Adentro del ascenso meteórico del pequeño demonio que sacude el rock
Es una noche de fines de mayo y Duki no está nominado en ninguna categoría de los premios Gardel, que se están entregando en este momento en la sala sinfónica del Centro Cultural Kirchner. De hecho, Duki nunca editó un disco, ni firmó un contrato con un sello, ni fue invitado a un evento así en el pasado, básicamente porque su carrera empezó hace poco más de un año, cuando decidió que iba a dejar de competir en batallas de rap para dedicarse a componer sus propios temas. Entonces, ¿qué hace este rapero de 22 años sobre el escenario, gritando de manera desaforada que se coje putas como un rockstar, que toma pastillas como un rockstar, acompañado por una orquesta de 30 músicos? Lo que viene haciendo en los últimos meses: está rompiendo las reglas de la industria más rápido que nadie antes que él.
“Ni ensayé, guacho”, dice Duki tres días después de los Gardel, mientras termina de armar un porro en el living de un estudio montado en un PH de Colegiales. Tiene puestos un jogging negro achupinado y una campera de un equipo de béisbol, ojotas tipo Adilettes (con medias) y una cadena de oro gruesa de 120.000 pesos confeccionada por su joyero personal, que se llama Roque pero al que le dicen “Don Rouch”. La cadena brilla tanto que uno casi podría pasar por alto los tatuajes de la cara. Sobre la mesa ratona hay una caja abierta de Hell’s Pizza, su pizzería favorita –y reciente espónsor–, con varias porciones de pepperoni al estilo neoyorquino. Son las seis de la tarde, pero Duki está hambriento: esta es su primera comida del día. (Un rato antes, le había pedido a uno de sus asistentes: “Deciles que esta vez quiero pagar por mi pizza, pero que la traigan rápido”.)
A Duki la actuación en los Gardel le costó un poco porque, como casi todos los artistas de trap –esa evolución oscura del rap que en los últimos meses pasó a dominar todos los charts del mundo por artistas como Drake, Bad Bunny y Cardi B– él suele tocar acompañado apenas por un DJ que dispara las pistas sobre las que suelta sus rimas. “Y ese día el sonido de la orquesta era tan inmenso que me comió. Pero subí a cara de perro y ¡pum! Lo hice”, dice, acomodándose su jopo teñido de fucsia. “A mí me gusta Dragon Ball desde chico y jodo mucho con el ki, con la energía. Bueno, acá había un montón de vagos que tocan de la hostia liberando ki a lo loco. Fue una locura.”
En el último año, este fan del animé y los videogames se convirtió en una figura ineludible para la industria de la música argentina, principalmente gracias al éxito bestial de sus tracks en plataformas digitales como Spotify y YouTube, y también por su poder de convocatoria. Por ejemplo: el video más reciente de Abel Pintos –una versión de “El adivino” en vivo en la cancha de River– tiene cerca de dos millones y medio de reproducciones, mientras que los cuatro que Duki lanzó este año (“Rockstar”, “Si te sentís sola”, “Quavo” e “Hijo de la noche”) promedian 30 millones cada uno. En Spotify, Lali Espósito tiene un millón de oyentes mensuales; Duki, cuatro millones. En abril, el show de Charly García en el Gran Rex fue sold-out en 10 minutos, y el de Duki, que tocó en el mismo lugar en mayo, bueno, tardó un poco más pero también se agotó. Apenas se supo que no quedaban más entradas, Duki anunció un Luna Park para octubre.
Elijan al artista más popular del género que quieran y es muy probable que a Duki le esté yendo mejor. Su ascenso es tan vertiginoso que tanto la industria como el público están teniendo problemas para interpretar el fenómeno. Sony y Universal lo quisieron fichar, pero Duki literalmente se les rio en la cara: no estuvieron ni cerca de llegar a un acuerdo. “El director de Sony me citó y básicamente me ofreció un contrato para robarme”, dice Duki. “Y a la presidenta de Universal, le dije: ‘Mirá, la voy a hacer corta: yo no soy Lali Espósito, yo no quiero fama. Yo soy un pibe que viene de no tener nada, y quiero ser una leyenda musical, ¿entendés? Yo tengo más hambre que toda la gente que está en este edificio. Me voy a comer el mundo. No quiero un contrato pop, no soy Sebastián Yatra, que lo vas a poner a hacer prensa. Las bolas. Yo voy a hacer mi música y lo único que necesitás es eso’.”
En se sentido, su actuación en los Gardel fue el primer intento medianamente exitoso de la industria por incorporar a Duki al canon de la música argentina, y él irrumpió gritando las frases provocativas de “Rockstar” con la misma actitud arrolladora con la que posa en la tapa de esta edición de Rolling Stone .
Los detractores, por supuesto, no tardaron en aparecer. El video de YouTube de su presentación está lleno de comentarios cargados de bronca que lo acusan de cantar con Auto-Tune, el software que permite corregir los problemas de afinación en la voz, pero también es parte de la estética sonora del trap. Duki no solo no lo oculta, sino que usa el Auto-Tune como un instrumento, y el propio Charly García, en su breve discurso de aceptación del Gardel de Oro esa misma noche, dijo: “Quiero dedicar este premio a Gardel, María Gabriela Epumer, el Flaco Spinetta, el Negro García López, Prince, Cerati… Y hay que prohibir el Auto-Tune. Muchas gracias”.
“Si es por mí, Charly me puede decir que soy un mocho de mierda hijo de mil putas, y va a estar todo bien”, dice Duki, que se enteró de los dichos de García a la mañana siguiente, cuando su hermana compartió una nota de la revista Pronto en el grupo de WhatsApp familiar. “Lo amo. Lo fui a ver a Vélez en 2009, ese día que no paró de llover, y la rompió. Ahora estoy por sacar un tema [‘Ferrari’] en el que digo: ‘Demoliendo hoteles como Charly’. Lo respeto y lo quiero tanto que ni le respondí.”
Duki está tan arriba en este momento que siente que no contestarle a Charly García es hacerle un favor. Y probablemente tenga razón.
Duki rechazó ofertas de los grandes sellos. "Les dije: 'Yo tengo más hambre que todos ustedes. Me voy a comer el mundo'."
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Mauro Ezequiel Lombardo nació el 24 de junio de 1996 en el barrio de Almagro, en una casa de clase media modesta atravesada por el impulso artístico, más allá de que sus padres finalmente optaran por perseguir otros rumbos en lo profesional. Sandra (51), su mamá, es una abogada independiente especializada en derecho laboral y una cantante aficionada que empezó a tomar clases con un profesor recién hace cinco años. Guillermo (51), su papá, siempre quiso ser diseñador gráfico, pero no pudo terminar la carrera: en el medio tuvo que salir a trabajar. (Entre los varios empleos que tuvo, muchas veces simultáneos y en general relacionados a lo administrativo/contable, pasó por una farmacia, un par de bancos y un estacionamiento.) Además, Duki tiene un hermano mayor, Nahuel (27), ingeniero de sonido recibido en la Universidad Nacional de Tres de Febrero, y una hermana menor, Candela (18), que está terminando el secundario y quiere estudiar Diseño de Indumentaria.
Cuando Sandra y Guillermo se divorciaron en 2011, la familia ya vivía en el PH de Paternal en el que Duki pasó su adolescencia, una planta baja al final de un pasillo de ladrillos larguísimo, a unas cuadras del Estadio Diego Armando Maradona, la cancha de Argentinos Juniors. Duki repitió segundo y cuarto año (cuarto, de hecho, lo repitió dos veces) y, pese a la insistencia de su mamá, nunca terminó la secundaria: era un estudiante tipo Bart Simpson, que disfrutaba de confrontar a sus profesores tanto como de faltar a clases para irse a andar en longboard por Puerto Madero o a fumar marihuana con sus amigos.
Fue justamente en las calles asfaltadas pero desiertas de Puerto Madero que, una noche de 2012, se cruzó con un grupo de pibes improvisando rimas y se les acercó. Poco antes de eso, alguien le había mostrado el video de una final entre Kodigo y Tata en la competencia A Cara de Perro de 2010, una batalla clásica que se convirtió en la puerta de entrada de una nueva generación de público y competidores al mundo del freestyle. Y poco después, mientras fumaba porro con su primo y su mejor amigo, Duki se animó a tirar sus primeras rimas. “Yo tengo mucho potencial pero soy muy pajero: me costaba encontrar algo que me motivara”, dice él. “Y acá fue la primera vez que pensé: ‘¡Ah, es esto!’.”
Las batallas de rap le permitían a Duki satisfacer dos necesidades que arrastraba desde chico. La primera era competir, enfrentar a otro, para de esa manera generar la adrenalina que él siempre entendió como energía. La segunda era desafiarse a sí mismo e ir subiendo de nivel, como un Pokémon (el primer tatuaje que se hizo fue un Tyranitar, un pokémon de la segunda generación, en la pantorrilla). Duki no sabe escribir a mano (“No generé esa capacidad en el colegio, no duro ni tres palabras”), pero se encerraba durante horas en el baño chiquito que compartía con su hermano a anotar rimas en el celular, mientras Sandra le gritaba que qué carajo estaba haciendo ahí adentro, que se iba a ahogar.
“Estaba buscando mi estilo”, dice Duki. “Yo quería rapear como esos negros que veía en YouTube, pero no lograba darle musicalidad a las rimas. Por eso empecé a competir. Las batallas, para mí, eran una forma de entrenamiento.” Hay algo de esa declaración que se sostiene cuando uno ve sus videos en el Quinto Escalón, la competencia que nació en 2012 en la escalera de una de las entradas laterales del Parque Rivadavia, en la esquina de las calles Chaco y Doblas, y que en 2016 creció hasta convertirse en el torneo de plaza más grande de habla hispana, con miles de asistentes domingo por medio. A diferencia de la mayoría de los competidores, Duki casi no tiraba punchlines, sino que fluía de manera ininterrumpida durante largos pasajes, buscando melodías, prácticamente como si estuviera haciendo una canción en vivo. Su espejo era A$AP Ferg, un rapero estadounidense al que le copiaba hasta los gestos (particularmente el de engancharse el cachete con el dedo índice como si fuera un anzuelo), autor además de “Hella Hoes”, el primer tema de trap que Duki dice haber escuchado en su vida. “Siempre odié la batalla en sí”, dice Duki. “Me gustaba medirme y me gustaba crecer. Pero lo que yo quería era hacer música.”
En simultáneo a su despertar artístico, Duki empezó a fortalecer un costado espiritual del que no le gusta hablar demasiado, pero al que llegó investigando por su cuenta más o menos a los 17 años, después de que un amigo de su primera crew –los Satuanorinos de Puerto Madero– le hablara del hermetismo: una tradición filosófica basada en los textos de Hermes Trismegisto, un alquimista místico. (Por cierto, “Satuanorino” es “Onironautas” al revés, y los Onironautas son los viajeros de los sueños.) “Era una bestia, Hermes”, dice Duki. “Creó Los Siete Principios Herméticos: como es arriba, es abajo; como es abajo, es arriba; todo tiene dos polos; la ley de causa y efecto… Un montón de boludeces que me abrieron mucho la cabeza.”
Duki no solo cree en la alquimia, sino que, además, asegura ser capaz de “verles el aura” a las personas. Para contarme esto, se inclina hacia adelante en su silla, me mira a los ojos y esconde una sonrisa cuando le sostengo la mirada. También ha tenido experiencias en las que visualizó su propio destino, como el día de enero de 2016 en el que le dijo a un amigo: “Este año el Quinto se va a hacer re conocido, voy a ganar una fecha, y después de eso voy a sacar mi primer tema, que va a tener 300.000 reproducciones”. En agosto de ese año, efectivamente, Duki ganó la fecha del Quinto Escalón, y en noviembre subió a YouTube “No vendo trap”, su primera canción. El pronóstico resultó modesto: gracias a la base de seguidores que arrastraba de ese torneo en particular, el video cosechó 2 millones de streams en dos semanas.
“No vendo trap” fue el tema que confirmó la intuición de Duki de que había un terreno fértil para él en esa escena, pero no dejaba de ser una canción un tanto genérica de un estilo en el que todos los tracks suenan más o menos parecidos, y en el que lo mejor y lo peor no parecen estar muy alejados. Ante la homogeneidad de los beats –habitualmente compuestos con una caja de ritmos Roland 808 que reproduce hi-hats en intervalos cortísimos y bajos muy graves–, un intérprete de trap se destaca por las melodías, la actitud y, sobre todo, la voz.
Duki perfeccionaría esos tres factores en los meses siguientes, especialmente en “Rockstar”, el tema agresivo en el que terminó de dominar el recurso de romper la voz, y en “Quavo”, un track de Modo Diablo, el grupo que armó con Alejo (el fundador del Quinto Escalón, rebautizado como Ysy A) y Neo Pistéa, dos raperos igual de jóvenes y talentosos que él. Pero fue el tono seco y violento de Duki el que, en una extraña pero palpable conexión con el gen del rock nacional, empezó a sentar las bases del trap de acá, que hoy genera interés en el resto del mundo (como demuestran sus colaboraciones recientes con Bad Bunny y J Balvin) y cuenta con un roaster de exponentes sub-25 como Khea, Cazzu, Lit Killah, Ecko y C.R.O., muchos de los cuales, como Duki, se iniciaron en el freestyle.
La noche de la victoria de Duki en el Quinto fue especial por un par de motivos. Por empezar, era la primera fecha después de las vacaciones de invierno, y la ansiedad del público estaba a tope. La cantidad de gente fue récord (había más de mil personas); los escalones habían quedado chicos y la competición ahora se hacía en el pequeño anfiteatro que está en el centro del parque. “Quedamos todos re caretas”, dice MKS, uno de los competidores históricos del Quinto, que vivió con Duki y solía hacer dupla con él en batallas de equipos. “Me acuerdo de que, mientras batallábamos en el anfiteatro, la gente hacía un bardo tremendo que se amplificaba por el eco mismo de la plaza. Era como estar en una cancha de fútbol.”
“Fue una masacre”, dice Duki, mientras vuelve a ver la final en YouTube. “O sea, vos lo mirás desde acá y parece otra cosa, pero yo estaba parado ahí, en el centro de toda esa gente, y era como estar en el Coliseo de Roma.”
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Un día cualquiera en las historias de Instagram de Duki y sus amigos es más o menos así:
El Iván de Quilmes, un artista que combina el tatuaje tradicional con el estilo turro y es el preferido del trap local (él le hizo todos los tatuajes de la cara a Duki, incluidas las alitas de ángel y de murciélago en los pómulos que simbolizan sus dos polos), está trabajando en su estudio. Hoy le tatuó un emoji de corazón roto en el antebrazo a Lara Artesi, la cantante del dúo de trap Coral Casino.
Ysy A está en la cama de un hotel de Granada, en España, filmando a su amigo Ferla, al que le dice: “Te amo, Ferla. Siempre que queremos fumar, vos tenés papelillos”. (Ysy está ahí acompañando a Duki en su primera gira por España.)
Tony, más conocido como Neo Pistéa –que ya firmó con Sony e integra Modo Diablo junto a Ysy y Duki– subió al menos 50 capturas de pantalla de desnudos que sus admiradoras le mandan a Instagram. (“Todas mayores de 18”, aclara.)
Tachu, el asistente más cercano de Duki –que tiene 26 años y es el hijo del cantautor argentino Víctor Heredia–, está fumando en un balcón de Granada, viendo cómo el sol se pone detrás de una montaña mientras la luna sale por el otro lado.
Luchito, el protegido de Duki, un pibe de 16 años al que todos en el Quinto apodaban “El guachín” y ya cosechó millones de reproducciones en YouTube (quizás lo hayan visto en el Luna Park cuando subió a cantar con Bad Bunny), compartió una selfie con su mamá en la que le pide perdón por portarse mal.
Don Rouch, el joyero, está tallando un diamante para Luchito con una máquina industrial.
Coscu, un gamer que se hizo conocido en YouTube transmitiendo en vivo sus partidas de League of Legends con invitados y ahora es un streamer exitoso de Twitch, está en el backstage de una sesión de fotos para una marca de ropa, y se divierte contando que, desde que arrobó al fotógrafo en otra historia, lo hizo subir 10.000 seguidores.
Y Duki les está agradeciendo a los “diablos y diablas” de Granada por haber llenado el lugar de su último show, mientras anuncia la próxima parada de una gira de 15 conciertos en tres semanas que pasó por ciudades como Madrid, Vigo, Murcia, Zaragoza, Sevilla y Barcelona, y durante la cual la plana mayor del trap español (de Yung Beef a C. Tangana) lo recibió con los brazos abiertos. La última vez que un artista argentino influyó de esta manera en el sonido de la música de Iberoamérica probablemente haya sido con el lanzamiento de Es mentira, de Miranda!, hace casi dos décadas. “Somos la puta mierda pasando”, les dice Duki a sus fans.
"Tuve que meter la plata en el congelador", dice. "De repente, un pibito que ni existía hizo un par de millones."
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A pesar del éxito inmediato de “No vendo trap” a fines de 2016, Duki tardó en capitalizar su suceso virtual debido principalmente a dos motivos. Por empezar, no tenía el tema registrado; de hecho, se lo dieron de baja de Spotify y YouTube a los dos meses por conflictos de copyright, ya que la base la había descargado de Internet y usado sin permiso. Por otro lado, tampoco podía hacer shows en vivo, porque no tenía repertorio suficiente.
La plata que le entraba era por batallas de exhibición en diferentes puntos del país, un negocio modesto que se le abrió después de su consagración en el Quinto Escalón. Era la primera vez que Duki ganaba algo de dinero de manera tanto legítima como autogestionada (antes de eso, había vendido marihuana a espaldas de su mamá y rebotado entre un par de trabajos en restaurantes), pero, casi un año después de su triunfo, él ya estaba listo para abandonar el freestyle e intentar el salto definitivo hacia la música.
La primera decisión que tomó en esa dirección fue la de dejar de competir en batallas, casi al mismo tiempo que se iba del PH de Paternal después de varias peleas con su mamá. Se internó en Boom Box, un estudio chiquito montado en el local de una galería sobre Avenida Santa Fe, enfrente del boliche Palermo Club, y compuso varios temas para poder armar su show. En Boom Box, además, aprendió a usar el Auto-Tune. El estudio era de Federico, un amigo más grande, que antes de eso regenteaba un local de sushi al que Duki solía ir a comer con Ysy. Entonces llegaron los meses oscuros.
El 15 de octubre, Duki fue con Ysy a Palermo Club a ver al español Kaydy Cain, uno de los pioneros del trap en castellano junto a su grupo Pxxr Gvng. “Nos re drogamos”, dice Duki. “Estábamos tristes, pensando que ya había pasado nuestra oportunidad.” Después se fueron a dormir a lo de Federico, horas antes de salir para Chaco en un minitour improvisado. “Yo pensé que Ysy se iba a quedar dormido, así que me la pasé tomando cocaína para no perder el micro. Cuando se hizo la hora, lo desperté. Nos fuimos sin nada, así nomás, con lo que teníamos puesto, el celular sin cargar. No sabíamos ni cómo estaba el clima en Chaco.”
A la vuelta, Duki, Ysy, Federico y otro amigo al que le dicen GTA juntaron la plata para un mes de alquiler y se mudaron a una casa grande en Caballito, a la que apodaron “La Mansión”. Para pagar las cuentas, le pedían al encargado de Palermo Club que les vendiera alcohol al costo, y organizaban unas fiestas en la casa a las que bautizaron “Modo Diablo”. Duki recuerda ese período como el de la “trap life” (vivía de revender LSD, MDMA y otras drogas), la misma época en que Duki se hizo adicto al Xanax, un tranquilizante que conseguía falsificando recetas médicas. “La gente me veía como un zombie, pero yo me sentía re bien”, dice. “Actuaba sin pensar.”
En ese mismo momento, Duki no lo sabía pero su carrera estaba empezando a despegar gracias a tres tracks que había hecho en Boom Box en colaboración con el productor Omar Varela, un pibe de 20 años que fundó el sello Mueva Records. El primero, publicado en septiembre pasado, fue “Hello Cotto”, que alcanzó 15 millones de reproducciones en un par de semanas, y en el que Duki hace referencia al boxeador puertorriqueño Miguel Cotto para hablar de marihuana: “Tamo’ en la florería y tengo una María que es una flor de loto/Cuidao’ que pega como Cotto”, dice. En noviembre subió “She Don’t Give a Fo”, un tema de desamor en colaboración con Khea, un debutante de 17 años. Y dos semanas después salió “Loca”, una canción de Khea con feat. de Duki y Cazzu. Ese fue el primer video del trap argentino en romper la barrera de los 100 millones de reproducciones (y, después, de los 200 millones), y pavimentó el camino para que Duki finalmente tuviera su primer verano de auténtico rockstar.
Pero, antes, Duki iba a tener que resolver algunos asuntos personales.
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A mí me preocupan un montón de cosas”, dice Sandra en el living de su casa de Paternal, una tarde fría pero con sol de fines de junio. “Cuando Mauro se fue de esta casa, yo veía que él necesitaba contención”, continúa ella. “Y lo que te voy a decir, te lo digo con dolor: yo no me equivoqué.”
La relación entre Duki y su mamá siempre fue intensa. Hay un video desopilante de febrero de 2017 en el que Duki está jugando LoL con Coscu, hasta que Sandra abre la puerta del cuarto y empieza a gritar reproches. “Decime por qué dejás prendida la luz”, se escucha. “Tenés que ir a comprar huevos y, si no me hacés caso, ¿sabés qué voy a hacer? ¡Me voy a llevar la computadora!” Entonces Duki explota y suelta otra de sus profecías: “¡Cerrame la puerta, mujer! No te voy a comprar ningún auto caro, no te voy a comprar la mansión cuando esté re zarpado”, le dice.
“No es que yo no creyera en él”, dice Sandra. “Pero… ¿Cuántos pibes hay que quieren jugar al fútbol, y cuántos son Messi? Yo nunca socavé lo musical en Mauro, al contrario. Es solo que, cuando él me decía que iba a vivir de la música, yo le preguntaba: ‘¿Y cuál es el plan B?’.”
Claro que Duki nunca tuvo un plan B, porque sabe perfectamente lo que desea y qué cosas no está dispuesto a negociar para conseguirlo. Por eso no firmó con Sony, ni con Universal, ni con Lauría, la productora que lo llevó al Gran Rex y pronto lo pondrá en el Luna Park, con cuyo dueño (Federico Lauría) tiene un arreglo de palabra. “Él quiere ser libre”, dice Sandra. “A mí, como madre, me hubiera gustado que firmara un contrato, más que nada para que le den un marco. Pero respeto mucho su necesidad de libertad. El otro día, le dije: ‘Mirá, Mauro, si el productor o el manager te dicen que no podés hacer algo, pasátelos por el culo. Acá el artista sos vos’.”
En el último tiempo, Sandra y Duki volvieron a acercarse, sobre todo desde que su padre, Guillermo, se sumó al equipo de trabajo de su hijo en junio. Pero no fue fácil. A mediados de noviembre del año pasado, justo una semana antes del lanzamiento de “Loca”, los portales argentinos levantaron la noticia de la muerte del rapero estadounidense Lil Peep por sobredosis de Xanax y Fentanyl (un opiáceo al que también se le adjudicó la muerte de Prince), y el primo de Duki, que lo había visto meterse ocho o diez pastillas de esas en la boca como si fueran caramelos, alertó a la familia. “Salvando las distancias, no sabés las veces que pensé: ‘Qué suerte que tuvo la madre de Maradona, que era una ama de casa y no se daba cuenta de las cosas’”, dice Sandra. “Porque yo sí me di cuenta de la que se venía.”
Por pedido de su familia, que llegó una mañana a La Mansión a tratar de ponerle un freno en una suerte de intervención amable, Duki dejó el Xanax de un día para el otro. No se hizo ver por un médico, sino que, como en esa escena clásica de Trainspotting, se encerró casi una semana solo en su habitación, aguantando temblores, vomitando cualquier cosa que comiera, hasta que su cuerpo se estabilizó. “Fue una pelotudez por ser un pendejo forro”, dice Duki. “Me enganché con esa pastilla de mierda… Tuve ataques de pánico, escuchaba voces. Pero me la banqué. Sabía que era karma que estaba pagando por mis cagadas. Me miraba al espejo y me decía: ‘Yo estoy revolucionando la música, ¿cómo voy a dejar que esto me frene?’. Lo tomé como un desafío. Uno de esos días, vino Federico, que ya era mi manager, y me dijo: ‘Te cerré tres fechas por 15 lucas’. No lo podíamos creer. Salí con más fuerza que nunca.”
“A Mauro le sobra actitud”, dice Sandra mientras termina su té. “Siempre se paró de una manera ante la vida que… Mirá, cuando tenía 3 años, Papá Noel le trajo el disfraz de Goku [de Dragon Ball], y el pibe se puso ese traje como hasta los 11, ya no le entraba más. Yo le decía: ‘Mauro, se te marcan las bolas de costado’. Pero él se paraba así en la vida: como Goku.”
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Si en el verano Duki se recibió de rockstar, fue porque, por ejemplo, en diciembre despidió 2017 con un show en Pinar de Rocha –la clásica disco de Ramos Mejía–, por el que cobró 30.000 pesos. Pero, a los pocos días, se enteró de que Maxi “El Brother”, el empresario de la noche que había estado a cargo de la negociación, le había cobrado 60.000 al boliche. Duki no volvió a trabajar con él (“Es un salame que nos quiso comer el cuello”), pero la experiencia le sirvió para subirse el precio.
Enero lo arrancó tocando en Punta del Este, una ciudad a la que nunca había ido, y tuvo que escaparse de un Burger King porque unas 60 personas se le fueron al humo para pedirle fotos. Esa misma noche, el abogado Fernando Burlando pidió conocerlo en un show. Al día siguiente, Duki viajó directo a Córdoba, donde le armaron un VIP en un boliche con bailarinas de Showmatch, pero a él la situación lo incomodaba, porque estaba saliendo con Lola Magnin, una modelo de 18 años. (Una vez, Sandra comentó en el Instagram de Duki: “Mauro, ¿hace falta que pongas una foto del culo de tu chica?”. Al otro día, Duki bloqueó a su madre.) “Yo lo vi: las chicas se volvían locas”, dice Facundo Ballve, fotógrafo y director que siguió a Duki de gira y filmó varios de sus videos, entre ellos los de “Loca”, “Quavo” y “Rockstar”. Duki también tocó dos jueves seguidos en Pueblo Límite, el complejo gigante de Villa Gesell, donde se rumorea que cobró al menos 100.000 pesos por show. Ese fue el quiebre, el hito que terminó de voltear las miradas hacia él y lo estableció como el último gran fenómeno juvenil de la música argentina.
En febrero protagonizó una polémica después de irse de General Pico sin tocar, cuando ya estaban las entradas del show vendidas. Los organizadores reconocieron que habían tenido dificultades para juntar los 135.000 pesos del caché acordado, pero prometieron pagar más adelante si Duki salía al escenario. No salió. “Quiero que sepan que a mí no me pagaron un peso”, les dijo Duki a sus fans en una historia de Instagram. “Su plata la tienen los dueños de ese boliche. Hablen con ellos.” A fin de mes subió un nuevo video, “Si te sentís sola”, el último tema que hizo con Omar Varela antes de que se pelearan: tiene 50 millones de reproducciones. (La pelea ocurrió porque Duki le ofreció a Varela que fuera su DJ y lo acompañara en los shows, pero el productor se negó. “Es un bobo egoísta”, dice Duki. “Le re cabió.” Hoy Varela trabaja con Khea y Ecko, entre otros artistas.)
En marzo, Bad Bunny –el caso más emblemático de ascenso vertiginoso en el trap latino: hace dos años era cajero de supermercado en Puerto Rico– hizo un remix de “Loca” al que le agregó una estrofa propia, dándole al tema 100 millones de reproducciones más. Pero Duki ya estaba en otro lugar. “Si yo hubiera hecho lo que quería escuchar la gente, habría sacado más temas comerciales como ‘Loca’, re Disney Channel”, dice. “Pero yo soy trap, amigo, yo soy real. Así que dije: ‘Fuck that shit’. Y armé Modo Diablo con Ysy A y Neo Pistéa.” De hecho casi al mismo tiempo que el remix de “Loca” salió el video de “Quavo”, que fue el primer gran hit de Modo Diablo, y en el que Duki canta: “Si quieren brillar les presento a mi joyero/O a mi contador si hay problemas de dinero/Dicen que voa’ ser rico, tantas fechas en enero/Que me sigue la AFIP por mis aumentos financieros”.
Es una estrofa a la vez desafiante y sincera, en la que Duki asume el riesgo de exponer su realidad sin filtro, y en la que logra esquivar los lugares comunes en los que suele caer el rock contemporáneo cuando pretende reproducir una actitud contestataria. A priori, el fetiche que el trap tiene con el grunge y la figura de Kurt Cobain –las remeras y los tatuajes de Nirvana son habituales en la escena– resulta extraño, pero tiene sentido cuando se lo piensa en este contexto. Cobain odiaba ostentar, pero fue un outsider que vivió rápido y cambió las reglas de la industria sin pedir permiso. Y eso es exactamente lo que Duki estuvo haciendo este verano.
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Ahora es la noche del viernes 4 de mayo y estamos en la puerta del Gran Rex, donde los vendedores ambulantes ofrecen remeras no-oficiales con la cara de Duki. Es su primer show en uno de los teatros más emblemáticos de Buenos Aires; sin embargo, la producción decidió no acreditar a ningún medio. La verdad es que Duki no necesita de la prensa (agotó el Gran Rex sin haber dado una sola nota importante en su vida), pero, además, su equipo tiene miedo de que este debut en un contexto más “formal” no salga bien, y que eso repercuta negativamente en la venta de tickets para el Luna Park. “Venís, pero con una condición”, me dice alguien cercano a la organización. “Que no escribas nada sobre el concierto.”
El promedio de edad dentro del teatro debe ser de 14 años. Hay filas enteras de butacas ocupadas por niños, con un padre designado cada tanto. Después de más de 100 recitales en boliches, hoy es una de las pocas oportunidades que los menores tienen para ver un show de Duki, y la están aprovechando.
Los primeros seis temas son raros. Duki sale a escena vestido con un jogging New Balance negro, una chomba Lacoste roja y una capa, acompañado por un baterista, un bajista y un tecladista. “Mi sueño siempre fue tener una banda de rock”, le dice al público, “así que agarré mis temas viejos y los reversioné para hoy”. La lista de este tramo incluye “No vendo trap” y remixes con letras propias de temas de Jaden Smith (acá Duki se equivoca y corta el tema por la mitad) y Cardi B, pero el sonido es oscuro, casi industrial. El público no termina de conectar.
Después de un intervalo con bailarines, la banda desaparece y Duki vuelve acompañado por un DJ que dispara las pistas para que él cante algunos de sus hits –“Si te sentís sola”, “Loca”, “Hello Cotto”–, intercalados por temas de sus compañeros de Modo Diablo: Ysy A sube a hacer “Pastel con Nutella” (un tema inclasificable de trap experimental) y Neo Pistéa canta “Messi”, el primer track que compuso como artista de Sony. Los tres están vestidos con trajes de motocross coloridos, porque desde hace un tiempo decidieron rebautizar su estilo: ellos no hacen trap, dicen, sino “Motosport” (probablemente un homenaje a Migos).
Para cuando llega el segundo intervalo (con grafiteros), el Gran Rex está encendido y todavía queda el tramo final, en el que los Modo Diablo y sus amigos copan el escenario en grupo y hacen más hits: “Hijo de la noche”, “She Don’t Give a Fo”, “Quavo”... Es una hora y media que va de menor a mayor, y que de ninguna manera debería tener consecuencias con vistas al Luna. A la salida, me pregunto qué estarán pensando los padres de estos niños después de escuchar las letras de Duki sobre drogas, putas y joyas que sus hijos cantan como si entendieran de qué se tratan.
“Odio que los nenes escuchen mis letras”, dice Duki otro día. “Pero, al mismo tiempo, me gusta hablar de lo que vivo, porque me vuelve real. Creo que a los pibitos les gusta por eso: más allá de que no entiendan, todavía tienen una pureza que les permite percibir que ahí está pasando algo que es de verdad.” A Duki le gustaría que su público fuera más grande, pero entiende que su fenómeno se gestó en Internet, y que Internet –especialmente YouTube– es un terreno dominado por niños. En ese sentido, el ascenso bestial de Duki no está tan alejado del de cualquier youtuber exitoso, que crece a espaldas de los grandes medios pero es famoso para los menores de 20. (De más está decir que a Duki no le gusta nada que lo comparen con un youtuber.)
En general, Duki está bien predispuesto para la charla durante los diversos encuentros que demandó esta nota, pero hoy está cansado: las ojeras y la voz ronca no lo dejan disimular que la de ayer fue una noche larga. Esto, claro, en el caso de que tuviera alguna intención de disimular, lo cual por supuesto no está pasando: tiene las manos en los bolsillos de un buzo oversized, la capucha puesta y contesta con monosílabos. Además, está triste: acaba de mudarse con un amigo que hace unos días tuvo un accidente de auto bastante grave (y al que todavía no pudo ir a visitar al hospital), y hoy, finalmente, le devolvieron la llave de La Mansión al dueño. “Me da paja dejar esa casa”, dice. “Si fuera por mí, la seguiría pagando hasta el último día. Pero bueno, va todo muy rápido.”
Durante el último tiempo en La Mansión, la convivencia se había vuelto imposible. Nunca había menos de diez amigos instalados, ninguno se hacía cargo del orden ni la limpieza y, según Duki, las chicas que invitaban sus amigos le robaban la ropa. Él ya no invitaba chicas, “por el tema de la exposición”.
“Este es mi momento de empezar a profesionalizarme”, dice. Hace un par de semanas, Guillermo, su papá, renunció a sus dos trabajos para estar más cerca de él, y Duki le firmó un poder para que pudiera hacerle todos los trámites que él nunca hace, empezando por regularizar su situación ante la AFIP. “Entró mucha plata en negro en muy poco tiempo y tuve que meterla en el congelador”, dice Duki. “De repente, un pibito que ni existía hizo un par de millones.” El tema ahora lo preocupa: para cuidar a su mamá y a su hermana, pidió que no apareciera ninguna foto de su familia en esta nota. Al mismo tiempo, el ideal de Sandra de que su hijo esté “más contenido” empieza a materializarse.
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Duki llega casi puntual al estudio de fotografía de Rolling Stone para la sesión de portada y lo primero que dice es: “¿Tenemos tiempo de ir hasta Hell’s Pizza y volvemos? Es acá a unas cuadras”. A diferencia de lo que se ve en sus shows, videos e historias de Instagram, hoy no está rodeado de amigos sino de su papá, que está tratando de pasar la mayor cantidad de tiempo con Duki para fortalecer el vínculo. (Dos días después de esta sesión, saldrían juntos hacia Madrid para empezar su primera gira por España.) Debe ser la sesión de tapa de RS menos concurrida de la historia: apenas un padre y su hijo, sin managers ni encargados de prensa ni allegados curioseando. El único que está es Tachu, el hijo de Víctor Heredia, que se ofrece a ir a buscar el almuerzo. “Así ustedes arrancan”, dice. Son las seis de la tarde.
Lo primero es el maquillaje, y Duki quiere tomar algunas decisiones. No hizo muchas sesiones de fotos en su vida, pero en general la pasa mal, porque le tapan los tatuajes de la cara. “Mirá”, le dice a la maquilladora. “Si es por algo de la luz, todo bien. Pero si es para disimular mi cara de hecho concha, no me maquilles. No me molesta salir así. Es más, yo quiero salir así: real.”
Durante dos horas, Duki se divierte. Exhibe orgulloso sus cadenas, pulseras, anillos y tatuajes (según su cálculo, tiene puestos unos 300.000 pesos encima), se agacha en pose de cangrejo para hacer el clásico pasito del trap, baila un poco, se saca el camperón Lacoste, se lo vuelve a poner, hace gestos y monerías. “Le podrá ir bien o mal, pero indudablemente encontró lo que le gusta”, dice su padre mientras mira todo desde el fondo, casi escondido. Para Guillermo, ver a su hijo así de comprometido todavía es algo nuevo.
“Me preocupan un poco las malas compañías”, sigue. “Porque Mauro es una persona muy emocional. Si no está bien afectivamente, no funciona. Se le va a empezar a pegar un montón de gente, él se va a comer la del amigo, y después va a sufrir. Hay que cuidarlo del entorno. Y nosotros somos la familia: nunca lo vamos a cagar.”
Ahora Duki hace unas tomas acostado en un sillón, primero soltando el humo blanco y espeso de su porro como los raperos que le gustan, y después con una porción de pepperoni. “Quedé re loco”, le dice a su papá cuando termina. “¿Viste que yo siempre te digo que el porro lo comparto? Bueno, acá me lo fumé todo. ¿Me das plata? Me quedé sin marihuana…”
Afuera ya es de noche y hace frío. Duki se pone el camperón, se sube la capucha y, antes de que salga a la calle, acordamos mantener esta nota en secreto hasta que la revista llegue a los kioscos. “Obvio, yo nunca anticipo nada”, dice él. “Hay mucha gente tirando mala energía, y nunca sabés quién te puede cagar un sueño.”
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