Conozcan al fan del Indio que se bajó de las batallas de freestyle y se convirtió en la nueva voz del arrabal
Es el mediodía de un miércoles de principios de marzo y Matías Ezequiel Mansilla está sentado en una reposera en la que apenas entra, debajo del alero de su casa en el barrio Las Tunas, en la periferia industrial de General Pacheco. Está tomando una Brahma que hace circular entre los invitados, mientras espera que Klex (“Keloklexx”, para los pibes) termine de setear su cámara para filmar un par de escenas del videoclip de “Tu chacalito”, el primer corte de El amor no muere y vos te querés morir!, el flamante y de alguna manera primer disco de Malajunta después de varios mixtapes de trap. Todavía tienen que llegar unos nenes del barrio para hacer unas tomas en bicicleta.
Por la casa desfila un elenco acotado pero variado. Además de Klex, el cineasta, que ajusta una steadycam siguiendo un tutorial de YouTube, están Nuria, la protagonista del video –una chica de pestañas picudas y trenzas olímpicas que pueden chequear en instagram.com/kina.nu– y el Galguicie, responsable de las voces de apoyo en los shows en vivo, sumados a dos de los cinco hermanos del Mala: Marcos, que desde hace poco se incorporó al equipo como DJ, y Melina, la menor. También está Yesi, o “la Cachi”, una amiga de hace más de 10 años que es casi una hermana más y, si tiene que hacer de manager, no tiene problema. “Contá la anécdota de la heladera”, pide Yesi mientras unas milanesas se crocantean en el horno y el plasma reproduce el recital de 2009 de AC/DC en River. Yesi sabe que cuando el Mala cuenta, como cuando canta, la historia cobra vida delante tuyo: la podés ver pasar en HD.
“Había un ciruja que se había acoplado acá enfrente, en el terreno”, arranca el Mala, alisando el relato. “Yo siempre me iba para su casa, a jugar con el nieto, porque el ciruja le daba todos los juguetes que juntaba a él: los guardaba en una heladera acostada. Una noche –yo tenía 8 años–, me desperté y pensé: ‘Tengo que ir a zarpar esa heladera’. Y me mandé. Cuando iba llegando, vi que estaba la abuela despierta, así que me quedé esperando, en pijama, apoyado en dos pilarcitos de material que había acá en la esquina, por encima de la zanja. Tanto esperé, que me dormí. ¡Me caí en la zanja! Volví acá y mi vieja me recibió a cintazos y me bañó con la manguera.”
En este arrabal, el almacén se distingue de cualquier casa por un cartel que dice “Manaos fría, no fío”, y los patrulleros titubean. O, como dice la letra de “Tu cachalito”, la balada villera bastante sweet que están por filmar, en la que el Mala –también apodado “El joven Sandro”– perfila el clásico amor entre la chica de ciudad y el pibe del conurbano: “No hay música ambiente ni bar/Ni tampoco birra artesanal/Pero hay un kiosco con Brahma polar/Y te pongo unos temas en el celular”.
Desde acá, el 851 de la calle Derqui, frente a un terraplén de vegetación frondosa y el arroyo Las Tunas, Malajunta se erigió primero como freestyler y luego como cantante, rodeado de una familia laburante de la que no se piensa alejar. De hecho, ahí viene Antonio, su padre, un hombre de rostro curtido y ropa Ombú, que aprieta fuerte la mano y saluda: “Mucho gusto, Mansilla”, dice. Y luego sigue hacia su trabajo como mecánico de lanchas, ajeno a los movimientos de la crew de su hijo, que se alista para empezar a grabar.
Malajunta tiene como 400 canciones escritas sobre este barrio encorsetado entre autopistas y countries, de casas discretas terminadas en cuotas, refaccionadas, ampliadas. Cada terreno puede tener una, dos o tres construcciones. Acá, el ascenso social se mide casi siempre hacia adelante. Acá, Malajunta se hizo su propio estudio. Lo bautizó “851”.
Cuando eras chico, ¿te imaginabas que te iba a ir bien como músico?
Sabés que yo sentía que algo iba a pasar... Porque me gustaba demasiado. Escuchaba a los Redondos y me hacía el cantante: flasheaba que estaba en un estadio. Solo, acá, en mi casa.
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Malajunta compró sus primeros discos de rap (pirateados) en Metamorfosis, pionera casa de tatuajes de Pacheco, pero antes de eso ya conocía algunos artistas: en 1999, unos vecinos le habían vendido un estuche lleno de CDs originales por 50 pesos. “Andá a saber de dónde lo chetearon”, dice. “Había uno de Tupac, el doble del Wu Tang Clan... Después, en Metamorfosis, descubrí el rap en español: Control Machete, el de Cypress Hill que cantaban en castellano. Lo que más me gustaba de todo era un disco de 7 Notas 7 Colores.”
De esos primeros discos sacó los interludios instrumentales que pegó en una doble casetera y empezó a usar como bases. “Decía cosas como: ‘Acá empiezo con mi rima/Que te contamina’, y me mandaba un testamento de tres hojas”, recuerda. “Ése fue el principio de todo.”
Su recorrido por las batallas de freestyle empezó con el apodo de El Perroh de Pacheco entre 2003 y 2007, mucho antes de las plazas masivas de El Quinto Escalón y la Batalla de los Gallos de Red Bull. Era otra época, en la que tallaban nombres como Sergio Sandoval, Frescolate y Ale Plus. “Hacía unos viajes larguísimos en tren o colectivo para llegar a un evento en el que el sonido era un minicomponente y un micrófono de diez centavos”, dijo el Mala hace poco en una entrevista radial.
El Perroh mantuvo un invicto de trece batallas, hasta que perdió la final frente al Misionero (hoy, histriónico host en la Batalla de los Gallos) en “Titanes del MC”, un segmento dentro del programa de Rock & Pop Day Tripper. Para ese entonces, el Mala empezaba a perder el gusto por el picante del freestyle. “El primero que me pareció realmente bueno en el mundo del rap fue Sergio Sandoval, y me gustaba por cómo escribía”, dice. “Yo fui a la presentación del primer disco de Iluminate [el grupo que integraba Sandoval], ¡y la gente le pedía que hiciera freestyle! Ahí pensé: ‘Yo no quiero que me pase esto, yo quiero escribir y cantar canciones’.” Al poco tiempo, dejó las batallas. Eliminó hasta su apodo para nacer otra vez. Se puso “Es el Dog”.
Empezó a grabar en El Cubo, un estudio de Ingeniero Maschwitz, junto a un amigo que sabía cómo subir música al Ares, un programa P2P para compartir archivos que era como la prehistoria de Spotify. Gracias a su reputación como freestyler, el Mala se había hecho un nombre en Zona Norte, y la primera vez que subió a un escenario a cantar esos temas nuevos (“En una joda de la época de los floggers”) vio al público cantar sus canciones. “Ahí la cabeza me hizo: ‘piuffff’”, dice, y gesticula con las manos sobre la visera.
Paradójicamente, Malajunta empezó su camino hacia el éxito cuando se corrió del freestyle, que en los últimos años tuvo un crecimiento exponencial. “La verdad es que yo eso nunca lo vi venir”, dice. “Porque nunca me sentí parte de esa cultura. Me gusta el rap de una manera muy propia: lo descubrí yo solito. Y siempre me pareció que tiene cosas muy boludas. Gente en pose. Dale, hagan música. Igual, creo que la movida todavía es joven. Recién ahora podés sentarte a hablar con un artista. Hace poco, casi no había nadie que se lo tomara en serio... O que no hablara pavadas.”
Para Malajunta, lo que se dice es importante, pero más importante es cómo se dice. Maneja su propia labia, su propio slang, amasado en Las Tunas hasta llegar a un lunfardo imposible de imitar. En “Moda”, por ejemplo, uno de los temas del disco nuevo que el Mala parece dedicarle a alguno de los últimos freestylers en saltar al trap, habla de “El titiritero del comercio del sold out”. Suena como uno de esos parias que caminan por las canciones de los Redondos. “A mí me gusta que a todos estos pibitos les vaya bien”, dice. “¡Pero hablan de ‘tú’! Eso es algo de los productores, que quieren hacerlos universales. Lo tuve que aceptar: entendí que es una época nueva, en la que se construyen artistas a medida. ‘Hoy voy a hacerme el chorro y voy a hablar de esto.’ Crean un personaje.”
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Ahora es viernes y la caravana empezó temprano. Estamos sentados en la puerta de la peluquería Prana de Belgrano, donde el Mala llegó por invitación de la casa, pero, como no necesitaba más que una rasurada, también trajo a doña Inés, su mamá, para que le cortaran el pelo a ella. Mientras termina ese tuning, de pronto aparece UnderMC, de la B2 Crew. (Si buscan el video de “El chascarrillo del Mala” van a verlos a los dos, aún cachorros, en una producción temprana de trap barrial.) Han freestyleado juntos, y también uno contra el otro. “Los trenes que me he tomado...”, repasa Under, que apenas supera los 20 años pero ya es un veterano de la escena. Entra a buscar tintura, un look. Enseguida frena un scooter delante nuestro, y el Mala no tarda nada en presentarme al nuevo visitante: “Él es Damián Quilici, un vecino”, dice. “Hace stand up villero.” Entonces, entre los dos, se ponen a repasar el destino de un par de conocidos en común, en un ping pong que no siempre termina como ellos quisieran. “¿Éste salió?”, “¿Aquel está vivo?”, “¿Te enteraste lo del primo?”, etc. El Mala tiene unos Philip Morris box en un bolsillo y unos Marlboro en el otro. Siempre ofrece de los dos paquetes.
Cuando doña Inés termina en la peluquería –sale luciendo una melena carré con fulgores lilas y grises–, encaramos la vuelta a Pacheco en el auto del Pachi, otro de los hermanos Mansilla. El Mala queda al mando del pendrive: suenan Creedence, Pala Ancha y Damas Gratis. “Ma, ¿vos viste a Damas Gratis en vivo?”, le pregunta. “Noooo”, dice la señora. “Yo iba a ver a Daniel Agostini, Sombras.”
Salimos de la Panamericana y, después de unas cuadras (no sé dónde estamos, por momentos esto se parece bastante al GTA), el Mala y yo nos bajamos en lo de Joni Retamoza, su manager, siempre elegante y con lentes de aumento. Este terreno tiene tres casas: la de Joni, la de su abuelita y la del fondo, que es la trap house, la base de operaciones de la Corner Chantas Crew. Allá vamos. Cuando entramos, veo a un hombre robusto afeitándose frente a un espejito con una prestobarba. “Él es el Bebu”, me dicen. “Nos cuida.” También están el Galguicie y Marcos, es decir, el equipo completo, porque en una hora nos espera un show en Escobar y, más tarde, otro en Palermo. La hora libre pasa rápido mientras se alistan, se perfuman, atienden unos WhatsApp. Malajunta se descostilla de la risa con unos audios virales de un veterano y su amante.
Camino a Escobar, la playlist es igual de desconcertante. Arranca con “Gil trabajador”, el clásico de Hermética, y pasa a “Charro Chino”, del Indio. Me dicen que escuchar rock es cábala antes de tocar. Pero, de repente, suena algo que parece Daft Punk, hasta que me doy cuenta de que ese track de electrónica bolichera es “Yo con todos los chiches”, el primer track de Jolgorio y jarana, uno de los mixtapes de Malajunta. No desentonaría en un disco de Miranda!. “Yo me estudié toda la música ochentosa durante tres meses”, dice el Mala. “Entendí que hasta el reverb es diferente: hay que meterle un reverb medio de baño.” Cuando llegamos a Vica Palladium, el boliche de Escobar, estalla Turf en los parlantes de la Suran: “Yo no me quiero casar, ¿y usted?”.
Adentro, a falta de camarín, nos habilitan una mesa del VIP. Suena trap, trap, trap, un reggaetón y más trap, trap, trap. Una hora y seis botellas de champagne más tarde, el club está puesto: hay un mar de chicas en shorts elevadas sobre zapatones. Un RRPP pide que vaciemos la mesa, pero al Bebu le alcanza una mirada para responder que no, que no la vamos a vaciar hasta que no sea la hora de tocar. La mayoría del público está acá para ver a Khea, el nuevo astro teen del trap local, pero, cuando sale al escenario, el Mala se impone. Tiene puesta una camiseta de Gimnasia y Esgrima (sólo porque le gusta el escudo), tira sus pasos de cangrejo y sostiene los acapellas cuando la base se diluye. Por momentos, el fervor hierve. “A veces la gente se descontrola, pero yo no me hago el boludo”, me dice el Mala más tarde. “Si veo que el ambiente está caldeado, que hay un par de gedes en algo raro, paro el show y hablo hasta que se tranquilizan.”
La segunda escala es en Palermo Club: la fiesta se llama Atrapa2 y el cartel lo comparten Malajunta y Malafama, dos titanes de Zona Norte. En la entrada nos cruzamos con Coqui, el tecladista de la legendaria banda de cumbia villera, que es, además, el hijo del cantante Hernán Coronel, también conocido como “El malafamero”. “Somos amigos con Coqui”, dice el Mala. “Él es más chico, le gusta mucho mi música. Hernán también es re piola, pero la verdad es que hemos charlado poco, porque nos vemos siempre en el medio del jolgorio. No sé, para mí no es fácil decirle ‘amigo’ a todo el mundo.”
Esa mesura vuelve a aparecer más tarde, ya de trasnoche, después del segundo show, cuando le pregunto al Mala por la cantidad de tatuajes inspirados en frases y dibujos suyos que aparecen a diario en Instagram. “Yo los veo y me alegro, porque significa que hice algo bien”, dice. “Pero, a la vez, me asusta. No sé si yo me veo como me ven ellos a mí. Creo que para eso todavía falta un poco.” Paradójicamente, más allá de los tatuajes que tiene en todo el cuerpo, incluida la cara, él mismo tiene uno del Indio Solari, su ídolo desde aquellos días en los que escuchaba a los Redondos solo en el 851. Un encuentro con el ex cantante de los Redondos es una de las pocas cosas que ponen manija a Malajunta. Es, literalmente, algo con lo que sueña. “Fue tan real... Soñé que me lo encontraba en el backstage del Lollapalooza”, dice. “Me saludaba y me decía: ‘Estuve escuchando de vos’. Después me pedía que me quedara al costadito del escenario durante su show. No sabés, me desperté mal. Se me paraba la vida.”