Patti Smith, la artista fugitiva que se comió el mundo de un bocado
En el verano de 1975, Patti Smith tuvo su noche de los dones. Primero se ató los cordones de sus zapatos, se puso la chaqueta sobre el hombro y caminó dos cuadras hasta Other End, el boliche donde su banda, después de armar cierto alboroto en el CBGB, se disponía a tocar por primera vez con un baterista (Jay Dee Daugherty) y abrir su residencia de cuatro noches. A ver: esa muchacha todavía no era Patti Smith. Era una fugitiva capaz de desafiar el establishment del rock desde su habitación pulgosa del Chelsea Hotel, pero todavía no era Patti Smith. En todo caso, estaba a punto de serlo. Entonces era la muchacha que tomaba cerveza en los camarines y de repente sentía algo raro. Sentía, a falta de una palabra mejor, un cambio. Una modificación eléctrica en el ph del aire. “La noche, como reza el dicho, fue la joya de nuestra corona –cuenta en el libro Éramos unos niños –. Tocamos como si fuéramos uno, y el pulso y la fuerza de la banda nos rodeó como un espiral para llevarnos a otra dimensión. Aun así, con todo aquello danzando a mí alrededor, podía sentir otra presencia tan vívidamente como un conejo huele a un perro de caza. Él estaba ahí. Bob Dylan había entrado en el lugar”. La confirmación de su instinto la dejó tranquila. No era la primera vez que detectaba a esa clase de criaturas.
Extrañada por el mundo, Smith –que se presentará el jueves 21 en Buenos Aires– se pasó buena parte de su infancia entreviendo cosas más allá de sus ojos. En las noches claras y rurales de Deptford, por ejemplo, adivinaba gorros blancos y hábitos medievales iluminados por la luna o los faros de los coches. Incapaz de comunicárselo a sus padres (Grant y Beverly, empleado y cantante de jazz devenida en camarera) o incluso a sus hermanos, comenzó a desarrollar una gran vida interior. Como las heroínas de Carson McCullers, se asomó a la adolescencia con una mueca de incomodidad: espigada y taciturna, incapaz de adaptarse a la vida que le había tocado en suerte.
Algunas señales abrieron el camino. Una maestra le habló de las pinturas de Modigliani. Un libro de Rimbaud la imantó desde una vidriera. Su propia madre le regaló el Another side of Bob Dylan. El rock, en ése y en todos los sentidos, le calzó como un guante de seda. De manera que, siguiendo su mandato libertario, abandonó el trabajo en una fábrica, entregó en adopción a su hijo recién nacido y tomó el tren rumbo a Nueva York. "Fue el verano en que murió Coltrane –dice Smith–. El verano de ‘Crystal Ship’. Los hippies alzaron sus brazos vacíos y China hizo detonar la bomba de hidrógeno. Jimi Hendrix prendió fuego a su guitarra en Monterrey. La radio AM retransmitió ‘Ode to Billie Joe’. Hubo disturbios en Newark, Milwaukee y Detroit. Fue el verano de la película Elvira Madigan, el verano del amor. Y en aquel clima cambiante e inhóspito, un encuentro casual cambió el curso de mi vida. Fue el verano en que conocí a Robert Mapplethorpe".
Aun cuando eran unos fugitivos en el charco de la miseria neoyorquina, Smith y Mapplethorpe eran dos artistas arrolladores dispuestos a comerse el mundo de un bocado. Y si algo quedó claro después de la edición de Éramos unos niños, el libro dedicado a retratar aquel período y la relación con el fotógrafo, es el curso misterioso de su destino: que Patti Smith se haya vuelto universalmente conocida como cantante de rock es el resultado de una cadena fatal. Mucho antes de siquiera imaginarse sobre un escenario, la muchacha dibuja y pinta, toma fotografías, trenza collares, escribe poesía. Luego, casi accidentalmente, encuentra que el canto es un vehículo directo al corazón. Que, a mediados de los 70, la música rock conservaba cierto poder revulsivo. Desde luego, hay una epifanía: cuando el guitarrista Lenny Kaye toca los tres acordes de "Gloria" y Smith, alumbrada por un rayo, recupera los versos de uno de sus primeros poemas: "Jesús murió por los pecados de alguien / pero no por los míos". "Había escrito esa línea como una declaración de existencia –reveló–, como un voto para asumir la responsabilidad sobre mis propias acciones".
A bordo del icónico Horses (1975), el Patti Smith Group cruzó el océano y recibió la unción del punk rock. Aunque pertenecían a una generación anterior, absorbieron toda la mugre y la furia para componer las canciones de Radio Ethiopia (1976). A juzgar por el pietaje incluido en la película Rolling Thunder Revue, decir que Smith vivía esos días "al mango" es más bien poco. Un paso de baile anfetamínico, el foso ciego de la orquesta y un puñado de vértebras de cuello rotas la obligaron a parar. A reorganizar la tropa. Easter (1978), el disco producido por Jimmy Iovine, fue su golpe de knock-out: un bombazo capaz de comulgar su integridad artística con las necesidades generacionales del Top 40 y algunos versos para salir a grafitear: "el amor es un ángel disfrazado de lujuria / Aquí, en nuestra cama, hasta que llegue la mañana". Las canciones de Wave (1979), a su manera, anunciaron su casamiento con Fred "Sonic" Smith: el incendiario líder de los MC5.
A excepción del sereno Dream of Life (1988), Patti Smith no grabó ningún disco en los siguientes diecisiete años. Los periodistas, más preocupados que la propia artista, estamparon su marca sobre el período: hiato. No existió tal cosa. Patti Smith nunca tuvo una carrera: tiene una vida. Así, se pasó buena parte de los ochenta criando a sus dos hijos en una vieja casa de piedra cerca del lago Saint Clair, en el norte de Detroit. Ese jardín, que entregaba a la mano invisible de las estaciones, era el refugio donde se sentaba a pensar escoltada por dos sauces. Entre las enredaderas, los rosales, los nidos de las palomas y un solitario peral. Una vida quieta que, el 4 de noviembre de 1994, llegó traumáticamente a su final con la muerte de Smith. Cuando recién comenzaba a procesar la ausencia, sobrevino el fallecimiento de su hermano Todd. La poeta no agachó la cabeza. A la muerte de la luz, como el célebre poema de Dylan Thomas, Patti Smith respondió con rabia.
Gone Again, su disco de 1996, todavía da escalofríos. Escoltada por su vieja banda, Smith cabalgó a través de esas once canciones como un jinete del apocalipsis. Una aparición para la generación del grunge ("About a Boy", como es conocido, está dedicada a Kurt Cobain) y la era dorada de MTV. Instalada nuevamente en Nueva York y acompañada por amigos como Michael Stipe, definió su programática: vivir en permanente estado de arte. Así como Bob Dylan se subió al Neverending Tour, Smith abrió los brazos a todo: giras y discos, muestras de polaroids, viajes y libros, artículos en The New Yorker, una película, manifiestos políticos e instalaciones. En ese sentido, su disco de versiones la define tanto como su fallo en la ceremonia del Nobel o cada una de las lágrimas y los mocos vertidos sobre el piano de Philip Glass mientras leía aquel poema de Allen Ginsberg.
Su método de trabajo se volvió la vida. Por ejemplo. En marzo de 2009, Smith y Lenny Kaye se embarcaron en el MS Costa Concordia junto a Jean Luc Goddard y su consorte de outsiders. Fue, en palabras de Patti, "un extraño y fructífero viaje". En lugar de plegarse al rodaje, Smith aprovechó la secuencia y trazó la cartografía de su disco Banga: un mapa capaz de unir universos tan distantes como Andrei Tarkovski, Amy Winehouse, Américo Vespucio, María Schneider o Neil Young. Así, con solo nombrarlos, añadió cada territorio a su propio mundo. La voz de Patti Smith, en ese sentido, tampoco es exactamente suya: es una columna de aire que viene desde el corazón mismo de aquello que llamamos rock & roll pero antes simplemente fue poesía. Ahora no tiene nombre.
La conexión argentina
Después de su concierto en el Festival BUE de 2006, Patti Smith honró a Fred "Sonic" Smith (era el 12º aniversario de su muerte) y Robert Mapplethorpe (hubiera sido su cumpleaños número 60) cabalgando en el Club Polo One de Pilar. "Cuando cabalgo no pienso en nada –escribió en su diario virtual– solo en el momento". Antes y después recorrió el cementerio de la Recoleta, se sentó en una mesa del Café Tortoni, repartió pines con la palabra peace y ofreció una antológica conferencia de prensa sin micrófonos para un puñado de periodistas. Nada mal para su primera visita a Buenos Aires. Su conexión argentina, sin embargo, recién comenzaba. Apenas Jorge Bergoglio fue ungido papa, Smith le mostró sus respetos e incluso ofreció un concierto en el Vaticano. Unos meses más tarde, publicó un artículo reverencial sobre César Aira en The New Yorker. "Conocí a Aira en una conferencia de escritores en Dinamarca –escribió–. Me emocionó tanto que estuviera ahí que me aproximé a él como atraída por un imán; pero cuando lo tuve frente a mí solo pude decirle que era increíble".Los encuentros del año pasado en el CCK, por lo demás, dejaron el plato servido para la épica del Luna Park.
Patti Smith se presentará el jueves 21 en el Luna Park, Corrientes y Bouchard.
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