Simon Rattle, director de la Sinfónica de Londres: “La música no puede ser una cuestión de privilegio o de azar”
"Soy monógamo", dijo en una ocasión Simon Rattle, y no hablaba de mujeres, sino de orquestas. Los suyos fueron amores sucesivos y nunca simultáneos: primero, la Orquesta Sinfónica de Birmingham; después, la Filarmónica de Berlín, donde reemplazó a Claudio Abbado, y ahora, la London Symphony Orchestra, que vendrá por primera vez a Buenos Aires y América Latina.
Con cada una de esas orquestas, Rattle mantuvo una línea artística sin desvíos y una relación de uno a uno. Ya en Birmingham cualquier director invitado notaba que Rattle lograba que los instrumentistas le respondieran como a nadie más. Un gesto casi taquigráfico, minuciosidad pasmosa y un incuestionable carisma escénico son una parte de la explicación. La otra es su apetito insaciable por el repertorio, en un arco sin restricciones que comprende, aparte del clásico y romántico, un énfasis en la música contemporánea, no importa si de Helmut Lachenmann, Leonard Bernstein o Hérik Górecki.
Es claro que para Rattle llegar al Colón no es causa de nerviosismo, aunque sí de entusiasmo. "Lo que me interesa es poner a prueba la reacción de un público que no conozco", explica a LA NACION, y tiene la cortesía de sentirse honrado de dirigir en el "iconic" Teatro Colón.
El sábado y el domingo, a las 19, Rattle presentará dos programas de la misma consistencia. En la primera de las fechas hará la Sinfonía da Requiem, Op. 20, de Benjamin Britten, y la Sinfonía Nº 5 en Do sostenido menor, de Gustav Mahler; en la segunda, las Danzas eslavas Nos 1, 2, 3, 4, 7, de Antonin Dvorák, y la Sinfonía Fantástica, Op. 14, de Hector Berlioz.
En ese programa, Mahler ocupa un lugar aparte, aunque más no sea por la razón biográfica y sentimental de que fue por él que Rattle decidió dedicarse a la dirección. "Me crie en Liverpool en los años sesenta, cuando hicieron por primera vez en Gran Bretaña la primera integral de las sinfonías de Mahler. Era la época en la que la música de Mahler había tenido un auténtico renacimiento, gracias a Leonard Bernstein, una figura tremendamente influyente en el mundo de la música, que había dirigido todas las sinfonías de Mahler. Resulta increíble darse cuenta de que todavía a mediados de los sesenta no se habían interpretado nunca todas las sinfonías con un solo director, salvo en Utah. Uno tiende a olvidarse de que, antes de Bernstein, Mahler era un marginal. Yo conocía cosas sueltas, y fue la Décima sinfonía la primera que escuché en vivo. Pero, por supuesto, lo que terminó decidiendo por completo mi destino fue escuchar, cuando tenía 11 o 12 años, la Segunda sinfonía. Esa fue la razón por la que soy director. Fue un momento en que esa música pasó a un primer plano y será para siempre parte de mi vida.
–¿Podría decirse que el suyo con Mahler fue un "amor a primera vista"?
–Quién sabe qué es un amor a primera vista… ¡Puedo decirle que en distintos momentos de mi vida Mahler y Haydn se quedaron a vivir en mi casa! Desde luego, uno puede volver una y otra vez a las obras maestras de Mahler y de otros, y así el affaire amoroso sigue. Siempre se puede descubrir algo más. Si tuviera que optar por un solo compositor para dirigir el resto de mi vida, sería Haydn. Es el más subestimado de los grandes compositores y ofrece todo lo que uno necesita: inteligencia, ingenio, humor, profundidad y pasión. ¡Y además sería probablemente la mejor persona para ir a cenar!
–Volvamos a Mahler. ¿Cómo entiende y dosifica usted la relación entre lo sublime y lo kitsch en la Quinta sinfonía?
–Supongo que su pregunta se refiere al "Adagietto", ¿no? En los años de mi adolescencia, las lecturas del "Adagietto" eran mucho más lentas. Estoy seguro de que fue la única vez en la historia de la música en la que una película, Muerte en Venecia, de Visconti, afectó el modo en que se decidía interpretar una pieza de música clásica. Leonard Bernstein fue un grandísimo, enorme director de Mahler, pero creo que se confundió con las intenciones de Mahler en ese movimiento. Se trata de una declaración de amor de Mahler a su esposa, Alma, cantada con palabras que no pueden ser escritas. Es también la base del Finale, de modo que estos dos movimientos son también un único y extenso movimiento. Los temas vuelven, transfigurados y con formas distintas. El Finale tiene sus sombras, pero es verdaderamente el último movimiento sinfónico escrito por Mahler en el que hay completa alegría, una pura exaltación. Mahler intentó repetir esto en la Séptima sinfonía, pero entonces él ya era una persona muy distinta. Es un gran homenaje a Haydn, el otro compositor que pudo capturar el buen humor en una música profunda. No había pasado mucho tiempo desde la Cuarta sinfonía de Brahms y mucha gente se sentía todavía sorprendida, casi agraviada, por una pieza que concluía de una manera trágica. El crítico Eduard Hanslick dijo que esa pieza era como si dos hombres inteligentes estuvieran golpeándole 45 minutos la cabeza a otro. Contra eso luchaba Mahler. En esta sinfonía buscaba otro estilo. Había empezado a estudiar contrapunto y la partitura le costó bastante. La revisó varias veces.
–¿Diría que hay allí un giro hacia la música del siglo XX?
–La Quinta fue prácticamente la última sinfonía de Mahler que abordé. Siempre me resultó particularmente difícil. La descubrí cuando mi padre viajó a Estados Unidos, a principios de la década de 1960, y volvió con la asombrosa grabación de Bruno Walter con la Filarmónica de Nueva York. Es la ejecución más rápida que uno pueda encontrar, y en ese momento no me di cuenta de que Walter tenía sus propias ideas interpretativas. Por lo tanto, mi primera impresión cuando la escuché en concierto fue que eran piezas diferentes. Al principio, en la adolescencia, no entendía del todo por qué la pieza, concebida como totalidad, parecía fallida. Pero ahí estaba el núcleo de la cuestión. Es una obra que persigue desesperadamente una conclusión y fracasa una y otra vez. Hay que escucharla de punta a punta. Es un tipo de sinfonía completamente nuevo. Antes de mi concierto inaugural en Berlín, había dirigido bastante la sinfonía, y me parecía la pieza ideal para esa ocasión tan especial, en combinación con Asyla, de Thomas Adès. Las dos obras tienen el mismo salvajismo. Es la música misma la que parece estar buscando una salida a un brete o una situación difícil. Un poco como en Tristán e Isolda, la llegada al final se aplaza una y otra vez. Realmente transcurre en tres movimientos, no en cinco. Los dos primeros empiezan con una marcha fúnebre, que es interrumpida por explosiones de ira y de rabia. Estos dos movimientos representan la tentativa de enfrentarse a la evidencia de la muerte y de escapar de la oscuridad.
–¿Cómo evalúa el repertorio de la London Symphony Orchestra y cuáles son sus puntos fuertes?
–Trabajo con una orquesta que tiene una excepcional historia de 115 años, pero que no se permite para nada mirar hacia atrás. Miran hacia adelante. Dicen: ¿y ahora qué?, ¿qué cosa nueva podemos hacer? Esa actitud es muy estimulante, aparte de conmovedora. Y dado que es una orquesta que no acepta que exista un techo a lo que puede hacer, ni un techo a su nivel de excelencia, ni un techo a su relación con la comunidad, creo que es lo mejor que podría pasarme en este momento. Estoy encantado de trabajar con estos músicos. Ya desde el principio dejaron muy en claro que, aunque sea una de las grandes orquestas del mundo, no querían seguir el camino ya transitado. "Queremos más", dijeron. "Queremos tocar música antigua, queremos tocar música escrita ayer a la mañana, queremos trabajar en el teatro, queremos colaborar con otras artes, queremos interpretar esa maravillosas obras maestras que fueron compuestas después de la Segunda Guerra, queremos que la música llegue a todos". Espero que la Sinfónica de Londres pueda ser la mejor orquesta del mundo, una referencia, y creo que podemos llegar a eso. Los músicos no quieren nada menos, y quién puede decir cómo debería ser una orquesta ahora, en el siglo XXI.
–¿Se siente en casa?
–Claro que sí. La sensación de volver a casa es importante. Pero fue la curiosidad de la orquesta, su entusiasmo y la completa ausencia de estupideces lo que me resultó irresistible. Esto sin contar con que su flexibilidad, su precisión rítmica y su energía son verdaderamente increíbles. Con la London Symphony Orchestra compartimos los mismos ideales en la música, pero también en nuestra visión del mundo y en la convicción de la importancia que debe tener el acceso a la música. La música no puede ser una cuestión de privilegio o de azar. Debe ser algo que todos tengamos en nuestra vida. No se trata entonces solamente de la extraordinaria pericia técnica de la orquesta, sino también de su calidez y de un espíritu de familia. Todos empujan en la misma dirección, y además Londres es una ciudad muy diversa y creativa. Hay gente en esta orquesta que conozco desde hace 45 años, gente maravillosa, excelentes músicos que no quieren otra cosa que hacer la mejor música para la mayor cantidad de personas posible.
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