Pasado y presente de una figura que hace casi 40 años tiñó de humor el rock argentino y que en los 90 llevó el delirio a la TV; en una charla con LA NACION el músico habla sobre sus proyectos, recuerda grandes momentos de su carrera, su eterno cariño por Gerardo Sofovich y cuenta cómo se lleva con sus mellizos
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Son las 11 de la mañana y la moza acerca su bandeja reluciente a la mesa. “Acá tenés lo tuyo”, suelta, y apoya sobre la madera oscura la bebida que el entrevistado nunca pidió pero que todos en este bar notable de San Cristóbal ya conocen de memoria, porque en esta esquina con aires de almacén antiguo el tipo cae en la categoría de “habitué”.
Pipo Cipolatti recibe su Negroni con beneplácito y dice: “Ahhh… El café con leche de los borrachos” para referirse a eso que otros, más elusivos, llamarían un ‘desayuno de campeones’, mientras ataca el bowl de papas fritas crujientes y sacude como puede las migajas, que van dejando un rastro oleoso en su saco de terciopelo negro. “Estoy más acá que en casa”, sigue. “Vengo de varias mudanzas y no me ordené. Soy como un personaje del programa Acumuladores compulsivos, pero prolijo. Vivo en mi habitación; el living lo tengo lleno de cajas”.
Por estos días, el hogar es un tema complicado para el músico, que de hecho usa este café como base de operaciones para reuniones, entrevistas y otros menesteres, que luego va postergando en función de “imprevistos”. A saber: esperar toda una tarde al plomero porque la bacha de la cocina pierde, esperar al plomero (sí, otra vez) para reparar unos azulejos (“tienen filo y me corto cuando me baño”), firmar un contrato “que puede o no ocurrir” -pero hay que estar atento- y por sobre todas las cosas ver qué le dictará el ánimo, ese tirano que, parece, lo tiene a maltraer e impera sobre su agenda.
Además de las cuestiones domésticas y los cambios de humor, quienes se interponen por momentos y trastocan la charla son sus alter egos, unos curiosos personajes llamados Monseñor Faccini -inventor de aforismos en su mayoría impublicables-, Carlos Ucio, y Marcos Orette y familia (se aconseja leer estos nombres en voz alta). “La gente después no me cree cuando hablo en serio. Digo tantas estupideces… Es que no sé cuánto vale la pena ser sensato”.
Hasta que finalmente habla Pipo, el pelirrojo de anteojos y jopo imbatible, el hijo de un policía que nació en Valentín Alsina y creció en Parque Patricios en una casa llena de tíos, el que creó himnos delirantes en los 80 con Los Twist, le puso humor a la TV en los 90 y el que ahora, además de seguir tocando por su cuenta, explica, mientras se suena la nariz con un paño de rollo de cocina que carga bajo el brazo, dedica las tardes a ser su propio representante y amo de casa. Todas tareas con las que se lleva mal -reconoce- pero que siempre hizo. “Yo vendo los shows, armo gacetillas, hago los flyers, redacto el contrato. ¡Hasta Grinbank usaba un modelo de contrato que hice yo!”.
—¿Daniel Grinbank?
—Sí. Yo había inventado una cláusula por ‘percance meteorológico’. Si el show era al aire libre y llovía, el que contrataba tenía que pagar igual. Eso era para el organizador. Para el artista, la cláusula imponía solamente como causales de suspensión “enfermedad, prisión o muerte”.
—¿Estuviste en prisión y tuviste que cancelar?
—Nunca estuve en prisión. En un calabozo, sí. Después mi papá me sacaba. Eran procedimientos de aquellos años. El problema era que yo me olvidaba en casa el carnet del [Hospital] Churruca. Cuando me paraba la policía y entre mis documentos tenía el carnet, era otra historia. “¿Su padre está en la repartición?”, preguntaban. “Sí. Teniente Cipolatti, seguridad federal”. “Ahhh, bueno. Entonces andá, pibe”. Así zafaba. Mi viejo había entrado en la policía como instructor de judo. Era muy moralista. Creo que no le gustaba ser policía, simplemente tenía vocación antidelito. Pero nunca usó un arma para detener a alguien; le hacía una toma de judo.
—Hay una fijación con la policía en tus canciones. Hasta hiciste un corto (Operación norte, dirigido por Ezequiel Ábalos) donde encarnás a un comisario... ¿Qué decía tu padre de eso?
—Él no vio ese corto. No existía internet y nadie se lo mostraba. Pero no sé si era una fijación o una diversión. En mis temas también hablo mucho de religión, y soy agnóstico. La Iglesia católica me hizo ser agnóstico.
—¿Por qué?
—Y… La Iglesia no tiene cura (ríe). Mi papá no era católico, pero mi vieja era muy creyente. Entonces, me mandaron a catequesis. La iglesia quedaba a cuadras del Instituto Bernasconi, donde hice toda la primaria [y donde después se filmó el video de El estudiante]. Mi padre, para convencerme, me compró un Winco, que era como una Playstation 5 de esa época, y un disco simple: El twist del Mono Liso, de María Elena Walsh.
—¿De ahí viene Los Twist?
¡No! De ahí vino la iglesia... Me llevaron a la San Antonio de Padua. En catequesis me dieron un librito que sería una Biblia ilustrada, pero para mí era ciencia ficción: veía niños que volaban, bolas de fuego que caían del cielo… Y como eso se parecía a lo que leía en la colección Luchadores del espacio, me motivó a ir. Después empecé a observar las ceremonias, el confesionario. Yo iba y decía lo de siempre: “Me porté mal, le falté el respeto a mi papá…”, y me mandaban a rezar tres padrenuestro y tres avemaría. Un día se me ocurrió cambiar la lista de pecados: “Le robé plata a un ciego, pateé a un perro y le escupí la espalda a un compañerito”. Y me dieron la misma penitencia. Me decepcioné. Quizás desde ahí no creo en nada. Soy agnóstico, nihilista y escéptico.
—También sos muy lector...
—Sí. Ahora veo mal, pero leí mucho. A mí no me gustaba estudiar, me gustaba aprender. Nunca fui el traga de la escuela. En la secundaria me metí en un colegio industrial porque tenía curiosidad; quería saber cómo funcionaban las cosas. También me mandaron a aprender inglés. A los 17 me recibí de profesor.
—¿Sos profesor de inglés?
—Of course, my dear! (imposta un tono elegante). Ahora me olvidé la mitad de todo, pero estudié en el Liceo Cultural Británico. Sé leer en inglés y puedo hablar un poco. Podría cantar en inglés, pero yo no hago covers.
—Las letras de Los Twist siempre fueron mordaces. ¿Podrías hacerlas hoy en día?
—Yo puedo hacer lo que quiera. Hoy no se debe, quizás.
—¿Podés cantar hoy “Jabones flotadores”, por ejemplo?
—Sí. Lo hago, de hecho. Entiendo que hay ciertas cosas que no se deberían decir en estos tiempos. Pero también hay una cosa que se llama libertad de expresión y otra que se llama censura. ¿No me están censurando si no puedo decir algo? ¿No coartan mi libertad de expresión? Entiendo que hay que tener ubicación, sentido común. Pero de ahí a “no se puede”, no... Eso es censurar.
Ritmo colocado
—En octubre se cumplen 40 años del primer disco de Los Twist, La dicha en movimiento. Cuenta la tradición rockera que se grabó en 29 horas…
—¡Se grabó y se mezcló! En total fueron 29 horas y media: 10 horas un viernes, otras 10 el sábado y nueve y media el domingo. Y ahora va a salir una película que se llama así. Maxi Gutiérrez es el director. Es una comedia romántica que transcurre en 1983. Yo hago de productor de un programa de videos en ATC, que busca talentos jóvenes, algo que pegue. Y ahí alguien le habla de Los Twist. Así se intervincula la ficción con la realidad. Sofi Morandi hace de Fabi Cantilo y Julián Cerati, el sobrino de Gustavo, hace de mí. Guido Pennelli hace de [Daniel] Melingo.
—¿Qué postales te quedaron de ese momento? ¿Es cierto que el tu tumba tu tumba, de “Cleopatra, la reina del twist”, lo puso Charly García?
—Eso ya estaba. Lo que Charly hizo, como productor, fue corregirlo; marcó el groove de la batería. Y metió arte, por supuesto. Éramos unos niños. Grabamos casi todo en vivo. En algunos temas ni siquiera regrabamos la voz de referencia. Charly me prestó una guitarra, una Rickenbaker. Y mientras yo tocaba el solo en “Pensé que se trataba de cieguitos”, él movía la palanca de vibrato. Spinetta también vino un día y nos prestó otra guitarra para un show. Eso es lo que recuerdo. Pasó todo muy rápido. Íbamos al estudio, grabábamos, íbamos a dormir a casa...
—¿Dormían? ¿No seguían de largo?
—No. Nos íbamos a dormir. “Uhhh, qué aburridos”, van a decir algunos, pero era así. ¡Al otro día había que volver y seguir grabando!
—El nombre La dicha en movimiento también viene de la policía...
—Claro. Yo lo sabía desde antes. Mi papá me traía publicaciones de la editorial policial; editaban una revista que se llamaba La ronda y también libros, que le daban al personal. Un día, mi padre trajo el Manual de toxicomanía. Era muy pintoresco... “Trescientos lugares donde el adicto esconde la droga”, todo así. En el manual había un capítulo entero sobre la cocaína y una parte me llamó mucho la atención: “En la jerga de los drogadictos, a la cocaína se la suele llamar ‘la dicha en movimiento’”. Me pareció divertido. ¿Alguien decía: “Chicos, vamos a tomar un poco de ‘la dicha en movimiento’”? (ríe). Cuando grabamos el disco, me acordé. Tenía todo que ver con el espíritu festivo de las canciones. Y por 30 años nunca se supo de dónde venía ese nombre, hasta que a Melingo se le escapó en una entrevista...
—Más referencias al tema: “El primero te lo regalan...”
—Eso vino de una de mis tías, Dora. En mi casa de Parque Patricios vivíamos nosotros pero también mi tío Luis, mi tía Dora, mi tío Armando, el más viejo de los Cipolatti (que él pronuncia ‘sipolati’), que era payaso, y mi tío Mario. Mi tía Dora un día vio que yo iba a salir, se acercó y me dijo: “Ojo. No aceptes nada de un desconocido, mirá que el primero te lo regalan, el segundo te lo venden”. Años después... (se tienta), repercutió. Todos mis temas tienen algo de humor; no podría hacer una canción de amor.
—¿Te enamoraste alguna vez?
—No sé. La palabra amor no me cierra. Yo creo en la fascinación, en esas situaciones donde la cosa se pone primaverísima (risas). Después puede formarse un vínculo, algo mutuo. Pero el amor es un lugar común.
Lejos de 1983
—Cuando salió el primer disco de Los Twist era octubre y el país vivía la fiesta de la vuelta a la democracia. Este octubre también hay elecciones. ¿Cómo ve la actualidad un artista con tanto humor como vos?
—No me interesa. Yo no voto; la política me da impresión.
—Pero te afecta, como a todos...
—Lo que afecta es la realidad. Siempre digo que vivimos en un país alucinante, habitado por gente de mier... La otra vez un taxista me dijo: “Algo de plata debe quedar para que quieran seguir postulándose para cargos públicos”. Es tan simple como eso.
—¿Cuándo fue la época en que más plata ganaste?
—La época en la que más gasté (ríe). Y... en televisión. La TV ataca fue el programa en el que más trabajé. Antes había hecho De cuarta, en ATC. Después Videoscopio, un ciclo de clips musicales. Conducíamos con Andrés Calamaro, pero con otros nombres: éramos Nelson y Wilson Nilson. Me rajaban de todos lados a los dos meses por las estupideces que hacía, pero a mí me gustaron siempre los medios de comunicación.
—¿Y La TV ataca, cómo llegó?
—Yo iba mucho a la radio Rock & Pop, donde estaba Mario [Pergolini] para hacer entrevistas. Un día me llamaron porque Mario iba a hacer tele y me quería sumar para cubrir la farándula. Yo no sabía hacer esas cosas, pero igual salí a grabar. Se me ocurrió hacer informes de cosas que no pasaban, contadas como reales. Siempre fui fan de José de Zer; me parecía brillante que en un noticiero hubiera una novela, contada como verídica.
La primera historia que hice fue de una pelea entre Charly García y Alejandro Lerner, todo falso. Yo decía que Lerner lo había amenazado de muerte a Charly. Entonces iba a la esquina de Coronel Díaz y Santa Fe [donde por años vivió Charly García] y entrevistaba al kiosquero, al florista... Les decía lo que tenían que decir y salíamos. “Usted lo vio por acá a Alejandro Lerner?”. “Sí, estuvo el otro día y miraba mucho para allá”. “¿Le llamó la atención algo?”. “Sí. Compró cigarrillos y todos sabemos que Lerner tiene asma” (risas). La segunda historia fue con Fito Páez, que estaba poseído. Ahí se me ocurrió que necesitaba un partenaire. Surgió el personaje del Rabino Bernstein (Rolo Rossini). Pero la plana mayor del canal no veía con buenos ojos que hubiera un rabino haciendo esas cosas, entonces lo reemplazamos por Oscar Monseñor, que básicamente era el Rabino Bernstein pero vestido de monje. Eso derivó en un bon vivant chileno llamado Patricio Monseñor, y en Ozzy Monseñor, un heavy metal. Más tarde vinieron el Enano Garrison, que era un sátiro; el Coronel Canosa (interpretado por el bajista de Los Twist, Eduardo Cano), la Larva, que era el saxofonista (Damián Nisenson) y Céspedes y Barreiro. A Céspedes lo saqué de Feliz domingo, donde era extra. Y Barreiro fue uno que vi pasar por un pasillo de Canal 7. Estaban chochos. La gente los empezó a reconocer por la calle. Hicieron cada cosa... (risas).
—¿En esa época empezó tu relación con Gerardo Sofovich?
—Sí. Gerardo, que en ese momento era el interventor del canal, era un tipo muy especial, muy inteligente. Tanto así, que fue padrino de uno de mis mellizos [los otros padrinos fueron Paulina Karadagian -hija de Martín-, Fabiana Cantilo y Charly García]. El día de la ceremonia me decía “no pienso rezar el Padre Nuestro”.
Lo hicimos en una iglesia maronita [se refiere a la Catedral de San Marón], en Paraguay y Esmeralda, que había conseguido Paulina. Estaba Juanse [de los Ratones Paranoicos] también. ¡Creo que ese fue el disparador para su conversión religiosa! “Yo quieeeero mi velita, por qué no me la dan…” (lo imita).
—¿Cómo fueron los festejos, post ceremonia?
—Salimos de la iglesia, nos subimos todos a una limusina que había pagado Charly y fuimos a comer. También estaban mi mamá y (Mario) Socolinsky, que era el pediatra de los nenes. Los chicos nacieron sietemesinos, entonces Socolinsky iba a la clínica a visitarlos. Llegaba y caían serpentinas de las incubadoras... (risas).
El día en que les dieron el alta, la hija de Martín llevó a los Titanes en el Ring. Cuando salimos del Sanatorio Mitre, estaban los luchadores en plena calle, parando el tránsito a las seis de la tarde y aplaudiendo a los nenes.
—¿Cuántos años tienen hoy tus hijos?
—Tienen 21. Se llaman Giorgio y Donatto (pronuncia con acento italiano). No existe el nombre Donatto con doble ‘t’; él es uno de los pocos en el mundo, o el único. En realidad, como se adelantaron al nacer, yo tenía el nombre de uno nada más, que era Giorgio. Cuando nacen, la partera me pregunta: “¿Cómo se llaman?” “Giorgio”, digo yo. “¿Y el otro?” “Y… ¡el hermano de Giorgio! No sé cómo ponerle” (risas). Así fue.
Ahora están en España. Viven con un muy amigo mío y están esperando los papeles para radicarse. Juegan muy bien al fútbol; un par de clubes les echaron el ojo.
—¿Y a vos te gusta el fútbol?
—¡No! Tengo que pedir un ADN (risas). Soy el único familiar que tienen. Los Cipolatti somos el Triángulo de las Bermudas; no hay más que nosotros tres.
—¿La madre de los chicos [Flavia Ortiz, quien falleció en 2004] era hija única, tenía familia?
—No tengo idea. Yo sé muy poco. Los chicos me preguntaron muchas veces y siempre les dije lo mismo: “No tengo mucho para contarte, hijo. Desconozco”.
—¿Hace cuánto que no los ves?
—Ellos acá no vivían conmigo, vivían en la casa de un amigo. Nos veíamos cuando se levantaban temprano y venían a almorzar. Este año se fueron a Europa y ahora hablo más seguido con ellos. Allá les va bárbaro y están contentos. Y yo también porque zafaron.
—¿De qué?
—Zafaron de Balvanera, de San Cristóbal... Antes se hablaba de la ‘edad del pavo’, ahora es la ‘edad del paco’. A veces el entorno, todo lo sociocultural es peligroso... Por suerte a ellos les gustó siempre el deporte.
Say no more
—Hablemos del otro padrino de tus hijos. ¿Qué sabés de Charly?
—Hace más de 10 años que no lo veo. Yo sabía muy bien de qué se tratan esas internaciones forzadas. Lo he visto en mucha gente. Esos tratamientos, la medicación que se usa. Los neurolépticos no solo no logran que la gente deje de drogarse sino que van adormeciendo las neuronas para bajar la ansiedad, pero además se pierde la motricidad, la creatividad, la memoria afectiva, engordás y babeás. Y esas pastillas no se pueden dejar. Eso le debe haber pasado a Charly; le pasó a otros amigos míos también.
Parece que yo no era bien visto por el entorno de Charly. Él no me llamó, aunque tenía mi teléfono. Yo llegué a hablar con Palito (Ortega) cuando él estaba en su quinta. Sé, por amigos en común, que él hablaba de mí, que recordaba y se emocionaba, pero pasó mucho tiempo.
—¿Sabés si alguien del entorno musical lo puede ver?
—No tengo idea. Yo lo quiero un montón, fuimos mejores amigos. A veces pienso que me encantaría verlo; otras creo que mejor no. Tengo miedo de que no podamos reírnos como antes. Teníamos muchos códigos entre los dos. ¿Viste cuando te mirás a los ojos y ya sabés lo que piensa el otro? Era una química especial. Un tipo muy inteligente, García... Bueno, ya está. Pasemos a otra cosa.
—Tu gira actual se llama ACV, por “algunas canciones viejas”.
—Sí. Yo siempre bromeaba con una frase: “Voy a hacer tal o cual cosa antes del ACV”. Lo decía muy seguido, hasta que pensé que no era bueno decirlo tanto.
—¿Estás bien de salud?
—Sí, estoy bien (contesta rápido). Por eso transformé eso de ACV en siglas: algunas canciones viejas. Es lo que hago.
—¿Vivís de eso, Pipo? ¿Vivís de la música?
—Sí. En realidad, vivo y cobro plata cuando toco. De vez en cuando cobro Sadaic y hago jingles. Ahora quiero sacar un libro. Tengo muchas cosas escritas: casos policiales no resueltos, cuentos de terror para niños, leyendas del interior... Pero sí, no soy taxista; pasa el tiempo y yo sigo trabajando de músico.
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