Roger Waters volvió a grabar The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd y el resultado va a sorprender a muchos
El músico, que se presentará en Buenos Aires el 21 y 22 de noviembre, lanza una nueva versión del clásico El lado oscuro de la luna; los polémicos reemplazos de varias guitarras de David Gilmour y teclados de Rick Wright
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Para Roger Waters, el tiempo es una constante en su obra. Lo fue hace cincuenta años, cuando la carrera contra la muerte se volvió el eje de “Time”, uno de los pilares de The Dark Side of the Moon, el clásico que Pink Floyd publicó en 1973. Volvió a serlo en este siglo, cuando, aún con una discografía en solitario a cuestas, sus giras solistas estuvieron cada vez más concentradas en el repertorio de su anterior banda (al punto de repasar álbumes enteros o revivir giras adaptadas a un formato multimedia de alto impacto), bajo la excusa de una obra atemporal con una narrativa que no pierde vigencia. Y lo vuelve a ser ahora, que el bajista y compositor decidió regrabar la obra definitiva del catálogo floydiano a cincuenta años de su publicación, con un formato que al mismo tiempo toma distancia del original y que se actualiza al output creativo de un hombre a sus ochenta años, tan reflexivo como escéptico.
En los últimos diecisiete años, el legado de Pink Floyd comenzó a calar cada vez más profundo en la carrera solista de Waters. Primero fue la gira mundial que emprendió entre 2006 y 2008, en donde repasó The Dark Side of the Moon completo y en orden en un formato de show que también hacía escalas en los grandes hitos de su trayectoria. Cuatro años más tarde, el músico británico retomó una idea que le había dejado un sabor amargo en los ochenta, cuando con sus compañeros de banda quisieron montar una producción escénica compleja y costosa para llevar su álbum The Wall al vivo, con una puesta de avanzada con la que rompió un récord de convocatoria en River Plate en 2012, con nueve funciones consecutivas (una hazaña superada por Coldplay en 2022, con sus diez funciones de la gira Music of the Spheres). Y si bien el éxito de su último álbum de estudio, Is This the Life We Really Want?, parecía haberle eliminado la obsesión con su anterior banda, la publicación de The Dark Side of the Moon Redux parece confirmar la máxima de Rustin Cohle, el personaje de Matthew McCounaghey en la primera temporada de True Detective: el tiempo es un círculo plano y todo lo que hemos hecho o haremos, lo haremos una y otra vez.
El argumento que llevó a Waters a meter mano en lo que es para una gran mayoría su obra maestra tiene dos justificaciones. El primero es que su obra no pierde vigencia y que esos miedos, planteos y reflexiones sobre la vida, la muerte, la codicia, el paso del tiempo y la locura suenan tan actuales hoy como en 1973. El otro -y más cuestionable- es que lo que hizo con sus compañeros (David Gilmour, Rick Wright y Nick Mason) suena desactualizado, anclado en un momento puntual que, incluso, según su propia visión, no fue reconocido o comprendido en su momento como se debía. De ahí que haya elegido despojar a las canciones de casi toda su estructura, eliminando a su paso las capas de sintetizadores de Wright, los experimentos sonoros de vanguardia y los soundscapes de la guitarra de Gilmour y dejarlas reducidas a un esqueleto mínimo, orgánico y carente de artificios.
En manos de Waters, las escalas del viaje son las mismas, pero el recorrido termina siendo distinto. “Speak to Me”, el collage de sonidos, loops de cinta y muestras de audio del original ahora es reemplazado por un spoken word en el que Waters recita la letra de “Free Four”, un folk ácido del séptimo disco de Pink Floyd, Obscured by Clouds. Nobleza obliga, la letra escrita en 1972 no sólo no perdió vigencia, sino que lo que un joven escribió a sus veinti largos parece ahora la reflexión de un hombre adulto que entró hace rato en la tercera edad sin cambiarle siquiera una coma: “Los recuerdos de un hombre en su vejez son las acciones de un hombre en su mejor momento / Te arrastrás en la oscuridad del pabellón de enfermos, y hablás con vos mismo mientras morís / La vida es un momento breve y cálido, y la muerte es un descanso largo y frío / Tenés la oportunidad de probar en un abrir y cerrar de ojos / Ochenta años, con suerte, o incluso menos”. Lo que le sigue a eso es una lectura despojada de “Breathe”, con su clima de rock espacial traducido a un arpegio discreto en una guitarra acústica, una batería tocada con discreción y un órgano Hammond que asoma del fondo, con el registro grave y cavernoso del Waters actual.
Le sigue “On the Run”, que en su versión original era un instrumental ejecutado desde un sintetizador modular EMS con ruidos, interferencias y experimentaciones sonoras varias. Ahora, el tema solo conserva un burbujeo de fondo para que Waters haga lugar a un nuevo recitado, esta vez centrado en un sueño sobre la lucha entre el Bien y el Mal y las secuelas del paso del tiempo, la manera de guiar la canción hacia “Time”, el tema siguiente, donde un colchón de cuerdas y un theremin buscan llenar respectivamente la ausencia de los teclados de Wright y del incendiario solo de guitarra de Gilmour.
Y si hasta ese entonces el equilibrio entre las comparaciones era delicado, en “The Great Gig in the Sky” la balanza se inclina de manera abrupta. En manos de Pink Floyd, la canción era una oda espiritual que iba de menos a más a partir de una secuencia de acordes en piano de Wright (conocida por sus fans como “la progresión de la Mortalidad”) y una interpretación vocal de la cantante Clare Torry, capaz de ir del susurro al aullido sin usar palabras y así y todo convertir a la canción en una obra poderosa y movilizante. Lejos de esa búsqueda, Waters volvió a ubicar un recitado, esta vez para llorar la pérdida de su amigo, el poeta Donald Hall sin siquiera evocar un ápice de la emotividad de la original.
La cosa se pone distinta en “Money”, quizás el mayor hallazgo del disco. Waters trasladó ese riff imperecedero de bajo y lo transpoló a una guitarra acústica para dar forma a un blues brumoso con contrabajo y batería con escobillas que avanza a paso lento y le pasa de cerca al universo de Tom Waits, con otro nuevo recitado donde antes había un solo de saxo y otra demostración de talento guitarrero de Gilmour. Ya a la altura de “Us and Them”, la intención parece ser otra, el tema conserva gran parte de su espíritu original, aunque sin los estallidos épicos del original de Pink Floyd, y con una guitarra española aportando matices de manera discreta. La canción se diluye en “Any Colour You Like”, donde de nuevo Waters no puede resistir la tentación de convertir en un recitado un tema carente de letra en su encarnación real.
En el tramo final, la relectura de The Dark Side of the Moon: Redux se vuelve más purista. “Brain Damage”, ese arpegio pendular que guía una zambullida hacia la locura mantiene muchos puntos de contacto con su versión madre, un patrón que se repite al cierre con “Eclipse”, donde Waters alcanza el equilibrio justo entre la reinterpretación de un clásico y su presente como artista e intérprete, con una letra que parece hablarle desde el pasado a las luces y sombras en las que vive el propio músico con sus declaraciones y posturas políticas (“Todo lo que es ahora, y todo lo que se fue / Todo lo que está por venir, y todo lo que está bajo el sol está en armonía / Pero el sol es eclipsado por la luna”). Que el cierre del álbum vuelva a su manera sobre las formas del original es también la manera en la que Waters hace propia la afirmación de Rustin Cohle: su obra es cíclica, y todo lo que ocurrió puede volver a pasar.
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