El Beatle actualizó el milagro de su obra con una maratón de música en estado puro
A pesar de que el núcleo emotivo se compone de canciones escritas en los años 60, el show de Paul McCartney es cualquier cosa menos una experiencia nostálgica. Eso se debe, en parte, a la vigencia artística de Paul, a la consistencia de su catálogo de más de cinco décadas y también a ese aire celebratorio y desenroscado que destila en el escenario. Pero fundamentalmente se debe a la atemporalidad de la obra de los Beatles, una banda que no pertenece a ninguna generación, que es patrimonio de todas, y que es lo más parecido a un folclore universal que exista en este planeta.
Ese fenómeno en presente continuo se probó una vez más anoche en el Estadio Unico de La Plata, frente a 50 mil personas, en un concierto de dos horas cuarenta minutos en el que McCartney, a punto de cumplir 74, lideró una formación de quinteto con una vitalidad humillante. Desde el comienzo con "A Hard Day’s Night" hasta el cierre con el medley del lado B de Abbey Road ("Golden Slumbers"/"Carry That Weight"/"The End"), Macca condensa en esta gira casi todas las etapas de su obra, aun cuando el 60% del repertorio se desprenda de la discografía de los Beatles.
A la banda y al público les llevó un rato entrar en calor. La temperatura ambiente y la decisión de concentrar en la primera mitad sus distintas etapas solistas produjeron algunos altibajos climáticos, y Paul también fue ecualizando la voz, que alterna el tenor cascado de rocks de los Wings como "Let Me Roll It" o "Hi, Hi, Hi" con el registro crooner de "My Valentine" (dedicado a su mujer Nancy Shevell, presente en el estadio), un standard de esos que sigue escribiendo. Algunas de sus cumbres vocales con los Beatles, como "Here There and Everywhere", son inalcanzables para su rango actual, lógicamente más bajo que en los 60, pero acá no hay simulacros, ni una big band que lo haga descansar. Es un grupo de rock compacto y el trabajo de Macca en el frente es full time: pasa de su clásico bajo Höfner a la guitarra eléctrica, la acústica o el piano, siempre como si estuviera preparándose el porridge en la cocina de su casa.
Hay algo extraordinario y puro en la energía musical del show, en ese viaje en el tiempo carente de melancolía. Más allá del despliegue pirotécnico de "Live and Let Die" (un montaje que sólo un científico del pop como él pudo haber escrito) y de las muy ajustadas visuales, el vínculo con su público está hecho estrictamente de materia sonora, y de la relación personal que cada uno estableció con sus canciones. Paul tiene esa gestualidad escénica peculiar, con expresiones de una velada ironía británica y pasos de baile torpes que ensaya entre tema y tema, los que podría hacer una tía cool después de la segunda copita de oporto. Pero todo se basa en la belleza de su música, y en la actitud natural y positiva que emana, ya sea cuando toca "Blackbird" solo con la criolla en una plataforma elevada o cuando comanda la descarga de psicodelia circense de "Being for the Benefit of Mr. Kite!".
Con una década y media en la ruta, la banda que lo acompaña superó largamente el tiempo de vida de los Beatles y de los Wings; el millaje se les nota y no precisamente por el cansancio. Los guitarristas Brian Ray y Rusty Anderson reparten roles protagónicos, el multitiinstrumentista Paul "Wix" Wickens funciona como arreglador serial y Abe Laboriel Jr. sobresale como baterista y segunda voz. El concierto en La Plata incluyó muchos himnos ("Hey Jude", "Yesterday", "Let It Be"), alguna rareza ("In Spite of All the Danger", el primer tema que grabaron los Beatles, cuando todavía eran The Quarrymen), piezas de su notable cosecha reciente ("New", "Queenie Eye", una versión de "FourFiveSeconds", track que Paul grabó, como bajista, con Rihanna y Kanye West) y homenajes a los Beatles fallecidos: el tributo a Lennon "Here Today" (1982) y una versión inolvidable de "Something", de Harrison, que empezó con McCartney tocando el ukelele y creció con el ensamble escalonado de la banda, quizás el clímax emocional del show. En los bises, una nena del público se sumó para tocar el bajo y cantar en "Get Back". Fue una postal tierna que ilustró ese lugar sin tiempo que es la obra de Paul McCartney, el milagro vivo del pop.
Por Pablo Plotkin
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