La cantante española brindó anoche un recital a la altura de su talento
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Se acerca la primera hora de show y Rosalía lee un cartel: “Quiero que me firmes el culo”. La cantante se ríe, dice que bueno, que puede ser. Enseguida canta a capela unos versos de “Alfonsina y el mar”. Florea sus agudos de cantora, cuenta que la sabe desde muy pequeña. Agarra una de las cámaras y baja al vallado mientras su cara se proyecta en las pantallas en modo selfie. Se abraza a sus fans y canta “La noche de anoche”, el hit acuñado en colaboración con Bad Bunny que la tiene a ella contoneando otra vez sus agudos ahora sobre una base de post reggaetón. Y la secuencia sirve como ejemplo de la dinámica que motorizó la presentación de la cantante española ante un Movistar Arena agotado y que repetirá hoy viernes: un contrapunto constante de estados de ánimo.
En un lapso de casi dos horas, Rosalía cantó “Alfonsina y el mar” (Ariel Ramírez), “Gasolina” (Daddy Yankee) y “Perdóname” (el clásico de La Factoría). Cantó también, por supuesto, sus temas propios, algunos consagrados como hits masivos y otros como gemas de pop alternativo. Pero si algo unió cada uno de esos mojones no fue otra cosa que su voz, o al menos fue su voz en primera instancia. Si el pop en sus producciones de sesgo más industrial tiende a unificar todo (pasa desde Tin Pan Alley como fábrica de hits y Motown con su método de producción fordista aplicado al soul), lo que cuenta siempre es el elemento distintivo. Y ese es, para cualquier cantante, el timbre. Rosalía tiene un timbre que la distingue más allá de cualquier efecto que pueda aplicarle encima, autotune incluido. Si la crítica más propagada a la música urbana actual es “todos suenan igual”, con ella no. Su voz suena y es ella, imposible que sea otro u otra. Lo que natura le dio y por eso no necesita que salamanca le preste.
Claro que eso no es suficiente y sería injusto para todo lo que ella le sumó a ese don con el correr de los años. Rosalía interpreta y frasea con la intensidad del flamenco y la economía del pop. Su forma de cantar es diáfana y segura al mismo tiempo, como un planeador que le pasa rasante al piso con la confianza de no tocar tierra nunca. El binomio “De aquí no sales / Bulerías”, fue el ejemplo perfecto: sus melismas infinitos parecían llegar al borde de la desmaterialización, pero no. Ahí, justo antes de desaparecer, resurgían y se erguían como una acuarela que se convierte en óleo por pura convicción.
Pero todo arrancó un poco antes en el escenario del Movistar Arena. “Matsuri-Shake” en off y “Saoko”, ya con Rosalía sobre el escenario, dieron comienzo a un show de casi dos horas que tuvo a las canciones de Motomami (su disco más reciente) como columna vertebral del repertorio. Dos pantallas gigantes a los costados en la que se proyectaba la imagen de la cantante casi en continuado, una central que se mantuvo monocromática durante buena parte del show dando profundidad de campo a las coreografías de los ocho bailarines, y no mucho más. El despliegue escénico fue siempre complemento de la intensidad vocal de Rosalía, sea en las baladas más desoladoras (“Hentai”, que la tuvo al piano como una Regina Spektor políticamente incorrecta capaz de cantar “Siempre me pone delante de esa puta” con un encanto único) o de los reggaetones más bailables (“Despechá”, puesta pegada a los versos de “Gasolina”, para demostrar que es capaz de jugar en la misma liga que los clásicos del género).
Con la idea de la Motomami como metáfora de empoderamiento femenino, Rosalía probó estar consagrada como una de las estrellas pop del momento. El concepto del disco la excedió al punto de volverse neologismo. Si el origen de la expresión se remonta a la vieja dirección de mail de una amiga, ahora Motomami es remera, bandera, meme y estado de ánimo, personalidad, forma de plantarse frente al mundo. Abrazada a la intensidad, Rosalía se movió sobre el escenario con la solidez de una artista que sabe a dónde va y no tiene ningún tipo de reparo en improvisar curvas y contracurvas. Su pop de corte pluricultural la muestra española de tiempo completo, con el flamenco como color distintivo, pero también capaz de absorber imaginario oriental, reggaetón centroamericano, alguna guitarra eléctrica alternativa y halagar la música argentina y fantasear con “hacer un tema inspirado en la música de Piazzolla”. Pero aquí también otro elemento distintivo: su punto de partida siempre está en sus raíces. Rosalía tiene sus raíces en la música española y siempre que visita otras sonoridades es desde allí. Si ha de existir un sincretismo, el flamenco es el elemento infaltable, sea desde la estructura, el cliché o la evocación.
La dirección de cámara, con el foco en que el show pueda ser disfrutado también desde las pantallas, fue otro de los aciertos para complacer a un público que reaccionó a cada melodía, a cada movimiento y a cada plano en una suerte de comunión entre público y artista. Hubo movimientos de tablao, se colgó una Les Paul negra, se cortó dos mechones de pelo sobre un sillón de peluquería, sumó estatismo dramático con una pollera negra gigante atravesando el escenario y perreó con su mini de cuero celeste y el body azul por debajo. Su música es la música de la redención y el empoderamiento emocional, con espacios para reírse de sí misma, coquetear con lo kitsch y volver a ponerse artie sin solución de continuidad. Todo teñido de un dramatismo verosímil construido también primero desde lo vocal y después desde el discurso. Por momentos, de hecho, las palabras que soltaba perdían inteligibilidad para ganar en expresionismo. En las melodías de Rosalía no importa tanto como se conduce la lírica, sino el lirismo con el que se conducen las emociones. Una soprano mega afectada capaz de desgarrar hasta el autotune.
Rosalía, que está a punto de cumplir 30 años, es una de las artistas pop más consistentes de la escena. Puede editar hits sueltos y también discos enteros con una solidez temática, casi conceptual, que la pone a dialogar con los y las grandes de la música mainstream a nivel mundial, siempre un mérito extra para quien no cante en inglés. Y sus shows en vivo, verdaderas performances escénicas, son una pata más de ese ciempiés de producción simbólica y comercial (su entrada en Wikipedia la etiqueta como cantante y también como businesswoman) que es la nacida en Barcelona.
Nada de todo eso se logra sin interpelar a un público y tener un personaje verosímil. Algo que ella parece reforzar en cada entrega. Al menos tres veces Rosalía lloró sobre el escenario del Movistar Arena, las tres veces se secó las lágrimas, amplió su sonrisa y se despachó con un tema bailable y coreografiado. Como si estuviera traduciendo a música la frase mitad invitación a la resiliencia mitad al meme viral que dice: “Una lloradita y a seguir”. Y el final no fue la excepción. En “Sakura” fue hasta el límite del dramatismo, con un plano detalle de sus dientes en la pantalla, y en “CUUUUuuuuuute” se adentró en sus graves para terminar agitando sus rulos sobre un beat tecno tribal. R de Rosalía. R de recital.
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