Nelson Goerner vuelve a tocar en Buenos Aires: “La necesidad de buscar público joven debería ser permanente”
Del Colón a San Pedro, su ciudad natal: a tres décadas de su primera actuación para el Mozarteum argentino, el gran pianista argentino radicado en Europa, regresó para varios conciertos; una vida de música en la que el apoyo familiar juega un rol importante
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El departamento palermitano del pianista clásico Nelson Goerner tiene una vida que no se corresponde con la de una persona que no vive allí sino a miles de kilómetros Buenos Aires. No parece el lugar de alguien que solo está de paso. Más bien tiene el aspecto de este espacio al que se regresa para reencontrarse con alguna parte de la vida y de la historia. En principio, la familia. Aunque en esta nueva visita que Goerner hace, habrá también cuestiones profesionales de por medio. Porque hay una agenda de conciertos en San Juan, Córdoba, Buenos Aires (el 5 de septiembre tocará en el Teatro Colón, dentro del ciclo 2022 del Mozarteum Argentino) y también en San Pedro, su ciudad natal.
El piano, la profesión y la familia están muy unidas en la vida de Goerner. En el departamento hay plantas que han sabido soportar el invierno, fotografías familiares, el afiche de un concierto de 2008 que resultó un homenaje a Vicente Scaramuzza, donde participaron Martha Argerich, Pedro Ignacio Calderón y Goerner. Alineado a esa misma pared hay un piano Blüthner que tiene su historia. La madre de Nelson fue la que decidió hacer la inversión, hace muchos años, al ver que lo del piano y la música clásica iban en serio. Y no se equivocó.
Además de Nelson, en ese departamento hoy está Rusudan Alavidze, su compañera de música y de vida. Se conocieron en el conservatorio, en Suiza, cuando eran jovencitos. A mediados de los ochenta, Goerner consiguió las primeras becas para estudiar en Europa. Desde entonces, nunca volvió a instalarse en la Argentina. Cuando su maestra María Tipo dejó su cátedra, Goerner fue convocado para reemplazarla interinamente y en esas clases conoció a una georgiana llamada Rusudan. Dieron recitales de piano juntos, siguieron juntos al final de cada concierto y tuvieron un hijo, Adrián, hoy de 22, que estudió violín durante diez años, pero luego prefirió seguir otro camino, que no es el de Nelson y Rusudan.
El viaje actual de Nelson a la Argentina tiene que ver con recitales que condensarán obras de sus dos últimos álbumes, dedicados a Debussy y Albéniz, más las baladas de Chopin. Un programa bello por donde se lo mire y, sobre todo, escuche. Será la octava presentación que da para el Mozarteum, en los últimos treinta años. “¿Octava ya?”, pregunta de manera retórica, en demostración de no llevar la cuenta.
–¿Cómo era el Nelson Goerner de aquel primer concierto para el Mozarteum Argentino, en el Colón, en 1991, y cómo es el de ahora?
–Creo que, en su esencia, el mismo. En los 90 recién estaba empezando a tocar después de haber ganado el primer premio del Concurso de Ginebra y uno de los primeros compromisos de fuste que tuve fue la invitación del Mozarteum para tocar en el Colón, aunque yo ya había debutado en ese escenario en el 86, cuando gané el concurso Liszt. Mi historia con el Mozarteum es larga. Me becó cuando era estudiante. Me fui en el 87 y regresé al año siguiente. En Buenos Aires fui a ver a Nikita Magalov, que estaba haciendo el ciclo Chopin, para el Mozarteum. Lo conocía porque había ido a tocar a su casa y cuando me acerqué a saludarlo [detrás de escena] él fue quien me presentó a Jeannette Arata de Erize [presidenta del Mozarteum Argentino]. Yo sólo la conocía de nombre. Nikita les habló tan bien de mí que así nació toda mi historia con el Mozarteum. Lo que te decía es que en esencia soy el mismo. Lo que cambia es que con los años se enriquece la visión, se regresa a veces a lo que se hizo. Pero eso se transforma por el devenir constante de la interpretación. Lo que quiero trasmitir en el piano ya estaba, al menos, en el germen. Lo permanente es el desafío. Abordar una obra nueva y a una que tocaste decenas de veces. Ese retorno es todo un revivir de la obra y de lo que despierta en vos.
–El pianista es uno de los instrumentistas más solitarios. Incluso cuando toca conciertos con orquestas, ya que no termina de ser un instrumento de sus filas. ¿Que tanto influye eso en alguien que partió a Europa de adolescente y nunca más volvió a vivir en nuestro país?
–Tiene un componente psicológico muy importante y difícil de llevar. A veces me ha pesado, y también desde el punto de vista familiar. Porque uno está ausente y solo, muchas veces. He vivido esa soledad de muy diversas maneras, incluso al tener irme muy chico del país; a los 18, cuando quizá no estaba preparado para hacerlo. Hoy siento que era muy chico para eso. Las cosas suceden y así son. No hay que buscarle mucho la vuelta. Consideré que me tenía que ir. Esa es la expresión. No estar preparado creo que tuvo que ver con que nunca había estado fuera de casa y todo estaba en mi piano. El entorno familiar contenía y favorecía. Tuve esa suerte. En Europa tuve que vivir y ocuparme hasta de lo más práctico. A su vez, con el desafío de querer seguir avanzando como músico, como artista. Ese es el desafío principal. Ahí ya no me refiero tanto a la carrera, que es una consecuencia.
–¿En tu caso, en qué consiste esa diferenciación?
–Carrera pueden ser las oportunidades que se han tenido. Hay artistas a los que admiro enormemente que no han tenido, digámoslo entre comillas, la “carrera”, que hubiesen merecido. Sin embargo, han sido colosos de la música y se los ha reconocido un poco tarde. Siendo músico, tocando en público, la carrera es factor determinante. Si no la tenés hay un bloqueo que es imposible de destrabar. Te falta la comunicación con el público, ese motor formidable. Lo que digo es que, para que no sea algo destructivo, la carrera debe ser consecuencia y no meta. Cuando un joven está orientado a la idea de carrera quizás esté pasando por alto muchas cosas. Está orientado a una dedicación mental hacia el éxito y el reconocimiento. No estoy diciendo que no sean cosas importantes. Digo que cada cosa tiene su lugar.
–Y en tu caso, ¿la música también es la familia?
–Totalmente. Con Rusudan nos conocimos en el conservatorio, en Ginebra. Yo llegué en 1987 y ella en 1990. Cuando nuestra maestra María Tipo decidió que ya no podía continuar con sus cursos, porque todavía estaba muy activa en la profesión, el conservatorio me pidió si podía asumir al menos de forma interina la titularidad de la clase. Después se llamó a concurso y yo no me presenté.
–¿Cómo es trabajar como pianistas en familia?
–Siento que nunca ha habido una mecanización de la relación nuestra ni de la forma de relacionarnos con la música. La música es parte integrante de la vida familiar. Me parece que no son muchas las ocasiones en las que, por ejemplo, compartiendo una comida, no se hable algo de música. Qué le pregunte a mi mujer como toqué en el concierto. Porque sé que tengo una opinión de total honestidad y de un gran conocimiento. Conoce la cocina de cuando preparo las obras.
–Es tu primer público. ¿Y qué tipo de crítica?
–Una que me hace muy bien porque a pesar de ser mi esposa logra una cierta objetividad.
–¿Cuándo tocan juntos, como es la experiencia?
–Como la de dos profesionales que compartimos la sonata de Mozart a dos pianos, o una suite de Rachmaninov. Nos relacionamos con otros matices, de otras formas.
–Y tenés la suerte de que haya entrado en tu historia incluso previa a conocerte.
–Habla muy bien castellano. Le encanta venir a la Argentina. A mi hijo también. Él estuvo el mes pasado, vino solo, para visitar a la familia.
–¿Qué tanto te nutren estos viajes?
–Siempre dije que uno tiene la responsabilidad con la música. Pero acá se mezclan otras cosas por los afectos. Hay gente que va a ir el 5 al Colón que me sigue desde que empecé. Hay un componente que no tengo en Oslo o Berlín. Además de los lugares físicos, como el Colón, que me trae a la memoria un montón de otras cosas. Desde lo que sentía como público, cuando era chico e iba a ver ópera, hasta las veces que toqué ahí.
–¿Cómo fue ese primer paso que diste al venir a Buenos Aires desde San Pedro?
–Venía todos los sábados a estudiar por consejo de mi primera profesora de piano en San Pedro. Mis padres, cuando yo tenía 6 años, no tenían contacto con el medio musical porteño. Fue todo librado al azar. Me llevaron al Conservatorio Nacional porque lo pensaron como el lugar obvio. Ahí tuve la suerte de conocer a mi primer maestro que fue excepcional, Jorge Garruba. Así, todos los sábados, vine hasta los 16 años, cuando me mudé. Solo viví dos años acá. A los 18 me fui a Europa y nunca volví a vivir acá.
–¿Y qué historia tiene ese piano que tenés en el living?
–Yo tenía un piano inglés que no era muy bueno. Este me lo compró mi mamá cuando ya estábamos viviendo en Buenos Aires. Yo estaba en un momento decisivo. Necesitaba un instrumento de mejor calidad y ella, con mucho sacrificio, lo compró. Uno siempre está muy ligado a sus pianos. Hay una relación muy simbiótica.
–Con todo lo raro que eso puede tener ya que no es el que luego escucha el público.
–Claro. Pero es con el que trabajás todos los días, con el que buscás. Tal vez hay días en que te encuentres con vos mismo a través de tu piano. Por eso es fundamental.
–¿Qué hay detrás del hecho de tu regreso para tocar en San Pedro?
–Hace muchos años que no toco allá. Casi veinte años ya. Y ahora que se cumplen los 150 años de la biblioteca Popular Rafael Obligado pensamos este concierto. Hace rato que quería volver a tocar allá.
–¿Por qué?
–[respira profundo] Porque me crié en San Pedro. Porque muchas personas que conocí de chico viajan hasta el día de hoy para escucharme tocar en Buenos Aires. Hay personas en San Pedro que fueron muy determinantes en mi evolución. Me ayudaron muchísimo. Sí, esto es un reencuentro.
–El programa que traes tiene obra de Chopin, sus baladas, y piezas de Debussy y de Albéniz de tus dos últimos álbumes, que estás de algún modo conectadas.
–Creo que uno, en un recital, trata de contar la música que lo habita en cada momento de su vida. Cuando pensé en lo que iba a traer, me pareció casi obvio. Ultimamente volví a tocar las baladas de Chopin, y en cuanto a lo que decís de Debussy y Albéniz, es así, hay un vínculo muy fuerte. Me pareció que las Estampas con la segunda obra de Iberia tiene muchos puntos de contacto.
–Un vez, cuando te preguntaron si te habías convertido en especialista en repertorio romántico preferiste hablar de afinidad. ¿Cuáles son las otras afinidades que se intensificaron con el paso de los años? De hecho, tus últimos discos están relacionados a otras épocas o períodos.
–La música española la comencé a abordar bastante tarde, por ejemplo. Tenía en repertorio obras de Falla o algo de Albéniz, pero nada sustancial y de repente me puse a trabajar con la Iberia. Porque un día me metí en ese mundo tan fascinante, particular y genial, de originalidad sin límites, que fue de lo que Debussy se percató cuando escuchó la Suite Iberia por primera vez, y escribió unas críticas gloriosas, sobre algunas piezas. Entonces uno va buscando y se va buscando en las obras. Yo no abordaba música española hasta que un día llegó el momento y no lo quise dejar pasar.
–¿Cómo se puede consensuar la motivación personal por la conformación de un repertorio y la demanda externa de proyectos?
–No creo que haya un equilibrio. Hay propuestas que te llegan que no te despiertan mucho entusiasmo y cuando te ponés a trabajar te das cuenta de que no las conocías. Me pasó con el Concierto en La Menor de Paderewski. El instituto Chopin de Varsovia me lo pidió. Acepté. Tenía una visión superficial de la obra y me sorprendió cuando me puse a estudiarla. Muchas veces hay imponderables. Uno no espera que se despierte tal o cual sensibilidad por las obras.
–¿Pasa al revés?
–Sí, hay obras que dejé de lado. Por eso digo que no sé si hay equilibrio. La actividad es diversa. Hago más recitales, pero toco bastante música de cámara y también con orquesta. En un mes puedo hacer las tres cosas.
–¿Cómo viviste las reaperturas luego de la pandemia?
–La vida de todo músico tiene un componente de disciplina enorme que está muy ligado a tener una fecha determinada. Al no estar esa perspectiva, hubo una frustración evidente. Tuvo su lado positivo porque me pude poner a estudiar los cuatro cuadernos de la Iberia de Albéniz, sin mucha distracción. Había un concierto por mes, un streaming acá, otro allá. Pero nada que ver con mi actividad normal. No sé si en el marco de una temporada normal hubiese tenido el tiempo. En el regreso la oferta fue grande, quizá en la misma proporción que antes de la pandemia. Y en cuanto al público, creo que a una franja de gente más grande le ha costado volver, según lo que escuché de algunos organizadores de diferentes países. Creo que responde a una realidad. Hay festivales que tuvieron un nivel de público igual o superior al previo a la pandemia, pero no pasa en todos los casos.
–¿Cuesta la renovación de público en la clásica?
–La necesidad de buscar público joven debería ser permanente. En las escuelas no se le da a la música la prioridad que se le debería dar. Por otro lado, me parece fantástico que el Colón ponga entradas a precio simbólico para acercar a público joven [se refiere a las promociones para menores de 35 años durante el Festival Argerich]. Porque 200 pesos no es ni un café con leche.
–¿Cómo sigue tu vida después de los recitales en la Argentina?
–Estoy como jurado en un concurso en Bucarest y voy a hacer un recital. Voy a tocar con la Orquesta de Cámara de Basilea. También tengo recitales en Torino, Lisboa, Lieja y Amberes, otro en Toulouse, en dúo con [el violinista] Renaud Capuçon. Luego conciertos con la Filarmónica de Bilbao y otro en Hamburgo, con Charles Dutoit.
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