El 30 y 31, en el teatro Ópera, repasará las canciones de los primeros discos que grabó con Charly García; en un diálogo con LA NACIÓN habla de sus internaciones, de su próximo viaje a Lituania para estrenar el pasaporte de ese país y, claro está, de Sui Generis
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Hay ideas que se pueden expresar mediante sesudos postulados teóricos. Hay otras que se explican, a veces, en criollo y con un par de palabras. Nito Mestre define su presente a través de una mirada rápida por toda su historia. “Soy culo inquieto”, dice. Sonríe y apura dos medialunas entre sorbos de té, sentado a la mesa de un bar que se va poblando de gente en plan after office, que llega en busca de aperitivos y cervezas. Pero Nito sigue con su té (porque a las bebidas alcohólicas no se acerca) y con sus planes, que no son pocos.
Regresó hace unos días de Miami, lugar que visita con mucha frecuencia y que ha tomado por temporadas como base de operaciones para shows que da en distintos países de América Latina. Grabó allí Rock & Road, programa de entrevistas sobre ruedas que estrenó hace un par de años por El Garage TV. Ahora está terminando de definir el financiamiento para poner al aire una nueva temporada. Mientras tanto, los capítulos anteriores se pueden ver por YouTube. También tiene la cabeza puesta en los shows que dará el 30 y el 31 de este mes, en el Teatro Ópera. El primero estará dedicado a las canciones de Vida, el primer álbum que grabó con Charly García como el dúo Sui Generis. El segundo estará dedicado al álbum siguiente, Confesiones de invierno, y también a otras canciones de distintas épocas de su carrera solista.
En 2022 se cumplió medio siglo del lanzamiento de Vida y este año se cumplen los 50 de Pequeñas anécdotas sobre las instituciones. Quizás más adelante también se embarque en recrear aquel disco, tercero y último de estudio, antes del antológico Adiós Sui Generis, grabado en vivo en el Luna Park. Pero no es algo que esté en su mente hoy. Está más concentrado en el viaje que quiere realizar el año próximo a Lituania, para estrenar el pasaporte de dicho país. Sí, así como lo leen.
–¿Tenés pasaporte lituano?
–Sí, porque mi madre era lituana y hubo una serie de señales que me marcaron que el momento era ahora. Un día me conecté vía Facebook con el rincón de los lituanos. Me escribí con alguien que trabajó en el consulado, acá, en Buenos Aires. Le dije que no creía que tuviera información porque mi madre me contó que el registro civil donde había sido anotada fue bombardeado durante la guerra. Pero cuando le di su nombre, a los tres o cuatro días me dijo cuándo había salido del puerto y en qué barco. Es una persona que se dedicó a buscar personas. Me hizo los trámites para el pasaporte y no me quiso cobrar porque me dijo que era fan de Sui [Generis]. Esto comenzó hace dos años. En febrero de éste recibí un sobre gigante de Lituania, escrito en lituano, con información sobre mi mamá y su foto, cuando tenía 16 años. También había información de mis abuelos. Eso me permitió hacer los trámites de ciudadanía y tiempo después me mandaron el pasaporte, pero no acá, a Nueva York. Y me fui a buscarlo porque quiero ir a Lituania. El próximo paso es saber de esa parte de la familia. Porque de la de mi viejo sí la sé, porque era argentino.
–Sé que murió cuando vos eras muy chico...
–Cuando tenía 11 años.
–Y habrá sido durísimo. ¿Cómo era la relación con él? No sé si los médicos cirujanos tenían una vida tan ajetreada como la que tienen hoy.
–Sí. Murió de un infarto a los 58 años. Fumaba mucho, uno de los recuerdos que me quedó grabado, sabe Dios porqué, era el del paquete Jockey Club. En esa época se fumaba mucho, en todos lados estaba permitido. Yo había supuesto erróneamente que había heredado más genes de la parte de mi madre, que murió a los 96, en 2007. Sin embargo, mi hermano tuvo un problema cardíaco y a mi, en 2019, me pusieron tres stent. Recuerdo que el día que murió yo me fui a la cocina con mi mamá. Me senté en su regazo y al rato entró alguien que lo estaba atendiendo. Hizo un gesto con la cabeza, como que todo había terminado. Y los dos nos fuimos al balcón a llorar. Luego recuerdo que sus amigos médicos me llevaron a otra habitación y me contaron cosas de mi papá. Pero eran cosas divertidas, de cuando eran jóvenes y se iban en una ambulancia a jugar al póquer. Y me encontré riéndome de las cosas que hacía mi viejo. También recuerdo su Chevrolet 47, que era como un tanque de guerra. A mi también me gustaba manejar. Si había que elegir entre el asfalto y la tierra, el se metía por el camino de tierra, para ver qué había. Era medio como un niño, digamos.
–Y vos, ¿cuál elegiste?
–A mi también me gusta meterme en ciertos lugares para ver qué pasa. Tiene que ver con la intuición. Me parece que por ahí es el asunto. Me pasó cuando estaba en la fila de reinscripción en la carrera de Medicina. Tiré el formulario y me volví a casa. Cuando llegué y le dije a mi vieja que había dejado la carrera, me dijo que le habría gustado que fuera como Alberto Castillo.
–[El cronista no puede evitar la carcajada] ¿Ginecólogo y cantor de tango como Castillo? ¿O querías ser médico como tu padre?
–[También se ríe] No. Empecé porque me gustaba. Él no terminó su carrera de violinista y sí la de medicina. Yo hice lo contrario. Pero la medicina me gustó siempre. Y acierto bastante cuando voy al médico.
–El alcoholismo te llevó a lo que hoy llamamos, con tanta frecuencia, la resiliencia. ¿Qué tanto tuvo que ver esto con el ímpetu actual que demostrás, a los 72?
–Tiene muchísimo que ver. Fue una prueba para mí el hecho mismo de dejar de tomar alcohol, luego de tocar fondo y de haber estado internado dos veces, en el 96 y en el 97. Hubo toda una serie de acontecimientos que me llevaron a derrumbarme absolutamente. Había una salida, pero para esa salida había que pedir ayuda. Ahí no había un camino de tierra y otro de asfalto. Los dos eran de barro absoluto. Yo sabía perfectamente que para donde iba me llevaban a morirme. Lo tengo que hacer y, ¿qué tal si lo hago jugando? ¿Y si hacemos de cuenta que nací de nuevo y empiezo a hacer las cosas que antes no hacía? Pasaron 26 años ya.
–Y pasó más de medio siglo de aquellos tres discos de estudio que grabaste con Charly García. ¿Qué tanto hablan de la actualidad?
–Hay canciones, como “Botas locas”, que hablan de la conscripción; eso dejó de tener sentido. Pienso que algunas cosas cambiaron. En el colegio adonde no nos dejaban entrar, hoy hay un mural de Sui Generis. Esas canciones son muy argentinas, sí, pero de una parte de la adolescencia. Pasaron los años y nos preguntamos: ¿pero cómo van a prohibir esto? El censor no entendió la letra de “Juan Represión”. Había mucha ironía y no había que tomarse todo tan en serio. En cuanto a lo que pasa hoy, no tengo ganas de hablar de política, de discutir como una pérdida de tiempo lo de la grieta. La Argentina es un país muy de inmigrantes, con todos los problemas que tuvieron y también con sus diversas culturas.
–Es así...
–Hay cosas maravillosas. Buenos Aires me parece una ciudad espectacular. Ahora todo es muy globalizado y hay muchas cosas que lamentablemente siguen igual y en todo el planeta. El poder y el dinero, la mala educación, el mal humor. Si uno se pone en foco y le pone toda la pila va a tener mucha más posibilidad que se le dé que si se pone de mal humor. Hay tipos que reniegan de usar anteojos, los dejan en cualquier lado y pierden tiempo buscándolos. Yo pienso: vamos a aceptarlo. A esta Argentina la acepto, la quiero como es. Sé que es un quilombo por el de turno o por el otro que se fue. O cuando pensamos: “¿A ver si con esta noticia me están tapando la otra?”. A esta altura de mi vida sé que hice muchas cosas. Me tengo que enfocar en que en esas dos horas [de recital] la gente pueda decir: “Qué suerte que vine, qué bien que la pasé”.
–¿Qué sentís mientras hacés esta autoevocación de los discos de Sui Generis?
–En un momento empecé a recibir comentarios, no de los de mi generación sino de pibes que preguntaban cómo eran ciertas cosas, por eso pensé que en algún momento tenía que hacerlo. Y es ahora porque estoy bien, porque lo puedo hacer, porque tengo muchas ganas de hacerlo y por agradecimiento. Además, estoy bien para cantarlo. Estoy bien para tocarlo. Tengo 72 años. El otro día escuché a Raúl Lavié, que tiene 85 años, hablar de esto. Cuatro años pueden ser cinco minutos. Entonces, esto es como decir: todo lo que se me ocurra, vamos a hacerlo ahora.
–¿Después de estos shows pensar interpretar el disco Instituciones?
–Es factible, pero hoy estoy haciendo planes para este año. Miro con prudencia, como para decir, no juguemos con el diablo, no tiremos de la cola. Porque la estoy pasando bien, estoy bien en mi interior. Digo: hasta los 80 sigo cantando si todo sigue bien y de la misma manera, pero no lo sé. Espero que sí. Lo que más tengo que trabajar es la parte vocal. Mantenerla es un ejercicio. No fumo, no tomo, no me drogo. Tengo ese gran plus. Ya sé qué no debo hacer en los días de show. Cuando termino un show me voy a mirar Discovery Channel o cualquier cosa en televisión; no salgo a comer ni de joda, porque al otro día tengo otro show o tengo que viajar. Hace un año fui a cantar a Bolivia, el primer recital, con orquesta. Fue en una ciudad a 2600 metros de altura; al otro día a 3.200 y llegué a La Paz, con más de 3500 metros. Antes de ese viaje salía a caminar con mi mujer, 60 o 70 cuadras por día. Me pongo a vocalizar en el auto, con una aplicación del teléfono. Entrenar todos los santos días. Porque la satisfacción es saber que subís al escenario y la voz sale. Y así es como te empezás a divertir con lo que hacés. Ahora me estoy divirtiendo. El año que viene no sé. La medición de la felicidad y de la utilidad no están; tampoco cuánto vas a ganar. El tiempo es lo sagrado, cómo lo utilizo. Tengo una rutina para llegar al escenario. Y, al final, la paso bien, cuento historias, la gente pasa una noche de puta madre y me voy a dormir bien. La garganta baja y todo empieza de nuevo.
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