Este lunes, el escritor y filósofo regresa con un espectáculo de música y poesía, junto con la pianista Ana Victoria Chaves y el violinista Federico Moujan; antes de eso, recibió a LA NACION en su hogar, para un mano a mano que fue de Shakespeare a los Rolling Stones
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Cuando Santiago Kovadloff termina de escribir una página, a mano o en una máquina de escribir, mira, con gesto conforme, el retrato de Shakespeare que tiene en el estudio de su casa. William disiente con un movimiento de cabeza y le dice: “Seguí intentando, tenés mucho que aprender”. Por supuesto que ese Shakespeare no habla ni menea la cabeza. Kovadloff relata ese paso de comedia casi como una broma, para traslucir su espíritu perfeccionista, su estilo sibarita de ver la cultura y sus ansias de conocer más.
“Estuve releyendo Macbeth para una charla que tengo que dar -dice el ensayista, poeta, traductor y conferencista-. Es maravillosa la vitalidad del lenguaje poético de Shakespeare. Invencible. Es una conjunción de lucidez y ternura. Esa conjunción es única. Tiene un sentimiento tan hondo de la emoción de vivir y del enigma, de la crueldad del tiempo que le tocó, como metáfora de todos los tiempos. La ambición de poder como anhelo de barrer con todo lo que lo impida. El retrato de la ambición, que es típica de la tragedia. No puedo dejar de leer a Shakespeare desde los 15 años”.
De los 15 a los 81 que ahora tiene pasaron muchos libros por las manos de Santiago. Su biblioteca personal (la de libros propios y, sobre todo, los ajenos) tiene filosofía, poesía, ensayo, y un ecumenismo que atraviesa las tres principales religiones monoteístas. Hay huellas de un judaísmo ancestral; hay rastros de visitas al monasterio trapense de Los Toldos.
Hay fotografías de sus “ídolos” (de Sarmiento y Borges a una intelectualidad “artística” europea de principios del siglo XX). Allí también aparecen libros incunables que tienen más de 300 años y que Kovadloff visita como un aventurero que hace viajes en el tiempo. Hay, en los libros propios, guiños a su historia familiar, donde no faltan recuerdos entrañables y sentires dolorosos. La vida, que terminó en suicidio, de un abuelo desertor del ejército zarista. Sucesivas mudanzas de Santiago, por el trabajo de su padre. Historias de a caballo, en Laboulaye; costumbrismo porteño de una Villa Urquiza de los años 40. Una larga estada en San Pablo, Brasil, como antesala al portugués de Fernando Pessoa. En medio de todo aquello, la música. La historia de un baterista frustrado y el presente de un narrador que hace de sus lecturas un instrumento musical más, dentro de un grupo. Las “schubertiadas” de los 80, los espectáculos de música y poesía que hizo con César Lerner y Marcelo Moguilevsky y los discos que grabó con Lucas Sedler forman parte de ese inventario. También el proyecto que actualmente lleva adelante con la pianista Ana Victoria Chaves y el violinista Federico Moujan. Conformados como el Trio Orfeo, hace unos años presentaron el cosmopolita repertorio del espectáculo La travesía, con música clásica y textos de autores argentinos; ahora traen entre manos Encuentro, uno que sigue en la línea de la música clásica y hace foco en la poesía judía. Este lunes, a las 19, lo presentarán en el Templo Libertad, de Libertad 785.
Siempre la literatura
Antes de que Shakespeare comenzara a hacer alguna mueca y de un café con la potencia de un ristretto que Santiago sirve y pone sobre su escritorio, la charla había pasado por Quevedo. Francisco, el del Siglo de Oro de la literatura ibérica, no el trapero español al que, mayormente, los centennials acudirán por default con la simple mención de su apellido.
“Y me lo demostrarán -intercepta Santiago la jugada del cronista y se ríe-. Creo que una de las características de esta época es que, por un lado, se rompió esa continuidad entre pasado y presente de una tradición que se proyecta sobre el presente, viva y requerida. Nosotros nos educamos en un colegio, me refiero a mi generación, donde la lectura de los clásicos era natural. Creo que esa continuidad entre pasado y presente se ha roto. Que la demanda del pasado como fuente de experiencia está muy atenuada. La presunción de que el conocimiento está monopolizado por el saber actual hace que, por un lado, lo heredado tenga más bien un valor arqueológico y no vital. Por otro lado, ahora yo también pienso que nunca como hoy dispusimos de tanto conocimiento del pasado como el que brindan las redes, como el que te da la cultura digital. Ahora el tema es qué subjetividad es la que se haría cargo de explorar ese patrimonio disponible, como nunca lo estuvo antes. Tal vez tenemos más posibilidades objetivas que recursos subjetivos para sentir vivo el pasado. Todas las generaciones -esto lo enseñaba Ortega- tienden a creer que lo que les toca enfrentar y los desafíos que tienen son los que realmente propone la vida y que el pasado tiene poco para aleccionar”.
-Tal vez eso viene ocurriendo desde la aparición de la cultura rock, hace unos 75 años, y hoy, que el rock es cosa de gente más grande, haya alguna variación en el paradigma.
-Te diría que el rock sigue nutriendo musicalmente a los jóvenes, aunque ya no tenga la configuración que le dieron los Rolling Stones. Pero sigue estando vivo. Lo que ocurre es que hay otras modalidades y al mismo tiempo una necesidad muy profunda en ambas partes. Los mayores necesitamos relativizar el valor de lo juvenil como fuente suficiente de conocimiento y experiencia; los jóvenes se dirigen a los mayores con cierta consideración que desconoce la idoneidad que pueda tener el saber de esa gente mayor, quizá porque el dominio de la tecnología ha convertido en maestros a los que durante tantos siglos fueron alumnos.
-A medida que explicabas esto, pensaba en ese final de “El Aleph” que relatabas en uno de tus espectáculos, hace ya un par de décadas. Esa puerta que, con espíritu enciclopédico, Borges abría hacia Google, medio siglo antes de la creación de la marca Google LLC. En el Aleph de tu biblioteca hay una fuerte subjetividad.
-”El Aleph” como cuento nos muestra un mundo que lo abarca todo, pero el impacto que ese mundo tiene en quien está observando tal vez esté la subjetividad contemporánea. Si nos atenemos a los más jóvenes, están sufriendo transformaciones tan profundas con respecto al sentimiento del tiempo. La apología de lo instantáneo. El apego a lo efímero. El trabajo de un escritor es lento, al menos en mi caso. Yo compongo muy despacio. No porque quiera sino porque no termino de entender de inmediato que me quiere decir lo que escribo, tanto en poesía como en ensayo. Cuando traduje a Fernando Pessoa, por ejemplo, en El libro del desasosiego, lo hice a mano. Me sentía más seguro de lo que iba haciendo al traducir a un genio, palabra a palabra. De hecho, aún guardo los cuadernos. Son mil páginas manuscritas. Trabajé un año y meses, todos los días, regularmente. Después, grababa en voz alta lo que había escrito para ver si la música no estaba lejos del original. Me gusta trabajar despacio. Incluso con mis compañeros de música. Yo no canto, pero canto al leer.
-¿Cómo es este nuevo espectáculo?
-Musicalmente sigue siendo muy abierto, si bien la presencia de composiciones judías es importante, protagónica. El repertorio literario está integrado por obras de poetas y pensadores judíos provenientes de Israel y de todo el mundo judío. Incluyo algunos poemas míos también. Lo maravilloso para mí fue la lectura que, de mis poemas propuestos, hicieron mis compañeros para traducirlos musicalmente.
-Encontraste tu lugar en la música sin ser músico.
-Sin petulancia. Estudié guitarra y batería. Primero guitarra, pero no tuve una buena profesora. No me entusiasmó, solo me exigía.
-¿Cómo llegaste a la batería?
-Siempre me gustó muchísimo. Haber vivido en el Brasil me enseñó lo que es una batucada. Yo iba a la cancha y la hinchada del Santos no acompañaba al equipo gritando. Era una muchedumbre haciendo batucadas con cajitas de fósforos. Siempre me encantó el ritmo. En una época estudié con Nino Martínez, maestro de Pocho Lapouble. Piedad era lo que me tenía Nino. Porque él sabía que me encantaba, pero no tenía libertad para tocar la batería. El mío era un amor desubicado. Cuando estudié tenía 28 años. Y cuando tuve la libertad, la volqué en la literatura y en la posibilidad de leer con músicos. Comencé con Tomás Tichauer, Fernando Hasaj y Diana Schneider. Un día, ensayando con Diana y Fernando, detuvieron lo que tocaban porque yo había entrado en FA. “Entró en Fa”, dijo Fernando. Mirá vos, yo había entrado en Fa. Era la decodificación musical de mi entonación. Hoy, con Ana Victoria Cháves y Federico Mouján aprendo muchísimo. Y también aprendo de mi sordera. Si bien la música es algo imprescindible en mi vida, en todo sentido, no sé leer música. Soy analfabeto y es duro ser analfabeto en algo que uno ama. Nunca me animé a cantar. Creo que son limitaciones. Una vez escribí un ensayo llamado “Un inventario de lo trunco”.
- ¿Qué más queda en la lista de pendientes? ¿O hay cosas que las das por saldadas en las vidas de tus hijos?
-Mi hijo es músico y mi hija mayor, de algún modo, también, porque es bailarina. Nunca les pedí que fueran lo que son, pero se crearon en un ambiente donde ser lo que son ya estaba presente.
Historias del pasado
-Cuánto habrá presente de tus antepasados en tu vida. Contame la historia de tu abuelo paterno.
-La mayor parte de mi familia viene de Kiev y de Odessa. Mis padres se conocieron siendo chicos, en Urdinarrain, Entre Ríos; vivían en el mismo barrio. Eran hijos de inmigrantes judíos que fueron a trabajar en el campo. Mi abuelo materno, Cecilio, tenía un almacén de Ramos generales. Mi abuelo paterno, León Santiago Kovadloff, fue un tanto errático en sus oficios. Un hombre muy atormentado. Creo que la guerra le dejó una huella muy fuerte. Fue desertor del ejército del Zar. En un momento dado se escapó, al igual que sus hermanos, que habían huido previamente del frente; pero mientras los hermanos al parecer huyeron hacia América del Norte él equivocó el destino - se ríe-. Desde Hamburgo se vino América del Sur. Es una historia muy hermosa y dramática. La conté en algunos de mis ensayos y en algún poema también. Cuando llegó a Entre Ríos un hombre lo reconoció: “Vos sos Kovadloff -le dice-. Sos igual a tu padre y yo era íntimo amigo de tu padre”. El llega con 26 o 27 años y una mochila. Ese hombre lo recibe, se conmueve, lo orienta, le prengunta por su padre, aunque mi abuelo nada sabía decirle. También lo lleva a su casa y le presenta a su hija. El hombre quiere que su hija, Natalia, se case con León Santiago. Ella estaba enamorada de Samuel, pero su padre quiso que se casara con el hijo de su amigo. Juntos tuvieron cinco hijos, uno de ellos, mi papá. Natalia no fue feliz con él. Era maníaco depresivo. Se suicidó cuando vino a vivir a Buenos Aires. Mi padre, cuando tenía 18 años, lo encontró muerto. fue algo muy traumático. Me enteré muy tarde de todo esto. Mi padre tenía más o menos la edad que yo tengo ahora cuando me lo contó. Luego, yo la narré por ahí.
-Pero al menos te enteraste.
-Sí, fue muy doloroso. Y mi verdadero abuelo fue Samuel porque mi abuela, viuda, al tiempo se reencontró con Samuel, viudo también, y se casaron. Por otro lado, mi abuelo materno, Cecilio, era aficionado al violín. Le gustaba mucho la música clásica. Era un hombre silencioso y un gran artesano. Un día me hizo una estancia. Me trajo de regalo una estancia con los paisanos de plomo, las vaquitas, los caballos, la china que acompañaba al gaucho. También era un hombre riguroso con las hijas; las mandaba al Colón a escuchar música. Como eran dos varones y seis mujeres, los mandaba por turnos. Pero mi mamá y una de sus hermanas estaban enamoradas de Gardel, entonces iban al bajo a verlo y oírlo cantar, pero volvían, como la Cenicienta, en el horario en que el Colón terminaba, para que el abuelo no sospechara nada.
-¿Por el trabajo de tu padre se instalaron en Brasil?
-Primero en Laboulaye. Era contador público y trabajaba en Molinos Río de la Plata. Tuvo varios destinos. La de San Pablo fue una experiencia hermosa y difícil, al principio, para toda la familia. Porque mamá era una mujer tribal. Vivía con sus hermanas y fue muy feliz en el campo. Ellos y mi hermano, que es un gran diseñador industrial, se quedaron en Brasil. Yo volví porque quería hablar y escribir en castellano.
-¿Sos muy porteño?
-Extrañaba mi ciudad, las estaciones, no me gustaba solo ese clima tropical tan homogéneo y esa luz excesiva. Lo que gané allá fue inmenso. Gané un idioma [el portugués], estudié en un colegio italiano maravilloso; gané amigos, que no eran sólo brasileños. Traduje a Serrat y a Les Luthiers al portugués.
Músico “frustrado”
-Contás con orgullo tu traducción de la obra de Pessoa, ¿qué otras cosas te hicieron sentir así?
-He querido ser un escritor y lo soy, a los 81 años aún lo soy. Quiero decir: siento la emoción de escribir, el deseo de escribir y me siento fiel a mi vocación. Siento que he podido hacer lo que quería. Me siento muy contento de trabajar con músicos. Creo que es la forma que encontré de compensar mi ineptitud para cantar.
-Qué recuerdos te quedaron de tu vida de niñez en Buenos Aires y en Córdoba?
-Nací en la calle Castelli y después, siendo muy chiquitito, mis padres se mudaron a Villa Urquiza. Tengo un recuerdo muy vivo de toda esa infancia callejera, todavía cercana en muchos hábitos al siglo XIX. Yo nací en el 42, imagínate. Recuerdo perfectamente que el hielero venía en carro tirado por caballos. También el panadero, el vendedor de pescado que pasaba con sus balanzas y sus canastas preservando los pescados en hielo. Todavía había mucha dimensión provincial. Y mis padres tenían una costumbre muy linda. Eran muy aficionados a la música clásica y hacían reuniones en casa con amigos para escuchar música de grabaciones de RCA Víctor. Mientras tanto, yo estaba tirado sobre la alfombra con mis soldaditos. Tenían una cultura de música clásica, no ostentosa ni erudita; espontánea, fresca, muy sentida.
¿Y la vida en Laboulaye?
-Te voy a contar una anécdota. Nosotros éramos los hijos del gerente de Molinos Río de la Plata y al colegio nos llevaba el chófer de papá en un Taunus [de la década del 50] último modelo. La mayoría de los pibes iban a caballo al colegio. O en carro. Volvimos atormentados y le pedimos a papá que nos comprara un caballo a cada uno. Yo tenía una yegüita a la que le dediqué más de un renglón, y mi hermano un caballo azabache espléndido. Nos hicimos amigos, yo salía a galopar con ella y me acuerdo que íbamos a las afueras del pueblo. Se detenía solita y mientras se quedaba pastando yo me tiraba en el pasto. Al rato me tocaba con su cabeza como señal para pegar la vuelta. Fue un año y medio nada más. Pero fue difícil separarme de ella. No me acuerdo como fue, o no me quiero acordar.
-¿En qué momento llegó la escritura?
-Recuerdo que fue en el jardín de esa casa donde sentí que no sabía que iba a ser de mi vida. ¿Qué se hace cuando uno no puede jugar más con soldaditos? Ya estaba grande y no estaba tan grande, porque aún las chicas no me interesaban. Empecé a escribir historias de cowboys, porque uno de los objetivos de mi vida, cuando era chico, era ser cowboy. Empecé a escribir cuentitos. El título de uno era “Diez mil dólares en oro”.
-Ahora, de vuelta a la Argentina de hoy ¿Cómo la ves?
-Mayoritariamente hablando, desde lo cuantitativo, las elecciones del año pasado evidenciaron la predilección por un camino nuevo, aunque no se supiera su contenido. Se prefirió la incertidumbre a la certidumbre del camino kirchnerista, que era devastador. Hoy en día, la Argentina vive un proceso que aún no tiene desenlace cierto. Es más claro a lo que se aspira económicamente que culturalmente. La concepción de la educción, que sería imprescindible en un país que aspira a ser una democracia liberar y republicana, no está clara. Está más claro que se quiere desideologizar la educación, que el hecho de que pueda haber tolerancia a la pluralidad y capacidad de reconocer en el disenso un recurso del sistema y no una fragilidad. Tenemos un liderazgo presidencial de rasgos contradictorios. La preminencia de las figuras protagónicas con liderazgos, hasta cierto punto excluyentes, siguen vivas en el país.
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