Creó temas que calaron hondo en la generación que vivió la dictadura y la primavera democrática, aunque él se sienta un marginal de ese rock argentino al que perteneció casi desde sus inicios
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Raúl Porchetto jamás perdió el tono juvenil de su voz. Cumplirá 75 años a finales de este año y, sin embargo, mantiene la frescura vocal que tenía cuando grabó sus primeros discos (en los setenta) o, ya en los ochenta, cuando cantó hitos de su carrera registrados en los discos Metegol, Che Pibe y Reina Madre.
Claro que no todas fueron rosas. Desde la pandemia, el contagio de Covid-19 derivó en una neumonía bilateral y en otras enfermedades. Y si bien pudo recuperarse, el proceso fue lento y recién el año pasado logró volver a subirse a los escenarios con la seguridad y la tranquilidad que tenía en otros tiempos. Desde lugares pequeños hasta el Auditorio de Belgrano, junto a una banda que incluye a sus hijos y a su nuera. El 12 de este mes, en un formato de grupo más reducido, se presentará en el Café Berlín. Allí, no solo cantará temas de reciente factura, también viajará cuatro décadas en el tiempo, hacia esos discos más de fusión que grabó desde el segundo lustro de los setenta. Porque Porchetto, además de ser considerado un cantautor del rock argentino, fue también el anfitrión de muchas reuniones musicales. Solo para dar algunos ejemplos, ya en su primer álbum, Cristo Rock (1972) grabaron los músicos de La Pesada del Rock y un muy joven Charly García, quién todavía no había grabado su primer álbum con Nito Mestre, como el dúo Sui Generis. Varios años después, en la sala de ensayo donde se preparaba su disco Metegol comenzó a gestarse el grupo G.I.T.
Al mismo tiempo –entre éxitos como “Algo de paz”, “Metegol”, “Che pibe, vení votá”, “Reina Madre” y luego “Bailando en la vereda”- fue un bicho raro del rock de aquellas primeras décadas y tiene muchas anécdotas desperdigadas entre los arcones de su casa, en el medio de las altas cumbres de las sierras cordobesas, donde vive desde hace 38 años, y el departamento de Buenos Aires que lo recibe como visitante esporádico. Hay reflexiones y anécdotas de un hombre de setenta y pico; hay recuerdos, los de un niño que heredó una guitarra de su abuelo, con la que tocó Gardel, y los de un joven que no logró evitar los atropellos y la censura de la última dictadura.
-¿Conservás aquella guitarra?
-Sí, muy bien guardada. Tiene más de cien años. Mi abuelo era íntimo amigo de Barbieri (Guillemo: abuelo de Carmen y guitarrista de Gardel). Y cuando iba Gardel a cantar a Mercedes, usaba esa guitarra de mi abuelo. Yo la heredé, aunque no conocí a mi abuelo, porque falleció muy joven, a los 48 años. La recibí a los 9 años y con esa guitarra comencé a estudiar. Es parte de mi ADN.
Si la infancia de Porchetto transcurrió entre el barrio de Flores y la ciudad bonaerense de Mercedes, donde vivía la familia de su madre, no es raro entender como hoy su vida transcurre entre el campo y la ciudad. Entre su lugar en el mundo y el lugar al que vuelve para hacer música y para reencontrarse con su familia.
-Se te ve muy activo. ¿La salud? ¿ahora mejor?
-Fue de a poco, regulando. Tuve todos los covid-19 y una neumonía bilateral, durante tres meses y otras complicaciones. Pero no me interné. Tuve dietas estrictas.
-¿Eso te hizo cambiar la manera de vivir o profundizar?
-Profundicé. Lo que existe siempre es un presente. El pasado es un presente que sucedió y el futuro es un presente que va a suceder. El problema es que uno nunca está en ese presente. Muy pocas veces estamos en el instante. Y todo lo que pasó me ayudó a valorar cada instante. La vida, el universo, a veces te da una palmadita y otras un boleo que te da vuelta. Creo que fue eso. El asunto es estar alerta. Honro la vida en la tierra. No dejo de sorprenderme. Más allá de la música y de haber estudiado en un conservatorio, también estudié muchas otras cosas. Información académica. Pero no sé absolutamente nada. Todo aquello sirve como GPS, como guía. Hay 8 mil millones de personas en el planeta girando a 30 mil kilómetros por hora alrededor del sol. Y cada uno tiene una visión de Dios, de la vida, de su filosofía.
-¿Y a veces querés tomar distancia de la sociedad y te vas a la montaña?
-No lo había pensado así. Pero creo que siempre fui medio marginal, desde la panza de mi madre. Esto me recuerda al Lobo estepario de Hermann Hesse. El primer tema que escribí, a los 11, hablaba de la naturaleza. Eso me movilizó siempre. Para mí, eso es tener señal y estar en red. Cuando uno está fuera de la naturaleza, por más que lo sabe, no dimensiona cuanto se va estupidizando. Y te quedás sin señal porque no entendés al otro. Nuestra vida es totalmente virtual. Está armando para que eso se mantenga.
-¿Hace cuantos años elegiste ese lugar?
Vivo a 1000 metros de altura, con energía de paneles, a 7 kilómetros del poblado más cercano, donde viven unas 100 personas. Pero no fue de un día para el otro. Compramos con mis padres un terreno y yo estaba trabajando bien en ese momento.
-¿Cómo fue tu infancia entre Mercedes y el barrio de Flores?
-Me dio visiones diferentes y lindas. Nunca quise ser hijo único, porque tengo amistades que son hermandades. La vida me regaló eso. El embarazo de mi mamá se había complicado, tuvo un golpe; yo había quedado enredado y ella casi pierde la vida. No pudo tener más hijos por eso.
-¿Ellos se dedicaban a la música?
-Mi mamá era maestra y poeta. Mi padre era asesor impositivo y luego Director de Obras Públicas de San Martín. Dos seres especiales que me dieron una gran libertad. Mi lenguaje era la música. Mi camada del rock argentino era contracultural. Estudié derecho hasta que me di cuenta de que tenía que respirar música.
-Lo raro de tu carrera es haber tenido un repertorio y cambiado de repente, hacia una obra llamada Cristo Rock para convertirla en tu primer disco. ¿Quizá La Biblia de Vox Dei entusiasmó al sello discográfico para grabar algo así?
-Era una época de obras conceptuales. Probablemente la compañía habrá hecho esa asociación que decís. Por mi parte, había una contradicción. Había estudiado en colegio católico. Una cosa era lo que había dicho nuestro señor y otra era la realidad. Un fin de semana me encerré a componer esto y el domingo a la noche lo llamé a Charly [García] y le dije: “Carlitos, hay cambio de planes”. Porque nosotros ya veníamos ensayando. “Y él me dijo: si te lo aceptan, dale.” Le mostré lo que había hecho y le encantó. Después lo escuchó el productor Jorge Alvarez y también le gustó. Una vez, en una entrevista me dijeron que si hubiera escrito algo así en época de inquisición estaría muerto. Y mi respuesta fue: “Me alegro mucho porque tienen un asesinato menos en su haber”. Era difícil hablar algunas cosas.
-Algo similar te pasó con “Che Pibe, vení votá”, donde decías que a los jóvenes solo los querían para votar y para ir a la guerra. O en “Reina Madre”, que es la guerra contada desde la voz de un soldado inglés.
- Y sí, en el 82 cantaba “Algo de paz” y “Che pibe, vení votá”. Compuse “Reina Madre” en plena guerra, pero me la prohibieron. Me amenazaron y hubo periodistas que dijeron que era una traición a la patria. Fue duro. Decían que era desvalorizar a los nuestros. Y no, era al contrario. Dios no estaba de nuestro lado ni del lado de los ingleses. En Rio Gallegos un militar me dijo: “Nunca más cantes esta canción acá. Ahora la entendí”. Y yo le contesté: “Con todo respeto, no creo que la haya entendido porque si no, no me diría eso”. Roger Waters, que vio la letras traducida al inglés me preguntó cómo me había animado a cantarla durante la dictadura- Y he tenido el honor de que ex combatientes me hayan honrado con una medalla [por el aniversario de los 40 años de la Guerra de Malvinas]. En cuanto al joven: ahora está incorporado, pero en ese momento no. Era: “Sí pibe, vení y vota”, pero no estaba pensado para que los de ninguna parcialidad pudieran ser parte de la construcción de la democracia.
-¿Pasaste por otras situaciones similares, por las canciones?
-Una vez me chuparon. Me tuvieron 24 horas. Fue al final de un recital en Río Segundo. Me subieron a un Falcon verde y me llevaron a un calabozo de un metro por un metro. Por suerte, como fue después del recital se corrió la voz y se lo debo a Daniel Ripoll [editor de la revista musical Pelo] que empezó a moverse. Llamó a la madre de mis hijos para preguntarle si yo estaba ahí en casa. Y comenzaron a buscarme. Estuve en una comisaría y después me dijeron que me habían llevado porque no había pagado un hotel, cuando, en realidad, yo nunca pagaba los hoteles, de eso se encargaba la gente que me contrataba en cada lugar. Después seguimos con la gira. Era la época en la que estábamos presentando el disco Televisión (1981). Crecimos con eso, ser joven no tenía perdón, uno era la pelotita de ese juego [parafrasea su canción “Metegol”], uno era sospechoso por el simple hecho de ser joven.
-Sin embargo, y más allá de algunas excepciones, el rock argentino no se involucró en temas políticos. La subversión pasó más por el pelo largo y cuestiones contraculturales.
-No iba a la cuestión partidista. Fue una cuestión contracultural. No había un interés particular, solo salíamos a decir cuando había algo que nos parecía mal. Nunca acepté la violencia. A mí me inspiraron Gandhi y Martin Luther King. Me marcó a fuego una frase de Luther King: “Aunque me digan que el mundo se termina yo igual plantaría mi manzana”.
-¿Cómo definís ese comienzo del rock?
-En realidad era un movimiento. Lo que llamamos rock era una trova. Y su pauta era no tener pautas. Por eso vos podías poner folklore o tango. En mi disco segundo hay malambo y tocó Domingo Cura. También tango. Hice arreglos de cuerdas y tocó [el violinista] Antonio Agri, con dirección de Carlos García. Los ruidos que se escuchan en Cristo Rock tienen que ver con que estaba enloquecido con Stockhausen y también con la música concreta. No era ruidos para mí.
-¿El cristianismo te acompañó toda la vida?
-Sí. La película que alentó fue Hermano Sol hermana Luna, de la vida de San Francisco de Asís, que era poeta y músico. Me inspiraba, no tanto desde lo aristotélico-tomista, sino por ser un ser diferente. Hacía un salto cuántico a todo. Me gusta la búsqueda espiritual, no tanto la religiosa. Soy respetuoso de subir a la montaña por el camino que cada uno sienta. Respeto todos los senderos.
-Y sentís gran admiración por los místicos.
-Sí, porque el místico es alguien que se anima el salto cuántico. Hay un estadio que te da los tiempos, la cultura, la civilización, la comunidad. Y después, ir más allá. A veces se habla del cielo de manera prosaica. A veces, donde vivo, me sigo emocionando mirando estrellas. Hoy me llama más la atención lo que sostiene a las estrellas. No es una escenografía. Eso es lo que entiendo por cielo y no tener medida. Ahí se puede entender el absoluto, la invisibilidad y la presencia continua. Todo lo que tiene que ver con lo trascendente no tiene fronteras. Desde nuestra forma racional hacemos particiones para un resultado que está en la misma ecuación. Desde muy chiquito me movilizó todo eso. [Swami] Vivekananda, gran maestro hindú, decía que lo que llamamos milagro es desconocimiento de realidades. Nunca van a contradecir la razón. La confirman.
-Generaste relaciones fraternales con gente como Gladys Motta, la mujer que recibió los mensajes de la Virgen de San Nicolás de Los Arroyos.
-Se dio de una forma mágica. Yo había ido a San Nicolás a pedir por la salud de un familiar. También quería conocer a esta señora. Me dijeron que, una de las apariciones de la Virgen fue en un campito, que antes era un basural. Cuando fui ya lo habían limpiado un poco. Me arrodillé en la tierra y pedí por mi familiar. En ese momento yo vendía muchos discos. Y una persona me tocó la cabeza. Levanté los ojos y era una mujer que amablemente me dijo: “Discúlpeme, ¿no le firma un autógrafo a mi hija?”. Me quedé “anonadado”, según hubiera dicho mi abuela. Bueno, me acerqué a la chica. Le pregunté cómo se llamaba para firmarle el autógrafo. Y después me dijo: “¿Sabés quién es mi mamá?”. Ni idea, le dije. “Es la que ve a la Virgen”.
-En los ochenta llegaste a los puntos más altos de popularidad, luego la publicación de discos comenzó a espaciarse.
-Sacaba un disco cada nueve meses. Como se dice en el pueblo, yo iba a contramano en el corso. Había cosas que ya en los noventa no me representaban. Aunque hubo gente como Fito [Páez], que en los noventa hicieron cosas maravillosas. El arquetipo de los noventa era medio facho. La imagen valía más que el individuo. Fue más materialismo. Y creo que una cosa no excluye a la otra. A mí me generaba erupción la frase: “Hay que cortar tickets”. Cosa que no estaba mal, pero lo primero es el acto creativo. El arte busca la excelencia. La excelencia te da integridad. Los que trascienden, son atemporales, populares o clásicos. La música no le pertenece al género humano porque es exacta. La medicina o la economía sí, porque no son exactas.
-¿Por qué crees que en tus inicios mucha gente que pasó por esos primeros discos terminaron haciendo proyectos personales o grupales, importantes, años después? Charly García en primer lugar.
-León Gieco ha dicho que yo armaba las mejores bandas. Bueno, es la subjetividad de León. Pero es un honor para mí haber tocado con grandes músicos.
-¿Y por qué había tanto viraje estético y de lenguajes musicales?
-No era por ansiedad. Yo, en general, necesitaba dos álbumes para expresar algo. Necesitaba buenos intérpretes. Para mí es como una película. Para determinados roles necesitás a determinados músicos. Y era difícil explicarlo en ese momento.
-¿Vas a seguir grabando o preferís revisitar lo que ya hiciste?
-Quiero seguir grabando, aunque la salud me frenó un poco. Me di cuenta de que también meterte en un disco es aislarte un año. Aunque siempre haya una fragancia, la idea es no decir lo mismo. Sí imagino publicar singles. Tengo compuestos un montón de temas. Mi hija es maestra de música y la que mejor canta de los Porchetto. Mi hijo tiene una escuela de música y toca conmigo. Es un pilar para mí. Porque yo soy una pyme chica. Todo me cuesta. Poco, a veces es mucho; mucho es casi imposible.
-¿Cómo ves a las generaciones actuales de músicos?
-Hay gente muy buena, con una poética que se está recuperando después de un materialismo casi apocalíptico. El arte siempre es cultura, pero no al revés. Y para mí es fundamental contagiar a generaciones nuevas y a los de mi generación. Con la edad que tengo siento la autoridad para decir las cosas, aunque no la autoridad para tener la razón. La cultura es como el ego de una nación. Es lo que uno ha acumulado, lo que ha aprendido y lo que da las vivencias y las decantaciones. El arte es el espíritu y el ADN de esa nación, porque busca lo trascendente y pertenece a una geometría que es sagrada. Hacer un reduccionismo de eso o darle implicancias diferentes es casi un atentado al cielo. Porque no hay límites. El arte busca la excelencia, aunque no la encuentre. Y tiene eso a lo que se refería “Franchesco” de Asis: tiene la primera inocencia intacta. Sea creyente o ateo. El genio que logra la atemporalidad y su expresión artística tiene esa primera inocencia intacta porque volvió a tener señal con la red. Estar conectado con el todo y el uno. El arte es el alma de una nación.
-No imagino como entra esa descripción en el contexto actual, con una presión grande por tener muchos “clics” y reproducciones en redes sociales.
-Las redes son un instrumento. No quiero estar ahí tres horas porque me deshumanizo. Pero es un instrumento y lo honro. No me asusta. Tampoco me asusta la inteligencia artificial. SI no hay inteligencia humana, que por lo menos haya inteligencia artificial. La inteligencia humana es casi torpe y grotesca. Va a los ponchazos y mal, por desesperación. Eso tiene que ver con una angustia existencial. Porque estamos sin señal. El asunto es adonde nos quedamos. Los cambios no son de arriba hacia debajo ni de derecha a izquierda. Son cambios de consciencia. Las bibliotecas de la humanidad están escritas con sangre y los cambios se entienden con violencia. Por eso digo que la ignorancia es atrevida y la violencia tiene estrategias para todo. Solo queda inerte ante una acción de paz. Desde ese lugar hay que cambiar el estado de consciencia. El desafío es amar un poquito al otro como uno se ama, a uno mismo. Para eso hay que ser sabio. Sabiduría artificial nunca habrá. Siempre será algo fragmentado.
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