“Que nadie sepa mi sufrir” o “La foule”, la canción que compuso un argentino y que Edith Piaf hizo inmortal
Dio la vuelta al mundo, tuvo una gran versión local en la voz de Alberto Castillo que llegó a oídos de Edith Piaf y tanto los peruanos como los mexicanos reclaman como propia; sin embargo son dos argentinos los que firmaron el tema original que tuvo y tiene más de 700 versiones
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Podría ser el guion de una película: Una pareja se conoce en un baile, todo es fiesta, sol y alegría. También música, gritos y risas. Y el flechazo es inmediato. Pero es “La Foule”, una de las canciones más exitosas del repertorio de Edith Piaf.
Arrastrados por la multitud que nos lleva/ Nos arrastran.../ Aplastados uno al otro/ Formamos un solo cuerpo/ Y la gente sin esfuerzo/ Nos empuja, encadenados el uno al otro/ Y nos deja a ambos/ Risueños, embriagados y felices.
Pero la multitud (tal el título francés de la canción) los arrastra de un sitio del salón a otro, como en oleadas de personas, baile y swing. Y cuando los amantes, en los remansos de esa ráfaga de cuerpo, vuelven a encontrarse y a verse a los ojos, como dos peces que se encontraron en cardumen, la marea de personas no tarda en separarlos en el mar de la pista de baile. Como en la escena de Amor sin barreras (ese Romeo y Julieta entre norteamericanos y puertorriqueños en las calles de Nueva York) cuando los amantes se conocen en la pista de baile, y el público y la música y el mundo entero quedan fuera de foco y desdibujados en torno a ellos.
Lucho y discuto/ Pero el sonido de su voz/ Se ahoga con la risa de los otros/ Y Lloro de dolor, furia y rabia/ Y lloro.../ arrastrada por la multitud que avanza/ Cierro los puños, maldiciendo la multitud que me roba/ Al mismo hombre que me había dado/ Y que jamás encontraré...
La canción es “La foule” (“La multitud”). Y, junto a “La vie en rose” y “Non, Je ne regrette rien”, forma el canon de canciones más exitosas de Edith Piaf. Además de ser un perfecto drama amoroso de encuentro y desencuentro doméstico, porta dos hallazgos notables que la conectan con hitos que llegarían más tarde: al igual que en El baile, de Ettore Scole, película contemporánea (1983) y sin embargo, muda, la acción transcurre sólo en un salón de baile. Y como en el clásico de Pink Floyd, “Wish you Were Here” (1975), nos revela que hasta un espacio ínfimo puede separar a dos, como si flotaran en el océano: “somos dos almas perdidas / nadando en una pecera, año tras año”, como cantan David Gilmour y Roger Waters.
Pero la canción, que Piaf grabó en 1957 es en realidad una muy particular versión de “Que nadie sepa mi sufrir” de los argentinos Ángel Cabral (música) y Enrique Dizeo (letra), compuesta en 1936. Nacidos entre finales del siglo 19 y comienzos del 20, ambos artistas compusieron una obra vastísima, sobre todo por separado. Las credenciales de ambos llegan a músicos como Osvaldo Pugliese, Roberto Grela, Nelly Omar y Ástor Piazzolla, quienes interpretaron sus obras o las compusieron junto a ellos.
Cabral (nacido como Ángel Amato) fue además hijo de un guitarrista de Carlos Gardel. En 1936 ambos compusieron una canción que no era ni tango ni exactamente folklore argentino. Era, en todo caso, un vals afroperuano. La canción, “Que nadie sepa mi sufrir”, también conocida como “Amor de mis amores” fue interpretada por un exitoso cantante de la época: Hugo del Carril. Pero su destino consagratorio tardaría en llegar hasta 1953, cuando llegara a la Argentina en medio de su gira latinoamericana, el gorrión de París: Edith Piaf. En algún momento de su estadía en Buenos Aires, en la que la Piaf se presentó en el Teatro Ópera de Buenos Aires, alguien le acercó el simple de “Que nadie sepa mi sufrir” por Alberto Castillo, “el cantor de los cien barrios porteños”. Y la canción y la cantante francesa tuvieron, como en una pista de baile en la que sólo se baila de a dos, una pasión instantánea.
De vuelta en París, Edith Piaf no traduce la letra. Tampoco la adapta “libremente”. Aquí el famoso proverbio italiano “traduttore, traditore” que nos viene a contar que la traducción literal siempre es traicionera, ni siquiera aplica. La cantante le pide al letrista Michel Rivgauche una letra nueva. Así nació “La foule” (La multitud). Y ya no se trató más de una canción que hablaba de las penurias de un hombre (o mujer) abandonado por su amante:
Amor de mis amores!/ Vida mía.../ Que me hiciste/ Que no puedo/ Consolarme/ Sin poderte contemplar.../ Ya que pagaste mal a mi cariño tan sincero,/ Lo que conseguirás/ Que no te nombre nunca más...
Luego de la adaptación d Piaf y Rivgauche, la canción, ahora con gran orquesta y el acento levemente más marcado, se convirtió en un éxito absoluto. Y como tantos productos culturales que al viajar a Francia regresan a su país de origen (y al mundo) legitimados, ahora la creación original también cobraba más fuerza que nunca. Pero en francés.
La compositora y cantante Daniela Horovitz, además de haber editado varios discos solistas, es parte del ensamble francófilo de La Impertinente Señorita Orquesta, un conjunto compuesto sólo por mujeres que interpretan -y en algunos casos reinventan con total ingenio- el cancionero de la chanson française. También investigan y recopilan las ligazón entre la canción francesa y la latina, pero lejos de la musicología y muy cerca del humor. Sus interpretaciones en vivo se convirtieron en un clásico de los café-concert en los últimos años.
“Para esa época, los años 50 -explica Horovitz- era más común cambiar la letra de una canción. O mejor dicho, había muchos menos controles que velaran por los derechos de los autores originales. Lo curioso de la versión francesa es que cambia absolutamente la letra original. Y más aún: el éxito global fue tal que la canción, al llegar a México, se convirtió en una ranchera mariachi muy popular tocada en fiestas de 15 y que los mexicanos reclaman como suya. Algo parecido ocurrió en Perú, porque es un vals peruano. Nosotros en La Impertinente Señorita Orquesta, cuando traducimos canciones del francés al español o viceversa, tratamos de ser muy fieles con la letra original. La música debe respetar esa emoción verbal original, su circunstancia. Por otra parte, esto lo hizo una enorme intérprete como Edith Piaf. Piaf, como Mercedes Sosa o Elis Regina trascienden con su voz y su forma de cantar las barreras del idioma. Son artistas-canales de emociones”.
Desde finales de los 60 entonces, su versión original y en castellano, que creció gracias a la francesa, no ha dejado de interpretarse una y otra vez. Sólo en las plataformas de música digital pueden encontrarse unas ¡700! (y seguramente debe haber más) versiones diferentes de “Que nadie sepa mi sufrir”. A Cabral la nueva vida global de la canción le otorgó (aunque tardíamente) un increíble beneficio económico que con lo recaudado a nivel internacional se compró una gran casa en Mercedes, provincia de Buenos Aires. Humilde y sorprendido, siempre confesó no haber entendido jamás el éxito de la canción ya que no le parecía que tuviera nada extraordinario.
En una charla de Argentores de 2012, la misma Susana Rinaldi recordó cómo, en los años 70 y viviendo en París, el sello Barclay le insistió que grabara “La foule”. Rinaldi se negó a hacerlo a menos que se reconociese a Cabral y no a Piaf como autor de la canción. Luego de muchas idas y vueltas el sello aceptó.
En Argentina, Soledad Pastorutti la volvió nuevamente popular en los 90. Pero las interpretaciones son imposibles de contabilizar. La versión de Julio Iglesias en italiano (“Arriangiati amore”) es ideal para consumo irónico y no desentonaría para el final de una película de Almodóvar o en un futuro Tarantino que quiera homenajear el giallo (películas de terror italianas muy populares en los 60). Ariel Ramírez grabó una exquisita versión folklórica. O como él mismo solía llamar a sus mejores creaciones, “bien criollita”. El grupo de rock y tex-mex Los Lobos ha incluido una versión en su extraordinario disco acústico La pistola y el corazón. A la hora de bailar, el público puede contar con la versión cumbiera de La Sonora Dinamita o la más cuartetera de los cordobeses Tru-la-lá. Y si se trata de ser un poco más originales, la versión milonguera de Omar Mollo con el bandoneonista Carel Kraayenhof (el de la boda de Máxima) es ideal para las pistas de tango. Y entre muchas, las versiones de Lila Downs, Raphael y Plácido Domingo.
La canción, que nació como una suplica de amor y autocompasión (“que nadie sepa mi sufrir”) en Argentina, se cantó como zozobra del amor en francés y sigue siendo y será patrimonio de la humanidad.
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