió su vida suele prescindir del soundtrack. Sinéad nunca volvió a ser tan escuchada como en 1990 cuando propulsada por “Nothing Compares 2 U” vendió siete millones y medio de discos. Su discografía posterior está ahí para ser (re)descubierta. En la tapa de su último álbum, I’m Not Bossy, I’m the Boss (2014) se muestra acaso como sus primeros productores hubieran querido venderla en 1987: una femme fatale vestida de cuero negro abrazando una guitarra fálica.
En los últimos siete años apenas se le cuenta una colaboración en el álbum colectivo Salvation, versiones de originales de Cranberries en beneficio de Pieta, una asociación de caridad que asiste a personas en riesgo de suicidio. Al piano, Sinéad canta aquí “No Need to Argue”. La voz denota el paso del tiempo pero sigue teniendo esa autoridad que la volvió tan única en los 90. Para entonces los problemas de Shane, el hijo que tuvo con el productor folk Donald Lunny, se habían hecho ostensibles al punto que en febrero de 2021 la cantante había pedido a sus fans que rezaran por la salud mental de su hijo. Ahora, la letra de “No Need to Argue” también parece resignificada por su tragedia personal: “Te dí todo lo que pude pero me dejaste muy pronto”. Duele el cuerpo entero escucharla tan despojada, como si se hubiera despedido antes de tiempo.
Sinéad cambió MTV por las redes sociales pero ya no para difundir su música sino para pedir auxilio. Un posible suicidio fue interrumpido después de que hiciera pública su decisión en Facebook y durante la crisis que terminó con la muerte de Shane utilizó una cuenta alternativa de Twitter, que luego terminaría borrando, para desangrarse. Entre otras cosas, como culpar al sistema de salud irlandés, escribió ahí “Todo lo que toco lo arruino”. No es cierto. Hay que volver a escucharla interpretando a Prince (a quien describe casi como un psicopáta en sus memorias de 2021) y a Kurt Cobain para redimirla de su propia culpa.
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