Por qué hay que ver el documental McCartney 3,2,1, un viaje al fantástico universo de la canción beatle
En los atrapantes seis capítulos de esta miniserie documental que este 22 de septiembre estrena Star+ , Paul McCartney construye con el productor Rick Rubin una charla magistral destinada a todos los amantes de la música
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No es casual que la puesta en escena de McCartney 3,2,1, la serie de seis capítulos que este miércoles estrena Star+ sea tan austera: lo importante esta vez (¡y por fin en una propuesta de este tipo!) es la música. El Beatle y Rick Rubin son los protagonistas de una conversación amable, fluida y llena de información sensible para los que están más interesados en las canciones -su génesis, su proceso de producción, los modelos que las inspiraron, sus secretos y trucos sonoros- que en ese tipo de datos adicionales que pueden ayudar para entender un contexto pero por lo general desvían la atención del que debería ser el foco principal de un documental dedicado a la creación artística.
La foja de servicios de Rubin, un productor sensible, inteligente y versátil que fundó el sello Def Jam Records, trabajó con Tom Petty, Beastie Boys, Red Hot Chili Peppers, U2, LCD Soundsystem, Metallica, Shakira y Eminem y además fue el responsable de la fabulosa resurrección artística de Johnny Cash en los años 90, fue un aval suficiente para que McCartney se entregue a una disección muy minuciosa de algunos clásicos del repertorio de The Beatles, siempre con su aporte personal como centro de gravedad, pero también enriqueciendo la conversación con detalles de todo aquello en lo que fueron decisivos sus compañeros de banda.
No hay nada que distraiga de esa charla profunda, pero llevada adelante en un tono coloquial, afable, directo y sobre todo didáctico: más que capítulos de una serie se trata de un set de clases magistrales de dos profesionales avezados que explican cómo funcionó aquel extraordinario laboratorio musical que se desarrolló a la perfección durante casi una década gracias a la libertad con la que se movieron cuatro artistas que dejaron una marca indeleble en la historia de la música popular del siglo XX. Y el escenario es óptimo: un estudio de grabación de aspecto austero pero con una sofisticada consola que Rubin y McCartney van manipulando para ejemplificar aquello de lo que están hablando.
La puesta en escena es ejemplar: imagen en blanco y negro -gentileza de Stuart Winecoff, el mismo director de fotografía del muy buen videoclip de “TKN” (Rosalía + Travis Scott)-, movimientos de cámara sutiles, material de archivo utilizado con criterio y no como mero relleno. Todo pensado para que el espectador se concentre en el objetivo principal. La dirección estuvo a cargo de Zachary Heinzerling, director texano nominado al Oscar en 2014 por el singular documental Cutie and the Boxer.
Las pocas veces que Macca se corre de lo estrictamente musical es para sumar datos que son importantes para, justamente, entender su carrera: a diferencia de Lennon -criado en un hogar con menos estímulos-, Paul creció escuchando el piano y los discos de su padre, en un ambiente donde la música cumplía un rol clave que terminaría forjando su futuro.
Pero el corazón de cada capítulo son las canciones: “Here, There and Everywhere”, la preciosa balada de Revolver compuesta por McCartney que despertó un inusual elogio de John; la inspiración francesa y el apuro con el que se resolvió “Michelle”, grabada en apenas una hora y media; el sueño con la melodía de “Yesterday”; el papel determinante de George Martin en los magníficos arreglos de cuerda del tema; la influencia de la música de Bach y el descubrimiento de la trompeta piccolo que marcaría el temperamento épico de “Penny Lane” en una emisión televisiva del Concierto de Brandemburgo nº 2 de Bach... O la construcción de las deliciosas armonías vocales de los Beatles a partir de las pautas establecidas por los Everly Brothers y, un poco más tarde, los Beach Boys.
McCartney no se priva de poner en relieve sus intervenciones, y para que eso quede claro es el propio Paul el que va regulando la mezcla, subiendo y bajando perillas de la consola del estudio de Rubin para poner el acento donde lo prefiere (fue él quien ideó la orquestación y el arrollador crescendo sinfónico de “A Day In The Life”, decidió incorporar el por entonces novedoso sonido de sintetizador Moog en “Maxwell’s Silver Hammer” y grabó la poderosa línea de bajo proto-grunge de “When My Guitar Gently Weeps” con un Fender Jazz Bass que solo usó en este tema, en “Glass Onion” y en “Yer Blues”).
Pero también reparte elogios para sus compañeros: John, George y Ringo tienen, cada uno, espacios dentro de la narración en los que deliberadamente se destacan sus roles, una solución elegante para esta operación de memoria y balance que ya se perfila como definitiva. Camino a cumplir los 80 años, Paul eligió con mucha sensatez limar cualquier atisbo de aspereza del pasado para ponerle un moño al relato vibrante de un fenómeno de dimensiones legendarias como el de los Beatles. Deja escapar algún comentario picante, pero lo hace con más picardía que maldad y suena entonces como el pequeño desliz de una gran estrella -¿quién, si no él, se podría permitir esas leves licencias?- sin ánimo de venganzas tardías.
Los escasos desvíos en esta narrativa tan específica son para darles lugar a ese tipo de revelaciones que suelen deleitar a los fans más obsesivos: la chica que inspiró “Dear Prudence” (la hermana de Mia Farrow, a quien los Beatles conocieron en el curso de meditación del Maharishi Mahesh Yogi en la India), la anécdota pedestre en torno a la invención del Sgt. Pepper (traducción errónea de Paul de un pedido de sal y pimienta que hizo un roadie en un vuelo con la banda) y los consejos vitales y profesionales de Little Richard, un músico por el que los Beatles profesaron siempre una devoción explícita. O incluso la huella que los cuatro de Liverpool dejaron en la vida de Rubin, fan declarado de su música pero también aficionado a la meditación gracias a la influencia de aquella famosa experiencia con el gurú que sedujo en los años 60 a más de un artista (Donovan, los Beach Boys), pero terminó mal: acusado de un intento de violación a Mia Farrow, fue defenestrado por los mismos Beatles en el tema “Sexy Sadie”, una deriva oscura que el documental omite.
No hay demasiadas referencias a la carrera solista de McCartney (que merecería, sin dudas, una película aparte), salvo menciones muy puntuales como la del proceso de producción de “Live and Let Die”, tema de los Wings compuesto especialmente para una de las películas de la popular saga del agente James Bond en 1973 y en el que George Martin tuvo un papel esencial.
Ahora quedamos a la espera de The Beatles: Get Back, la serie del neozelandés Peter Jackson (el director de otra saga muy exitosa, la del clásico de la literatura fantástica El señor de los anillos) dedicada a la grabación del álbum Let It Be, una historia cargada de alternativas dignas de esa película hermosa, apasionante e interminable que fue la carrera de una banda que hace rato consiguió su pasaje a la eternidad.
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