El líder de Los Manseros Santiagueños encarna el fenómeno popular más rockero del folclore con una historia de vida difícil. Casi tanto como su carácter
“¿No tenés una más grande?”, dice Onofre Paz con el vozarrón de un gigante dolido. Está sentado en el primer asiento de una combi blanca y parece un chico dándole vueltas a la remera que tiene entre las manos. Es extralarge pero no le entra. En letras blancas, sobre el fondo borravino, se lee Corazón de Mansero. Es el título del último de los 46 discos que Los Manseros Santiagueños llevan grabados desde 1963. “Soy miembro fundador y el único que está en todos. ¡En los 46 aparezco yo!”, dice marcando el territorio desde la primera frase. Medio siglo esperó Onofre Paz a que llegara este momento. A que se estamparan remeras con el nombre de su creación. Pero le queda chica y el merchandising de la discográfica internacional –Sony, la misma de Babasónicos y Roger Waters– va a parar al fondo de la mochila Wilson que lleva a todas partes. “Me quedo con ésta hasta que consigan una que me ande bien”, dice empacado.
Es la mañana del 24 de mayo. En la Ciudad de Córdoba, la combi está estacionada en la puerta del hotel tres estrellas donde Los Manseros pasaron la noche. Aunque las presentaciones son breves, en diez minutos va a parecer que nos conocemos de toda la vida; y en veinte, ya están lanzando una seguidilla de cuentos contra sus vecinos tucumanos. “¿Sabés por qué en Santiago tapamos el asfalto con tierra? Para que no se lo roben los tucumanos.” Otro: ‘Mandarina, mandarina, ayer salí con tu sobrina’ –dice el tucumano. ‘Mandarina, Mandarina, ayer salí con tu mujer’ –replica el santiagueño. ‘¡Pero eso no rima!’ –se queja el tucumano. Y el santiagueño: ‘Pero yo salí igual’.”
Se ríen como si no lo hubiesen escuchado jamás.
“Hablando de mandarinas, por culpa de éste que anda siempre apurado, ayer nos dejamos los dos cajones que nos regalaron en Catamarca.” El reto de Paz es para Alito, un hombre paciente y el mediador de las tensiones que irán despuntando con las horas y los días. Pronto sueltan la lengua y se escapan infidencias. Onofre Paz mira la libreta y el grabador encendido, y resopla: “No vas a escribir eso. Hay que saber elegir”.
Lleva el pelo negro engominado hacia atrás, una constelación de lunares grandes sobre el perfil izquierdo y un ojo que parece envuelto en papel celofán. Con ése, sólo ve sombras. Una astilla le rasuró el iris a los 16 años mientras hachaba troncos en los quebrachales. Esa fue su salvación. Se rebeló, dejó el monte, agarró la guitarra y, de ahí en más, fue un hombre cantando las historias sencillas de otros hombres como él.
La combi atraviesa el centro. Alguien sube el volumen de la radio sintonizada en la AM de Cadena 3. Hacia allí van. “Me avisa la producción –dice el conductor– que Los Manseros ya están llegando.” Se los nombra siempre a uno por uno, en orden protagónico, respetando la jerarquía y antigüedad. El “Negro” Onofre Paz, primera voz, guitarra rítmica y bombo; Guillermo “Fatiga” Reynoso, tercera voz y bombo; Alfredo “Alito” Toledo, segunda voz y primera guitarra; Martín Paz, el hijo de Onofre, segunda voz, segunda guitarra, cuatro y bombo. A veces, el público rompe la regla y grita: “Fatiga, Fatiga”; “Te amo, loco”; “Cantate una vidala, Fatiga”. Si eso pasa, Onofre Paz, con sus 74 años, es capaz de acercarse a su compañero de 80 y, con la avaricia dulce de quien ansía ser el más querido, susurrarle al oído: “No te hagas el solista, vos. No ves que te alientan porque estás viejo”. (Fatiga falleció tres meses después, el 29 de agosto de 2016.)
La entrevista en la radio es la primera en una gira que nadie sabe muy bien cómo sigue. La agenda se irá armando y desarmando al andar. Los Manseros no tienen manager, por humildes, desconfiados, amarretes, o porque apenas si se acostumbran al éxito, a ser los nuevos héroes, los íconos, los puros: el último ejemplar de la chacarera más visceralmente tradicional. Mirtha Legrand los admira y reconoce en Los Manseros la excelencia del folclore. En su Facebook, el historiador Felipe Pigna recomienda escuchar “Canto a Monte Quemado”. Carlos Tévez es fanático. El plantel de River entrena escuchándolos. La hinchada de Talleres de Córdoba corea la melodía de “Siembra y labrador” en la cancha, y cuelga en las tribunas banderas de aliento con la letra de “Eterno amor”: “Desde siempre y para siempre contigo estaré...”.
“¡Viva la patria!”, grita el locutor después de los primeros temas que tocan en vivo. El hit es “Canto a Monte Quemado”, y las que adoran los fans: “Sinfonía silvestre”, “Desde el puente carretero”, “Siembra y labrador” y, por supuesto, “Eterno amor”. Son 500 canciones grabadas, un Disco de Oro en 1984, y diez temas que repiten siempre y sintetizan el mensaje mansero. Sólo necesitan tres líneas para conectar las guitarras y cuatro micrófonos; uno es para el bombo legüero. Con eso basta para que el público –de a miles y cualquier edad– delire. De eso se habla en la entrevista radial. Y de algo que se repite y repite, y que Onofre Paz larga al aire: “León Gieco nos bautizó los Rolling Stones del folclore”. Tal vez fue sentencioso, dice, una premonición. “Porque ahora la revista Rolling Stone se ha interesado en nosotros. Vamos a estar de gira por Córdoba con ellos [se refiere al equipo de RS] y después vamos a Gramilla, donde yo nací.”
Onofre Paz no dice que hasta hace tres años renegaba de su pueblo natal, que Los Manseros Santiagueños nunca tocaron allí, y no explica por qué. Tal vez para terminar de convertirse en leyenda necesita saldar las cuentas pendientes. Reconciliarse con el pueblo que tenía 300 habitantes cuando él nació. Ahora son 1.800. La mayoría es gente joven. Gente que se va. De eso se ocupa especialmente el repertorio, del desarraigo, de lo que queda atrás. Cuando sea viernes 27 de mayo, en Gramilla lo estarán esperando. El intendente va a agitar los aplausos para sanar “al hijo pródigo” que partió sin nada y regresa con gloria. Algunos van a gritarle en la cara a Onofre Paz el olvido de familiares y amigos. Otros se quedarán en sus casas para no cruzarlo. Pero la escuela dejará de dar clases y docenas de chicos harán una ronda a su lado. La mayoría del pueblo se mostrará orgulloso, lleno de interés, dispuesto a perdonar, si es que hay algo que perdonar.
Onofre y Los Manseros son los últimos de una especie. León Gieco los llama "los Rolling Stones del folclore".
Desde los 90, el tren pasa pero no se detiene en la estación de Gramilla, a 550 kilómetros de la capital cordobesa y a 100 de Santiago del Estero. Muchos de los que esperaban el convoy del Estrella del Norte para vender tamales, rosquillas, quesadillas, jaulas con canarios, se quedaron sin nada que hacer. Sin tierra fértil, sin río, sin hacienda, con tan poco alrededor, Onofre Paz podría ser el tren que el pueblo necesita para resucitar. En estos días fueron muchos los que imaginaron un viejo galpón abandonado convertido en peña. Ahí zapateaba Paz descalzo a los 6 años cuando llegaba el carnaval. Y ahí tocaba el músico que le enseñó a rasguear con una tabla y seis alambres en lugar de cuerdas. Imaginaron festivales, contingentes de fans inaugurando el turismo en el pueblo. Hasta pensaron en un monumento. Un monumento para el último juglar. Ya están componiéndole una canción, porque los homenajes hay que hacerlos en vida. Para el intendente “no queda mucho hilo en el carretel y traer a Los Manseros a Gramilla sería hacer historia”. Es amigo de Martín Paz desde hace un par de años, y su aliado en esta movida.
Pero faltan tres días para llegar a Gramilla y un malentendido hará que Onofre Paz llegue dos veces.
“¿Y cuál es la explicación de este furor por Los Manseros?”, pregunta el conductor de Cadena 3 redondeando la entrevista, y Paz responde: “Un misterio”. Les piden que toquen una más. Martín y Alito deliberan. Fatiga espera. Miran al fundador. “Me hacen creer que yo decido, pero yo canto y ellos cuentan la plata.”
Fin. El conductor desaparece y regresa cinco minutos después con un lechón. Deja la bandeja sobre una mesa improvisada en un pequeño hall. Ofrece tenedores y cuchillos; Paz se ayuda con pan. “Bien que me lo hicieron pagar”, bromea –o no– aludiendo a la media docena de temas que cantaron en vivo. Se sacude las migas esparcidas sobre el suéter Lacoste. Cuando no están en el escenario vestidos de gauchos, usan jeans, camisas rayadas, mochilas y zapatos negros bien lustrados, menos Martín Paz que usa zapatillas y no lleva reloj; el de Onofre es un círculo enorme y plateado. La gente de la radio se acerca, saca fotos, pide autógrafos. Se arma un pasamano de vasos descartables. Enseguida llega el locro en platos hondos de telgopor. Son las 11 de la mañana.
Las manos de Onofre paz tienen algo de torpes. Y dos dedos mochos en la derecha, el índice y el pulgar. A los 11 años lo mandaban a pelar caña de azúcar. Helado en el medio del monte se distraía y el cuchillo pifiaba las varas. Ese fue el segundo trabajo que tuvo. Antes, desde los 5, cuidaba cabras, mulas. La hacienda mansa. De ahí viene el nombre “mansero”. Se mira las manos como quien busca una explicación. “Quién iba a decir, ¿no?, que con estos dedos iba a tocar la guitarra.” Los entendidos dicen que no hay rasguido como el suyo. Un ritmo arrancado con mano llena. Y que su timbre de barítono atenorado, hace 50 años, te podía hacer temblar las pestañas.
Esa misma noche, martes 24, Los Manseros se presentan en la Plaza San Martín de la Ciudad de Córdoba. Hay 2.000 personas a las 9 de la noche, estrellas, y sobre las paredes del Cabildo luces de neón celestes y fucsias. Mientras esperan para subir al escenario graban notas para televisión, radio y medios gráficos. Cantan a capela para sus admiradores y posan con guitarras. Fatiga, con su bombo legüero. Los filman con celulares, los tocan, los besan y ellos nunca se niegan. “Nos debemos a la gente. Ellos nos pusieron en este lugar.” Se reivindican autodidactas, intuitivos, dueños de un ritual que tiene su fe puesta en la permanencia. Y les da resultado. “¡No cambien nunca, Onofre, nunca!”, vocifera un hombre cincuentón mientras le da palmadas en la espalda. El público les celebra el estilo inamovible, la melodía y ritmo ancestral que se repite. Onofre Paz es el heredero de lo que él mismo construyó –con otros– hace 60 años.
Medio siglo esperó a que pasara esto que, ahora, pasa seguido: tres, cuatro, cinco presentaciones en un fin de semana, con un caché que –aunque todavía supone menos de la mitad del que cobra, por ejemplo, el Chaqueño Palavecino– difícilmente baja de 300.000 pesos por show. La mitad queda para él; la otra se reparte entre tres. “Soy el dueño”, sentencia.
“Mi viejo se cree que el mundo gira a su alrededor”, dice Martín Paz. Tiene 40 años y frente a los demás –el padre (74), Fatiga (80) y Alito (64)– es el rebelde, el outsider de ese pasado de miseria en el que se hicieron un destino los más viejos. Martín Paz se acomodó rápido al estilo bon vivant. “¿Sabés cuánto vale ese vino que pediste?”, lo increpa el padre en uno de los almuerzos de la gira. “Más de 600 pesos. ¡Vos sí que ni te acordás de cuando no teníamos para comer!” En momentos como ése, cuando el vozarrón de Onofre le canta a su hijo sus verdades, parecerá que la gira termina. Pero no. Martín Paz se incomoda y se resiste a las órdenes de su padre, aunque no tanto como para negar los beneficios de la autoridad e intransigencia onofriana: “Es bravo. Pero sin su tenacidad, Los Manseros no estarían donde están. El mantuvo el rumbo sin transar con nada”. (Mientras esta edición de Rolling Stone va a imprenta, Onofre Paz insulta y echa del grupo a su hijo en medio de una actuación en el Festival del Carbón en Las Arrias, Córdoba.)
“Seré bravo, pero no por zonceras”, dice Onofre Paz.
Y la propiedad del nombre no lo es. Paz tumbó a varios en su carrera de larga distancia. Todo empezó allá por el año 59 cuando con Leocadio Torres fundaron el grupo original. Eran pibes cuando Paz y Torres se conocieron, y tenían menos de 20 años cuando Paz ganó un concurso en Santiago del Estero. El premio era el pase a otro certamen en Buenos Aires. El nunca había viajado. Torres sí y se ofreció a acompañarlo a la gran ciudad. Paz no ganó. Según él, estaba todo arreglado; si hasta el tanguero Argentino Ledesma –que después sería su mentor– revoleó un poncho al escenario como protesta, cuenta Onofre Paz. “El ganador era un tipo fachero, un minero de Río Turbio. ¿Alguien lo conoce?”, se pregunta. Nadie. “Y mirá dónde estoy yo.”
Decidieron probar suerte en Buenos Aires. Se quedaron juntos, Torres y él. Dormían donde podían y tocaban por comida. Fideos a cambio de valses peruanos, mexicanos y falsetes. En un bodegón de la calle Entre Ríos tuvieron suerte. Un mozo se hizo fanático y ponía presas de pollo debajo de los tallarines. De dúo pasaron a ser cuatro. Con Carlos Carabajal y Carlos Leguizamón (después de un paso fugaz de Agustín Carabajal) armaron la primera formación de Los Manseros Santiagueños.
En medio siglo hubo peleas, desencuentros, nuevos horizontes para algunos. La formación iba cambiando pero siempre alrededor de Paz y Torres. Ninguna duró más de cinco años, salvo la actual que lleva diez. Una de las más celebradas fue, a partir del 79, la que incluyó a Cuti Carabajal y Fatiga.
La última gran batalla –aunque no la única– la libraron sus fundadores. Leocadio Torres sufrió un ACV en 2005 y años después, cuando se recuperó y quiso volver a tocar, reclamó judicialmente la propiedad del nombre del conjunto. Para Paz fue una traición. Pero igual intentó un acercamiento y, según Martín Paz, le pidió que volviera. Torres no aceptó. Finalmente, el juez falló a favor de Paz, que quedó registrado como el dueño del 100 por ciento de Los Manseros Santiagueños. No es algo menor. Muchos músicos fueron parte y el público ni los recuerda. En cambio, el nombre mansero se impone en los escenarios con todo el peso de la tradición.
Después de eso, Torres formó otro grupo, Los Manseros de Leocadio Torres. Paz dice que no está bien para tocar pero que lo suben al escenario igual. Cada tanto, los fundadores del 59 se cruzan sin querer. Onofre vive en el primer piso de un edificio en el barrio porteño de San Cristóbal y, ahí mismo, tres pisos más arriba, vive también Leocadio Torres. (Torres falleció poco después de realizado este artículo.)
Tras idas y vueltas, Martín Paz ocupó hace diez años el lugar vacante. “Esta formación es la definitiva. De acá no se va nadie mientras viva.” Fatiga se ve cansado, anda mal de la garganta en un mayo bien frío. Pero cuando arranca la música se endereza y queda erguido, como si estuviese amarrado al palo mayor de una nave escuchando los sonidos que llegan desde el monte; la piel de cera, con los años borrados del rostro hasta que la presentación termina. En la Plaza San Martín hay gente bailando, y otros que lloran mientras escuchan “Añoranzas”. Un periodista, cerca del escenario, dice: “Con cuatro acordes, mirá lo que hacen”. La gente estalla apenas arranca el interludio. Reconocen cada tema con el primer rasgueo y ya sacuden los pies y mueven las cabezas al ritmo del repiqueteo del bombo legüero y su aro de madera. No hay quien no se sepa la letra y el arranque es un clamor alucinado. No hace falta sentir pasión por el folclore para que el corazón se dé vuelta y las palmas de las manos se enloquezcan queriendo acertar con el ritmo de la chacarera, así como no es necesario ser un fanático del fútbol para volverse un hincha ferviente cuando Argentina juega la final del Mundial.
La gente tararea, marca el ritmo con los cuerpos, se mira en el espejo mansero, en ese folclore original que adoran porque brota del lugar de donde vienen, pero que a la vez les regala una ilusión: la de alguna vez poder irse del pueblo. En eso piensan muchos pibes en la plaza. Que quieren ser como Los Manseros. Como ellos que cruzaron la frontera del pueblo y se hicieron ver en Buenos Aires, y en los festivales más importantes, con la simpleza bestial de lo que son, de lo que su música es. “Cuando salí de Santiago todo el camino lloré/Lloré sin saber por qué/ Pero sí les aseguro/que mi corazón es duro/ pero aquel día aflojé.” Un bis tras otro. La presentación se alarga. Pero nadie se atrevería por estos días a pedirles que bajen del escenario. Ni a escatimarles tiempo de aire en televisión. No últimamente. Antes sí. Por eso en el Cosquín de 2013, Onofre Paz dijo: “Nos echan del escenario. Se cagan en Los Manseros Santiagueños”. A fines de ese mismo año, llenaron el Luna Park y algo, según Martín Paz, cambió.
Tras ser aclamados por más de 100.000 personas y llegar al tope de los rankings de recaudación en Jesús María, Villa María y Cosquín, tantean las posibilidades del Olímpico Kempes. La fórmula del éxito: fidelidad a un estilo. Nada de artificios tecnológicos, nada de mezclas con ritmos caribeños, nada de impronta fiestera. La desaparición de clásicos del folclore –como Los Chalchaleros, Los Tucu Tucu, Las Voces del Alba– dejó un público ávido de tradición que Los Manseros supieron captar. Pureza, comunión, pertenencia. Una plena identificación.
“Con la chacarera de Los Manseros no te da por joder. Te duele acá”, dice tocándose el pecho un pibe con el pelo rapado y piercings, frente al Cabildo. “Te vas de tu pueblo buscando laburo y no podés volver ni de visita con el precio que tienen los pasajes. Ellos van cantando las verdades de todos nosotros.” La gente pide a los gritos “Canto a Monte Quemado”. Y lo llora. “Noche llena de misterio/calladas aves que vuelan/remontando a la distancia/sus sueños hechos tinieblas/Mirada del hombre simple/temeroso y tan sufrido/que habla con ruda nostalgia/de las cosas que ha perdido.” Diez de la noche, aplausos finales y un paisaje de puntos blancos que brillan como encendedores prendidos. Son cientos de celulares filmándolos.
La combi blanca espera a metros de la salida del Cabildo pero es imposible llegar. Los fans se abalanzan. Los rodean. A Fatiga le gritan: “Te amo, loco”. Es un tipo de 30 años que parece querer fundirse en él, sacarle la sabia. Fatiga es frágil. El único en un grupo de hombres robustos. Intervienen agentes de seguridad y lo escoltan de regreso al patio del Cabildo. Hay que esperar.
El pequeño incidente altera la agenda y no hay tiempo para cenar. Mil personas esperan en El Arañado, donde hace 75 años se celebró por primera vez la Fiesta Provincial de la Tradición Gaucha. Esa fue la semilla germinal de los festivales folclóricos que ahora crecen como yuyos por todo el país y que, sólo en Córdoba, suman más de 800 al año.
Son 140 kilómetros de viaje por una ruta difícil, llena de pozos, animales sueltos y una neblina azul.
A mitad de camino hacia El Arañado, Fatiga es el único con los ojos abiertos. No parece ser –este hombre viejo– el animal encendido que bate el bombo y le mete tajos al aire cuando entona una vidala. Estos días, su voz de tenor agudo no anda bien. Se le escapa finísima y quebrada. Al público no le importa y lo alienta. No esperan perfección sino la mística del que para muchos es el último intérprete de vidalas que le queda al folclore.
Pregunto si puedo hacerle compañía. Que sí, responde, pero que hable bajo porque los demás descansan. “Ayyyy, cómo decirte. Una vidala es una copla que sale del alma. Cuando el hombre anda solo, solo, solo. Y no hay más que la tierra y lo que la tierra da.” De su vida dice que no todo lo que brilla es oro. “Por ahí, nos va mal también. Ahora, gracias a Dios, vamos bien. He hecho mi casita en Rafael Castillo, tengo mi auto. Estoy completito.”
Con 45 años de antigüedad, es de los primeros manseros. Aunque durante cinco años quedó afuera porque estaba de novio, el amor lo demoraba y no cumplía. Entonces Onofre lo echó y él tuvo que empezar a trabajar en una fábrica de plástico como peón de limpieza. “Me costaba, me costaba. Yo venía de otra cosa linda y levantarse a las 4 de la mañana y trabajar hasta las 4 de la tarde. También la he pasado mal yo. Pero más bien que mal.” Tiene hijos músicos y tres nietos; uno vive con él. “Me ha salvado a mí ese chico. Yo me acordaba mucho de su abuela, de mi mujer, de Olga. Me lo mandó ella. Tiene 11 años y no sabe qué va a ser. Si futbolista... o si va a querer cantar. ‘No quiero sufrir igual que vos, abuelo’, me dice. Porque él ve cómo me cuesta salir de la casa. ‘Abuelo, te tienes que ir, no hay otra cosa’.”
A las 2 de la madrugada la combi llega a destino. Con hambre y cansancio, Onofre Paz larga: “Qué ganas de devolver la plata y volver a dormir. Pero la gente nos espera”. Aún no sabe lo peor. En el salón del Club Deportivo El Arañado, a las 2.15 le sirven el menú. ¿A quién se le puede ocurrir festejar el cumpleaños de la patria con ravioles de verdura? Para amortiguar el desencanto, Fatiga pide que le echen un poquito de vino a la Coca Cola. El pase de vasos se hace a escondidas de Onofre. Un empleado del club le entrega a Alito un papel doblado. “Decile que a mí me tienen que consultar”, desconfía Onofre. Se sirve gaseosa porque no bebe, tampoco fuma, no tiene ni un vicio salvo la comida y el billar. Si está en Buenos Aires, se pasa las tardes en Los 36 Billares, el bar clásico de Avenida Rivadavia donde le guardan su propio taco. Si ha perdido plata en su vida, dice que ha sido jugando al billar.
Alito, paciente como siempre, le explica a Onofre el contenido del mensaje. No es ninguna propuesta comercial, sólo el saludo de un antiguo conocido. Alito es el mansero mediador, un pacifista que sabe cuándo callar y que acerca soluciones si lo dejan. Un hombre enamorado, apurado por volver a su casa de La Banda, en Santiago, donde lo esperan una mujer joven, hijos, nietos. Uno está empezando a tocar el bombo. Es mucho más de lo que imaginó a los 26 años. Una madrugada, el auto en el que viajaba junto a otros tres músicos se incrustó de frente contra un camión. Alito fue el único sobreviviente. Tiene el cuerpo lleno de clavos y cuatro operaciones en la mano izquierda, que casi le amputan. Lo cuenta con la palma abierta. Pasando un dedo por las cicatrices que se confunden con las líneas del destino.
Onofre Paz paseaba a Martín en su cochecito. Al pasar por un puesto de diarios leyó el titular con la noticia de ese accidente fatal en la ruta. Se quedó duro. No hacía mucho, en el Chaco, había desafiado sobre el escenario a esos otros que se hacían llamar como ellos. Era 1979. “Que el público decida con su aplauso quiénes son los verdaderos Manseros Santiagueños”, dijo esa vez. Los otros no aceptaron el duelo y el problema del nombre siguió latente. Después de la tragedia, Paz y Torres visitaron a las viudas de los músicos y llegaron a un acuerdo. Desde entonces fueron los únicos manseros y santiagueños. Onofre Paz dice que la historia le pertenece y que un día va a contarla en un libro.
“¿Vos venís de la revista de Estados Unidos?”, pregunta en El Arañado un chico que ayuda con los cables detrás del escenario. Aunque no sea así, igual quiere una foto para subirla a Facebook. Otro de unos 15 años, lleno de pudor, pregunta: “¿Sos de la banda, vos?”. Tanto se ha repetido el nombre Rolling Stone en torno a Los Manseros que trae confusión. Igual, él quiere una foto para subirla a su Facebook.
Son las 3.03 de la madrugada cuando Los Manseros empiezan a cantar. De los techos cuelgan géneros blancos y rebotan luces azules. Hay vasos de plástico por el piso, restos de vino y Coca Cola. Se ven parejas, familias enteras, abuelos, muchos chicos de secundario. La Reina de la Tradición Gaucha ocupa un asiento en primera fila junto al hijo del intendente. Lleva un vestido azul, capa roja y corona; el cetro remata con la estampa de un caballo tallado en madera. Una bandada de chicos se cuela al salón por una puerta lateral, se arma un revuelo y Los Manseros piden calma. Los empleados del club arman un cordón, cuidan que no molesten a los que pagaron entrada. Para montar un show se necesita, más o menos, un millón de pesos según la grilla de cantores. Los políticos, interesados en ser parte, auspician con fondos municipales y de la gobernación.
Dos cordobesas lindísimas burlan el cordón de seguridad para acercarse al escenario. Le gritan a Martín Paz; una le hace señas con los brazos en alto, con los ojos, con la boca, el abrigo desabrochado, un velo transparente como blusa. Más tarde, cuando el show se termine van a sacarse una foto a su lado. Martín Paz es padre de tres hijos que nacieron en Buenos Aires. Lejos del influjo del interior, no hacen música ni escuchan demasiada chacarera. El está separado desde hace un tiempo y parece llevarse bien con su rol de galán. “Así es Martín, no deja nada para nosotros”, dice su padre en el micrófono regándole la fama, más por conveniencia que por convicción. Reciben cartas, visitas, números de teléfonos en papelitos. Difícil decir cuál de los dos es más coqueto. Se celan, cada uno mira con codicia a las mujeres que rodean al otro. Posan para las admiradoras sacándose chispas, metiendo panza y escondiendo papada.
"Quién iba a decir que con estos dedos iba a tocar la guitarra", dice Onofre, cuyo rasguido es único en la chacarera.
Es 25 de Mayo en Salsipuedes, 50 kilómetros al norte de la capital cordobesa. Se ven caravanas de autos, polvo, un solazo patrio, cientos de personas caminando hacia la entrada del estadio abierto del Orfeo Park, capaz de albergar a 25.000 personas y 7.000 autos. El complejo aún no está terminado pero se estrena con este festival y una grilla de habitués que incluye, además de a Los Manseros, al Chaqueño Palavecino, Los Huayra, Sergio Galleguillo, Dúo Coplanacu. Flamean las banderas de Coca Cola que aquí se combina con vino. A 40 pesos cada cosa. Se abre el tetrabrik y se usa de vaso y mezclador.
En el lobby del hotel cinco estrellas que tiene el complejo, Los Manseros se cruzan saludos con el Chaqueño Palavecino. Tan arreglado, tan poco gaucho el Chaqueño Palavecino. En el contraste con Onofre, Fatiga y Alito se entiende lo que dice de ellos la gente de a pie. “Los Manseros siguen siendo los mismos de siempre. Siguen siendo del pueblo.” Aunque de política no hablen jamás y el repertorio cuente carencias sin señalar culpables, con una quieta resignación.
El almuerzo en el Orfeo Park es la enmienda a los ravioles de verdura de la noche anterior. Hay buen vino, pan crujiente, bife de chorizo, locro. Antes de que sirvan el postre, una ejecutiva del festival entra al lobby desencajada, se acerca a la mesa y los increpa. Al parecer están anunciados para las 3.30 pm, falta media hora y ellos ni siquiera están cambiados. Onofre Paz dice que su horario es a las 5 pm y la mujer le retruca que eso es imposible. “Señorita”, dice Paz, “no me subestime. Soy artista desde hace 50 años”. La mujer se da media vuelta llevándose con ella la amenaza mansera: si no le gusta, devuelven la plata y se van.
El altercado no le quita el hambre. Pide que sirvan el budín de pan con crema. Todos se disputan la atención de la rubia camarera. El padre y el hijo afilan los cuchillos para el duelo. Durante el café, discuten entre ellos. “¿Quién dijo que era a las 5 pm?” Nadie sabe y se revolean responsabilidades. Antes de subir a sus cuartos para cambiarse, Onofre se queda un rato de pie, parado detrás de la silla de Alito, masajeándole los hombros para enderezarle la espalda. Son compañeros de viaje. Se mueven juntos de un lado a otro, siempre en auto, no les gusta el avión.
Fatiga viaja aparte. Con su hija Verónica que vive con él y es su sombra. Esta vez, a Martín lo acompaña Rodolfo Motta Luna. Un músico que fue amigo de Mercedes Sosa, que compuso para León Gieco y al que Ricardo Iorio le produjo un disco que no llegó a editarse. Ahora, viaja con el hijo de Onofre como amigo y colaborador. Escuchándolo, parece un artífice del relato mansero. “Históricamente, el Negro siempre quedó atrás. Julio Mahárbiz decretaba en Cosquín quién sí y quién no. Encumbraron a Carlos Carabajal como el ‘padre de la chacarera’ (se ríe). Si es así, entonces Paz es el tatarabuelo. El Negro es atemporal. Ya ves. Ahora, el pueblo se ha pronunciado. Que la Rolling Stone esté haciendo esta nota es una legitimación muy impresionante.”
Otra vez, Onofre Paz se sale con la suya. Pasadas las 5 pm, con el sol cayendo detrás de las sierras que rodean al Orfeo Park, Los Manseros suben al escenario y son ovacionados por 5.000 personas. Paz aclara la voz y se adueña del escenario con calma. Sabe que tiene lo que esperan de él. Ese misterio que comienza con el ritmo picaresco y ágil de la chacarera y que, pronto, con el hachazo de un rasgueo que llega desde el centro mismo de la Tierra, o el verso de una estrofa furibunda, va a partirles el alma. Eso pasa. Y entonces, un público difícil de imaginar tan ecléctico grita: “Olé, olé, olé, olé/ Mansé, Mansé…”.
Antes de actuar no ensayan. No hay rituales ni preparativos. La previa es un tiempo que dedican a complacer a sus seguidores. En alguna de esas esperas, Onofre Paz está posando para las fotografías. Un pañuelo blanco le rodea el cuello grueso. Lleva bordado su nombre en hilo de seda. Está sentado en un rincón, el poncho doblado sobre su regazo, cuando una mujer le pide una foto. El, a su vez, le pide que le arregle el nudo del pañuelo. Ella le ofrece una escarapela. El la invita a sentarse a su lado y, como si nada, despliega el poncho sobre sus piernas.
Los ponchos son exclusividades del pueblo de Atamisqui, reliquias que pueden llegar a costar 100.000 pesos. Hace un tiempo, a Onofre Paz le robaron uno. Y 400.000 pesos que guardaba en un cajón.
Como un Bob Dylan de las pampas, Onofre Paz cada tanto ofrece su escenario. “Vamos a darle lugar a un músico de La Banda que la viene remando.” Promediaba el show en el Orfeo Park cuando presentó a Motta Luna. Pantalones chupines bordó, camisa oscura ajustada, zapatos negros con plataforma y anteojos a lo John Lennon. En este viaje, el músico sorprendió a Paz con un tema que compuso junto a Esteban Barci. Ahora, cuando falta poco para partir hacia Gramilla, se lo canta por segunda vez en el bar del hotel. “Fue en su vida un peregrino de los que no hay más/Es camino, monte y río, siesta y soledad/Un guerrero que batalla desde el monte a la ciudad/Canta y seguirá cantando Onofre Paz.”
A Paz le gusta la figura del guerrero, siente que lo representa bien. No se recuerda un marido ejemplar ni el protagonista de un único y gran amor. “Pero he sido un buen padre. Nunca me desentendí de mis hijos. Aunque estuviera separado, siempre envié el dinero para que no les falte nada.” Martín y Mercedes son hijos de Silvia Balliardini, con quien en los inicios Paz compuso varios temas. Las dos menores, Florencia y Karina, son hijas de Yolanda, de quien enviudó en diciembre pasado. Viven en un departamento cerca de su padre. El se levanta, reza, toma mate cocido, ordena la casa, lava su ropa y después las visita. Cocina para ellas. Si come solo, pide algo en la rotisería. Eso hace también cuando se queda en su departamento de la capital santiagueña. “No es bueno estar solo. Canto para miles de personas y lo único que tengo al volver a la casa es la guitarra.” Para no ponerse triste enciende la televisión y busca documentales de animales.
“Lo esperábamos mañana, Onofre.” El intendente de Gramilla se ve confundido.
Es jueves 26, empieza a caer el sol y el pueblo parece un desierto helado. Un caballo y unas gallinas sueltas es lo único que hay: calles de tierra, casas bajas, hornos de barro, las vías del tren. “Todo el pueblo está preparando la comida para mañana. De todo va a haber, la televisión viene mañana, los chicos de la escuela con las maestras vienen mañana.” El intendente ve peligrar la reconciliación. Los Manseros se ven cansados para hacer un segundo viaje.
¿Quién dijo que Gramilla los esperaba hoy? Nadie sabe, las culpas van y vienen y el ánimo se empasta mientras esperan a que llegue el que falta. Una amistad retuvo a Martín Paz en el camino. La tarde se va. “Con esta luz no podemos hacer las fotos”, dice Nacho Arnedo, el editor de fotografía de RS. Y tal vez porque es el nieto de un santiagueño que ellos admiran, Nacho pueda inclinar la balanza a favor de volver al día siguiente. Mario Arnedo Gallo fue un poeta de culto en Santiago del Estero y el autor de temas que Los Manseros grabaron, como “Chacarera del cantor”, “Cuando el diablo anda en el vino”, entre otros. En 2012 se hizo un documental sobre su vida, Aire de chacarera, de Nicolás Tacconi. Ahí aparece Diego Arnedo, el bajista de Sumo y Divididos, hijo de Don Mario, en busca de sus raíces, encontrando en esa savia nativa y desenfrenada de la chacarera una hermandad con el rock.
“Aprovechemos la luz que queda para elegir un buen paisaje.” El intendente se ofrece de guía para buscar escenarios. Recorremos montes, estanques, salares. Tal vez, el retrato podría tener de fondo a la hacienda mansa. Hay cientos de cabras que cruzan la plaza todas la mañana para ir a pastar. La mitad del pueblo se enfurece y le pide al intendente que las mate o que al menos multe a los dueños. La otra mitad, en cambio, vive de esas cabras. El pueblo se divide con la hacienda mansa como divide su opinión sobre Onofre Paz. “El no quería decir que era de aquí. Decía por todos lados que era de La Banda. En los recitales, la gente nuestra le gritaba malas palabras, de todo. Martín fue el que le dijo: ‘¿Por qué no decís que sos de Gramilla?’. Y lo fue convenciendo de a poco. Recién desde hace tres años, Onofre dice que es de aquí.” Apenas asumió, el intendente quiso contratarlos, pero el presupuesto no le alcanzó. “Los Manseros son ídolos indiscutidos y los gramilleros somos defensores de ellos. A mí me gusta más Horacio Guaraní, un ejemplo. Capaz nos gusta más, pero somos de Los Manseros. Ellos son los que llevan Gramilla por todos lados... Mirá, Nacho, ahí, todas esas palmeras quemadas que están brotando verdes.”
Los festivales más convocantes son los de Córdoba, Tucumán y Salta. En verano se suman los del sur. “En Gramilla juntamos hasta 12.000 personas, y nos cuesta 600.000 pesos. Los intendentes nos vamos prestando artistas. Si yo contrato a uno y lo doy a otro pueblo, el intendente de ese pueblo me queda ‘debiendo’ un artista.” Así es como se mueve el millonario circuito del folclore nacional, y al intendente se le adivina el entusiasmo. ¿Cuántos artistas le quedarían debiendo por prestar a Los Manseros?
No se ven, pero entre la bruma, metidos en los matorrales hay pumas. Al llegar a la estación de Gramilla, la noche está completamente cerrada. Todos respiran aliviados. Onofre Paz ya se ha ido pero dejó dicho que mañana, viernes 27, Los Manseros volverán.
“Ahora estoy hablando yo”, dice Onofre Paz. Una mujer lo increpa por no haber saludado a su sobrino, por pasar a su lado sin reconocerlo. Unas 100 personas se han juntado en el galpón lindero a la estación de trenes. El intendente cumplió. Está la televisión, los alumnos de la escuela, músicos del pueblo, vecinos, un banquete con comidas típicas. Y está Onofre Paz buscando la reconciliación: “¿Cómo no lo voy a saludar al Cuchi, si es mi sobrino? Tenga lo que tenga, yo conservo la humildad. No quiero que me guarden rencor. No sé si son celos, si molesta que haya triunfado. A mí nadie me regaló nada. Yo he luchado. He salido de Santiago con una guitarra, con Leocadio Torres. No van a pensar que fueron todas flores. Huérfano de madre y padre. Me lastimé la vista trabajando en el campo. Pasé hambre en Buenos Aires. Golpeé puertas para grabar un disco. ¡Son más de 500 que tengo! Que tenemos, mejor dicho. Y mi trayectoria es bien larga, 53 años. Yo no quiero quedar mal con ninguno de ustedes. A todos los amo.”
Cada uno de los vecinos tiene algo para recordar de Onofre Paz y quiere contarlo. La familia humilde, honesta, los ocho hermanos, el padre trabajando en el ferrocarril, la madre con males de la cabeza, pasándose los días en la estación, esperando el tren y el regreso de una hija que se había ido. La madre murió cuando Onofre tenía 8 años y el padre, pocos años después. “Este negrito es el único que me ha salido inteligente”, le decía a Onofre, que de chico tenía una letra linda y una maestra llamada Alba Luz Santillán. Era peleador y como buen “chinitero” no se cansaba de perseguir a sus compañeras, a las chinitas más lindas las quería para él. Los lunes siempre se escapaba de la escuela porque era el día que les cortaban las uñas y él las necesitaba largas para poder tocar. Juan Carlos Barbosa le enseñó con la tablita y las cuerdas de alambre. Se juntaban en el Pavo Negro, un tinglado que se ve a lo lejos abandonado. Al quedar huérfano, una parienta se lo llevó a Clodomira. “Ella cobraba la pensión de mi padre, pero me mandó al monte en vez de mandarme a estudiar. Un día, para congraciarse conmigo me preguntó: ‘¿Quiere que le regale un traje o una guitarra?’. Y para qué quiero un traje en el monte, le dije. Y me regaló la guitarra.” Una astilla le rasuró el iris del ojo y el destino cambió.
Cuando un día regresó a Gramilla, ya era músico. Tenía veintitantos años. “Allá fue la discusión”, dice un vecino señalando un horizonte de matorrales. “En la casa de Tito Cortés, el policía. Estaban cantando y había copas de más y cuando hay copas de más... El policía le pegó. Lo humilló.” La leyenda dice que Onofre Paz agarró su guitarra y caminó por las vías del tren hasta llegar a La Banda, sin detenerse y sin mirar atrás, como si hubiese nacido de nuevo. Se habla de que en Gramilla dejó a un hermano que sufría de la cabeza y que unas familias lo explotaron como changador a cambio de comida. Se habla de las necesidades del Cuchi, el único familiar que le queda en el pueblo y que hoy no reconoció al llegar. “Y eso qué tiene que ver con el legado cultural de Onofre Paz. Los Manseros son el ícono de la música nativa. Estamos orgullosos de tenerlos aquí.” Alegan los vecinos que les restan importancia a los infiernos grandes de los pueblos chicos. Los que dicen que las críticas son mentiras que crecen con la envidia.
El almuerzo disuelve las tensiones, prepara el ánimo para escuchar el recital alrededor del fogón. Se han desvivido en preparativos, en amasar para Onofre Paz el calor de una bienvenida, en cuidar que no falte leña, que la mesa esté lista, el agua del mate caliente. Van, vienen. Moviéndose como si tuvieran que encontrar algo que les pertenece. “Y mi Cuchinito, ¿dónde está?”, pregunta Onofre Paz listo para el primer rasguido. “¿Cómo que se ha ido? Yo lo quería sentar acá, al lado mío, para que escuche.” Alito se apresura, apaga la llama de lo que podría ser un nuevo malentendido y agradece a todos los presentes. Empieza a tararear. La música alivia, invita al olvido, emociona. En una pausa, el intendente se lanza: “Ojalá en el 2017 estén aquí, para el público de Gramilla y de toda la región. Que Dios y la Virgen los acompañe, que puedan venir. Los vecinos los van a recibir con el corazón abierto, con humildad”. Entonces, con la voz aclarada por un mate caliente, Onofre responde. “Hasta tengo ganas de llorar. Dicen que la gente que anda en la música es sensible. Este recibimiento, las empanadas, los tamales: ¿Tá’ mal? Qué va a estar mal. ¡Tá’ bien!”, bromea. “El año que viene, nosotros vamos a hacer un precio especial. Cosa que nos puedan traer. Porque si empezamos a cobrar como en Jesús María y Cosquín...”. Las mujeres comienzan a levantar la mesa y a poner las cosas en orden. Muchos ya se han ido. La tarde cae fría. Unos cuantos hombres siguen de pie, escuchando, tímidos, impenetrables. Sus sombras confundidas con la del Negro Onofre Paz.
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