Nicolás Sorín: "Mi sueño es escribir una canción como 'Imagine', que tenga universalidad, sencillez y belleza
Fue un chico de 13 que quería tocar música punk y estudiar en la prestigiosa Berklee College of Music de Boston, aunque en ese momento no tenía una conciencia real de lo que eso significaba ni del entorno jazzístico que lo recubriría. Nicolás Sorín todavía tiene algo de ese chico; por lo punky y por lo académico. Todo eso está muy bien plasmado en el disco LAIF que presentará en diciembre y en el concierto sinfónico que la Orquesta de Música Argentina Juan de Dios Filiberto ofrecerá esta noche, a las 20, en el CCK, con su Sinfonía Antártica, que compuso, justamente, en la Antártida Argentina, y con bandas de sonido que creó para las películas de su padre, Carlos Sorín, desde la emblemática Historias mínimas en adelante.
Éste Sorín que puso el pie en los 40 es, también, el que escribía arreglos para los discos de Miguel Bosé; el que rockeó con bandas como el Sorín Octeto y Octafonic; el que tiene un nuevo disco entre manos, LAIF; el que comparte cada tanto algún escenario con su compañera de vida, Lula Bertoldi (la cantante de Eruca Sativa), y el padre de Julián, un chiquilín de 4 años que ya debuta como actor para sumar un eslabón más a esta cadena familiar de artistas.
—¿Cómo fue ser, de chico, hijo de un director de cine prestigioso?
—Me fui dando cuenta después. Primero era mi viejo, un melómano. Y me inculcó la esencia visual y la cosa programática que terminé usando en la música.
—No elegiste seguir sus pasos, te fuiste a estudiar música a los Estados Unidos apenas terminaste el secundario.
—Sí, algo que quería desde los 13. Me fui preparando, pedí la beca en Berklee. Me fui a los 17. La música nunca fue una decisión, siempre supe que sería músico. Y no cineasta, aunque es la segunda cosa que quisiera hacer. Y no tengo una tercera. Pero el cine es muy complicado. Al principio era mucho rock y punk pero al llegar allá me encontré con el jazz. No tenía mucha idea. Eso fue a mi favor porque desde mi ignorancia escribía para una big band de una manera muy extraña. Algunos profesores se coparon con eso. Aprendí de esa gente. Tres carreras en cinco años, respirar música las 24 horas. Lo que vino después fue desintoxicación musical. Cuando terminé me fui a trabajar con Bosé.
—¿Cómo llegaste a trabajar con él?
—Porque me gané un pase al Henry Mancini Institute, de Los Ángeles. Eligen a cinco compositores por año, de todo el mundo. Escribí una obra para eso, que se grabó. Un amigo se la hizo escuchar a su madre, que a su vez es amiga de Bosé. Miguel la escuchó y me llamó. Me vino muy bien porque yo estaba cagándome de hambre en Nueva York, vendiendo chocolate y tocando jazz cuando podía. Pensé que era una joda cuando me llamó. Pero terminé viviendo tres años en su casa y produje los arreglos para siete u ocho discos. Ese trabajo fue una especie de máster, porque venía de estudiar desde polifonía del siglo XV hasta dodecafonismo, y lo de Miguel fue todo lo opuesto. Tiene una gran intuición. A veces estaba de espaldas dirigiendo y escuchaba una ovación. ¿Qué pasó?, pensaba. Simplemente el tipo había movido el culo. Y ahí me di cuenta de otras cosas. Creo que hay gente que nace con una estrella. Yo no nací con esa estrella pero me gusta aprender. Que la cosa no sea sólo música para músicos. Después de diez años volví a Buenos Aires.
—En el medio, las películas de tu papá.
—Sí, no había visto nada de mi viejo. Ni siquiera había visto Eterna sonrisa de Nueva Jersey, donde actúa Daniel Day-Lewis. No sabía cómo filmaba. Y me dijo que hiciera la música de Historias mínimas. Yo en ese momento estaba en Nueva York y me llegó el VHS y fue muy shockeante. Noté un amor en su manera de hacer cine, trabajando con no actores. Era para una cuestión de diván. Nos olvidamos del rol de director y compositor. Fue relación de hijo y de padre. Hemos terminado muy peleados al final de algunas películas. Ahora llegamos a un punto en donde no es necesario hablar. Me pasa la película y le doy la música.
—Pero, ¿Le gusta lo que escribís?
—Creo que sí. Cuando se gana un premio está re contento. Pero asumo que sí. Al principio yo quería hacer la mejor música del mundo. Después, incluso de trabajar con otros directores, me di cuenta de que no es ese el rol del compositor de cine. La idea es ayudar a la narración. Ahora mi viejo filma cosas que no requieren música. Y lo entiendo y lo respeto por eso. Porque está bien si se sostiene sola. La música a veces aplica cierto melodrama en ciertos géneros.
—¿Esta mirada programática de la música condicionó tus proyectos personales, incluso para escribir una sinfonía para la que, quizás, te imaginaste tu propia película en la Antártida?
—Quería vacacionar gratis [se ríe]. En realidad, en 2013 me llegó la invitación de Andrea Juan, jefa del departamento de Arte de la Antártida Argentina. Fue complicado. Primero estuve un mes, escribí mucho, fue increíble. Después me agarró un pinzamiento de nervios. Estuve 23 días casi sin poder dormir, tomando valium y diclofenac, en una base militar. Fue una pesadilla. No sabía qué tenía. Fueron meses muy contrastantes. Tuve dos años de tratamiento, no podía ni manejar. El año pasado puse una parte de la sinfonía en Argentum, el espectáculo del G-20 y me picó el bichito otra vez. Pude volver para escribir el segundo movimiento. ¿Qué carajo estoy haciendo de vuelta? Pensé en un momento. Porque tuvimos muchas tormentas. Dos días antes de irnos vi que lo que tenía escrito era una cagada. Entonces pensé que si mi abuelita pudiera llorar con ese movimiento, la misión estaría cumplida. Así escribí algo romántico y chaicovskiano. Y muy honesto. Creo que mientras pueda seguir volviendo a la Antártida seguiré escribiendo movimientos. Siendo músico es más difícil volver, pero tiene algo muy poderoso. Te falta el aire de lo espectacular que es.
—¿Tenés, entre el punk de la adolescencia y lo sinfónico un lugar musical que te haga sentir más cómodo?
—Me agarró una crisis entre los 39 y los 40. Pensé mucho en eso, en los mundos dispares, aunque yo no los vea tan alejados. Cambian los protocolos, cambian los músicos pero es la misma música. Y en vez de escudarme detrás del nombre de una banda, Octafonic, comencé a usar mi nombre. Necesitaba hacerme cargo de mi carrera. Este año me propuse viajar a la Antártida, el concierto de la Filiberto, presentar el disco LAIF. Quiero tratar de juntar todo. Me gustaría que todo funcione armónicamente en el mismo lugar, en un mismo show. Pero lleva tiempo.
—Por ahora cada cosa tiene su lugar.
—Sí. La Filiberto es una orquesta muy idónea, aunque no es una música rebuscada la que escribí. Es para que le guste a la abuelita. Y hay imágenes de películas y de la Antártida. Y vamos a tocar unas placas de hielo que hay que cuidar para que no se derritan.
—Nicolás, ¿si no es complicado no vale la pena?
—No es divertido. Me cuesta mucho escribir en cuatro por cuatro. Mi sueño sería escribir una canción como "Imagine". Que tenga universalidad, sencillez y belleza. Siempre fracaso en eso. Aunque estoy más cerca que hace diez años. Me da pánico repetirme. Cuando hay pocos elementos tiene que haber una idea muy fuerte y bien contada.
—Así como no tenés un lenguaje específico,¿tampoco tenés un instrumento?
—No. Lo mío es la pluma. Pero hace un mes fui a Santa Fe por un concierto sinfónico. Hice arreglos de temas del rock nacional. Fue revelador, porque la pasé muy bien. Acá me siento cómodo. Encontré un lugar con el rock pero a la vez con algo sinfónico. Hubo una comunión que me hizo sentir muy bien.
—¿Como es trabajar con Lula? Bueno, se conocieron trabajando, ¿no?
—Claro. Yo estaba grabando el disco Monster, de Octafonic, y la invité a cantar un grito para un tema. Y me quedé helado. Me enamoré inmediatamente. Y después ella me invitó para hacer arreglos para el DVD Huellas Digitales, de Eruca Sativa. Siempre estamos haciendo cosas juntos, hace poco revisitamos canciones de María Elena Walsh. Y en casa somos insoportables. Por eso digo que Julián va a terminar siendo ingeniero. Pobre niño.
—Pero es un niño actor de 4 años.
—Sí, para una película de mi viejo, que nos termina atrapando a todos. Pero entró por casting. Y está feliz. Es una película muy heavy. Pero le gusta. Ya se ha ido de gira con nosotros, ya estuvo en videoclips.
—¿Y cómo te llevás con una compañera que también hace música? ¿Hay inconscientemente algún tipo de competencia?
—La verdad que nos vamos elevando la vara. Estamos los dos siempre a mil. Admirar al otro está buenísimo y se da que nos pasan cosas a la vez. Ella ahora está presentado disco y yo con la presentación del mío y el concierto de la orquesta.
—¿Qué es LAIF?
—Es lo que viene después de la separación de Octafonic.
—Pero Octafonic era tu música.
—Sí, pero no es fácil llevar esa música a otro grupo que no sea Octafonic. Hay cosas que están más allá de la música. Fue una separación difícil, donde rompí con cosas personales. Y me di cuenta de las cosas que estaba escribiendo sobre la muerte, el amor y el nacimiento; en ese orden. Es autorreferencial en muchos sentidos. Y quise contarlas como tres historias horizontales, como un tríptico.
—¿Componer en inglés no te deja fuera del oído de mucha gente de acá, aunque esa misma gente escuche a los Rolling Stones o a Kanye West?
—Sí, pero no lo hago adrede. Me escucho mal en castellano. Siento que canto como el Indio o como Fernando Ruiz Díaz. No encontré mi voz en castellano. El inglés es más permisivo. Y yo tiendo a esconder mi voz. Es una tara personal.