"Es la experiencia más extraña que tuve en un Airbnb", escribió Richard, usuario de la famosa red de alojamientos, sobre Studio Guest Room B, una habitación ubicada en el centro de Nashville. "El lugar está repleto de artículos relacionados con la industria de la música y alfombras con estampados de guitarras", continuó, aumentando mi intriga. "Su dueño debió ser un gran fan de Elvis". Richard había resuelto mi búsqueda. A un precio razonable, Room B ofrecía lo básico, pero estaba a un paso de toda la acción que me interesaba en la Music City. Así que, con el dólar por las nubes y un anfitrión amante de la música, no había mucho más que considerar.
Comunicarse con William, dueño de Room B, no fue fácil. Un día antes de viajar desde Phoenix, recién tras el tercer mensaje obtuve una respuesta escueta y misteriosa: su teléfono, unas coordenadas y la aclaración de que podría reconocer el departamento "por una escalera roja".
Nashville, la capital y la ciudad más poblada de Tennessee, me recibió una mañana fría de diciembre. El conductor etíope de Lyft y un viajante de negocios panameño que compartió mi viaje tardaron varios minutos en descifrar las "coordenadas" de William. En un punto más o menos aproximado, al bajar del auto me sentí perdido, primero, y después asustado. Pero al asomarme a la esquina indicada encontré la escalera roja. Roja de herrumbre. La estructura rodeaba una suerte de complejo abandonado frente a una seccional de bomberos. Había dos o tres puertas, pero ninguna con la numeración correcta. Entonces detecté una extraña figura que me saludaba con una mano desde lo alto. Me dio la impresión de un Norman Bates vestido de cowboy. Era William, claro.
William, alto y flaco, tenía anteojos gruesos y me miraba con desconfianza. Creo que fue una sensación mutua cuando abrió la puerta y aparecieron dos corredores desangelados, tenebrosos como los del Overlook Hotel de El resplandor. La habitación de William tenía el número 2. Adentro, efectivamente, había toda clase de memorabilia en total desorden: tickets y folletos de conciertos, posters y revistas sobre música country, fotos personales de, aparentemente, estrellas de segundo orden de ese género. Y un profundo, muy profundo, olor a falta de limpieza.
Sin repetirlo dos veces, William me explicó para qué servía cada una de las tres llaves que me entregaba y se sentó en un sillón. Y cruzó las piernas.
Yo también me senté.
–¿Por qué viene a Nashville?– preguntó.
No sin sentirme algo intimidado, le respondí que era un apasionado de la música y, no siendo amante del country, busqué referencias aproximadas para congraciarme. "Me gusta Gram Parsons –le dije–. The Byrds, Townes Van Zandt..." William respondía a cada nombre con un asentimiento de cabeza, mirando hacia el pomo de mi futura habitación. Cuando ya estaba quedándome sin referencias, agregué a la lista un ahogado Tom T. Hall. William interrumpió diciendo que me haría escuchar algo. Abrió la puerta de su cuarto, aún más desordenado que el recibidor, y maldijo al Bluetooth que no andaba. Cuando pudo conectarlo, empezó a sonar la voz de un cantante sentimentaloide, acompañado solo de su guitarra. Quedó arrebolado. Casi en puntas de pie volvió a sentarse y permaneció quieto, con los ojos algo llorosos, mientras sonaba la típica torch song del vaquero que ha perdido a su cowgirl. Había especulado con que William encabaja en el arquetipo del hillbilly inexpresivo, pero ahí estaba, al borde de las lágrimas.
Con su por momentos impenetrable acento sureño, me explicó que era productor de música country y que el sensible vaquero era su más reciente y promisorio fichaje. Me sentí obligado a hacer una devolución y, por supuesto, le dije que su artista me había gustado mucho, aunque pareció ni registrar el comentario. Creí que era el momento justo para preguntarle algo que en otra circunstancia podría haberlo irritado. Le pregunté si era cierto lo que me habían contado, que el tradicional corredor de Lower Broadway, las dos o tres calles donde se concentran todos los honky-tonks de Nashville, había dejado de ser el lugar mitológico donde Kris Kristofferson y Willie Nelson se reunían para tomar cerveza, y era ahora una especie de Disneyland para adultos. William volvió a mirar el pomo de la puerta, se repantigó en el sillón y susurró: "Tootsie’s". Seguidamente, se levantó, dio media vuelta y se encerró en su cuarto.
***
La expresión honky-tonk se acuñó en los años veinte del siglo pasado. Honkies era el adjetivo con que se aludía peyorativamente a los inmigrantes húngaros y polacos que trabajaban en las fábricas del Sur. Aunque según otras fuentes el término se origina en los burdeles del lugar y en los bocinazos (honks) que hacían los proxenetas para llamar a sus mujeres. La segunda parte del nombre se refiere a William Tonk & Bros., una firma de pianos verticales que proveyó los primeros honky-tonks, lugares adonde se iba a beber y escuchar a alguien tocar el piano. Nada de eso tiene que ver con los honky-tonks de bluegrass y cancioneros, ya tradicionales de mediados de siglo, y mucho menos con lo que encontré a apenas cuatro cuadras del departamento de William, que a fin de cuentas resultó una buena elección, al menos en términos geográficos.
Apenas llegué a Broadway, a media cuadra del Johnny Cash Museum, sobre la Tercera Avenida, una banda de rock’n’roll estilo Aerosmith versión noventa tronaba desde un bar –o debería decir, ¿honky-tonk?– con chicas bailando y gente bebiendo en mesas. El panameño que compartió mi Lyft dijo que la avenida se desmadraba los fines de semana. No pude imaginar cómo sería eso. Era martes y había gente en grupos –la mayoría, claramente turistas– yendo en todas las direcciones. Había honky-tonks con luces de neón como arcoíris y todos parecían llenos. El lugar era claramente un Disneyland para adultos, pero tenía su atractivo. Y tuve la esperanza de que hubiera algo más, una segunda capa.
A diez metros de la esquina, fui abordado por dos muchachos para entrar a un lugar bullicioso, al viejo estilo de "pasen y vean". Tenía la intención de conocer Robert’s Western World, un lugar clásico y una fija de las guías turísticas. Aproveché y tuve la osadía de preguntarles dónde estaba Robert’s. "Follow your heart", respondió uno riendo. Entre la jungla de neón reconocí la guitarra gigante y el nombre del sitio, justo en la vereda de enfrente. Casi al lado estaba el Tootsie’s, el honky-tonk más antiguo de Broadway y dueño del corazón de mi anfitrión.
Por fuera, Robert’s se veía más tranquilo. Entrar fue un alivio; debía mitigar los casi cero grados de la calle. Al cerrar la puerta me recibió un vaquero tocando de espaldas. La situación me sorprendió, pero resultó una característica de todos los honky-tonks meritorios. Encontré mi banquito vacío y pedí una hambueguesa con queso y una lager junto a la barra. También me dieron una bolsita de Lay’s, que parece ser el fill de todos los honky tonks. El público no bajaba de los cuarenta años. Todos parecían conocer las canciones y no tenían aspecto de turistas. La mujer sentada a mi lado me dijo que se asustó al verme; riendo, aseguró que le recordé a su hermano. Después vino su marido a hacerme una broma. Al parecer estaban peleados (ella y su hermano). La camarera era una rubia sureña entrada en años y algo de sobrepeso, pero aún atractiva, con bastante actitud y simpática. Me pareció que en Robert’s había una experiencia vernácula y honesta, menos Disneyland.
A las 18, apuré mi segunda lager y partí a mi cita con el Ryman, algo así como el Apollo de Nashville, conocido como la iglesia madre de la música country. El auditorio fue un lugar de recogimiento en sus orígenes. En 1904, con la muerte de su fundador, Thomas Ryman, el espacio comenzó a ser alquilado para conciertos y hasta alguna pelea de box, con el objeto de saldar sus deudas. Por su escenario pasaron Charlie Chaplin, W.C. Fields, Enrico Caruso, Harry Houdini, John Philip Sousa, y en 1943 se convirtió en la sede del Grand Ole Opry, el programa radial en actividad más longevo del país, que arrancó en 1925 y supo atraer a Elvis, Patsy Cline y Johnny Cash. Aunque en 1974 el Opry trasladó su transmisión a un estadio situado en las afueras (el Grand Ole Opry Stadium), el Ryman sigue siendo el emblema nacional del country, y cada tanto el Opry vuelve a transmitirse desde allí. Me tocó justamente una de esas noches.
El Ryman queda a la vuelta de Broadway, apenas un callejón lo separa de los honky-tonks, y en su época dorada Hank Williams, las Carter Sisters y Bill Monroe –el padre del bluegrass– deambulaban de uno a otro lado por su parte trasera. Ya en la puerta, el frío había perforado la barrera del cero y llegaban ómnibus de dos techos repletos de turistas, esperando poder luego decir, estuve ahí, en este hermoso auditorio completamente de madera, con largos bancos –en vez de butacas– que desnudan su pasado religioso. Tiene una bandeja superior construida en 1897, para una congregación de la Unión de Veteranos Confederados, y capacidad para 3.000 personas.
Uno de los últimos artistas de renombre en tocar y filmar allí fue Neil Young, pero lo que estaba a punto de presenciar era un espectáculo completamente distinto. A la izquierda del escenario, un presentador de saco y moño apoyado en un stand iba presentando los diferentes números que circulaban, todos intérpretes de crossover country-pop que incluían en su set al menos una canción navideña. El Opry modelo 2019 hasta permitió la aparición de un standapero. Una animadora joven interactuaba con el público entre acto y acto, casi como en un servicio religioso, y anunciaba quiénes de los presentes se casaban o celebraban algún aniversario de bodas. Cuando mencionaba el estado al que pertenecían se oían hurras desde distintos rincones.
Tras la actuación de Sawyer Brown, un grupo de gran despliegue escénico que mezcla country y empuje rockero sin fisuras, el presentador lanzó un discurso patriótico sobre ex combatientes de Irak y Afganistán, y preguntó si había alguno en la sala. Muy orgullosos, se levantaron varios. Sacaban pecho. Y entonces, cuando creí que los 65 dólares del ticket solo me habían proporcionado una inesperada dosis de conservadurismo sureño, Ricky Scaggs y su banda tomaron el escenario. Virtuoso intérprete de mandolina, Scaggs es parte de un movimiento que desde los ochenta viene renovando el country. Su repertorio es tradicional, pero la ejecución es animada, vibrante, conserva la energía del bluegrass. Amado y vitoreado por su público, Ricky salvó mi noche.
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William vive en SOBRO (por South Brodway), barrio en pleno proceso de remodelación. Permanentemente hay que bordear vallas y tomar atajos por la calle, así como esquivar monopatines estacionados. Un porteño se sentiría como en casa. La noche que volví del Ryman fui acosado por un homeless. Cuando descubrí a un enorme policía vigilando el tráfico de la avenida Demonbreun, le pregunté si la zona era segura. "Lo es", respondió parco, con una expresión que parecía agregar "más que el lugar de donde venís, sudaca".
A la mañana siguiente pregunté en un Starbucks dónde quedaba el puente John Seigenthaler. "A dos cuadras de aquí", me respondieron. Era una mañana de sol, había subido la temperatura, así que recorrí muy relajado el puente pedestre más largo del mundo, con vistas buenísimas al río Cumberland. Desde allí fui a Broadway y enfilé hacia Music Row, el distrito que históricamente albergó a la industria discográfica de Nashville. Algunas calles tienen nombres de músicos, como Chet Atkins y Roy Acuff. El mayor punto de interés es el famoso Studio B de la RCA, donde grabaron los Everly Brothers, Connie Francis, Roy Orbison, Dolly Parton, Elvis (todos sus éxitos posteriores a la etapa Sun) y hasta The Strokes. También hay guitarras gigantes con fotos de Presley y Cash en algunas esquinas, y una estatua de bronce en tamaño real del productor Owen Bradley, uno de los arquitectos del sonido Nashville.
El área adyacente, Midtown, es una zona gastronómica y bohemia, con cafés y heladerías hippie chic adonde van los estudiantes de la Universidad Vanderbilt. Cruzar la transitada West End Avenue hacia su campus es una misión peligrosísima. Hay un puente cerrado muy pintoresco, que permite hacerlo sin el riesgo de morir atropellado. El campus está abierto al público y tiene unas lomas y senderos preciosos para caminar, un oasis en medio del intenso tráfico de Nashville.
De noche volví al Downtown para visitar Tootsie’s Orchid Lounge, el más icónico de los honky tonks. Fue fundado en 1960 por Hattie "Tootsie" Bess, una mujer simpática y regordeta, que permitió que en su lugar se foguearan gigantes como Waylon Jennings y Kris Kristofferson, mientras Faron Young, Patsy Cline y Loretta Lynn eran notorios habitués. Dicen que el llamativo color de su fachada obedece a un error de interpretación del pintor, que accidentalmente lo coloreó en púrpura orquídea y así quedó. David Byrne, en su libro How Music Works, revela que el CBGB se diseñó siguiendo sus dimensiones: un pequeño escenario y un largo y estrecho corredor hasta el fondo. Cuando llegué tocaba un ignoto newcomer llamado Jack Maurer, al que Tootsie’s estuvo promocionando a lo largo de todo el mes. Lo suyo es un country pasteurizado; hasta el intérprete de lap steel parecía menos atento a la música que al partido de la NFL que transmitía en mudo la pantalla.
El segundo y tercer piso de Tootsie’s tenían a dos grupos de pop y rock, y en la terraza sonaba una especie de chill-out y se vendían tragos. Fui inmediatamente a Robert’s para ver qué pasaba. Allí la oferta suele ser variada. Hay música en vivo todo el día y al menos tres intérpretes por noche. Cuando llegué, estaba nuevamente el hombre vestido de cowboy, Pork McElhinny, tocando covers de Merle Haggard, Buck Owens y el clásico "Ring of Fire" de Cash. Comí un Fried Bologna Sandwich (rodajas de salchicha en pan con mucho condimento) y bebí un Seven Seven Tennessee (whisky, Sprite y jugo de lima), dos clásicos de la casa.
Mientras comía subió a afinar sus instrumentos la banda de un guitarrista muy flaco y narigón, de pelo largo y mentón prominente. Tenía un sombrero de paja y estaba mal afeitado, con un aire a Willie "Loco" Alexander. Los parroquianos parecían conocerlo y lo trataban con familiaridad. Era Greg Garing, un todoterreno que tocó country, música celta, bluegrass y hasta grabó con Mike Watt, ex Minutemen, fIREHOSE y The Stooges. Recibió el mayor elogio que un hombre de Nashville debe desear: "Es el mejor cantante country que escuché en los últimos treinta años", le dijo Johnny Cash a Rick Rubin alguna vez. Cuando el show se calentó la gente salió a bailar frente al escenario. De a ratos, Robert’s Western World parecía una taberna perdida en el tiempo.
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Esa noche William no se sentía bien. carraspeaba, tosía y hacía toda clase de ruidos desagradables con la garganta. Desde mi cuarto lo oía ir y venir al baño (¡que compartíamos!), y evité cruzármelo para no recibir una inseminación sureña de gérmenes. Cuando estaba en su habitación subía y bajaba la tele, lo que me ponía muy nervioso. Pensé que no conciliaría el sueño, pero evidentemente dormí bien porque a la mañana me desperté descansado. Desayuné y fui al Bicentennial Mall, un parque temático de 77 mil metros cuadrados situado tras el Capitolio, siguiendo una barranca que comunica con el barrio residencial de Germantown. Es un bello espacio recreativo, construido en 1996 para conmemorar los 200 años de la fundación de Tennessee. Hay monumentos que cuentan la historia de los Estados Unidos, placas que hilvanan acontecimientos nacionales con sucesos domésticos y un hermoso anfiteatro rodeado de 95 columnas gigantes rematadas en carrillones, que cada tanto se sincronizan para reproducir una melodía popular.
Siempre caminando, volví al SoBro para hacer la visita de rigor al Country Music Hall of Fame Museum. Si lo pienso bien, fui con la única misión de sacarme una foto junto a la icónica camisa blanca con bordeados de hojas de marihuana que viste Gram Parsons en la tapa de The Gilded Palace Of Sin (hoy Manuel Cuevas, su diseñador, vende camisas en el downtown que no bajan de los 1500 dólares), pero vino bien conocer la historia de Boudleaux y Felice Bryant, la feliz pareja que compuso hits imperecederos de los Everly Brothers como "Wake Up Little Susie", "Bye Bye Love" y "All I Have To Do Is Dream". De ahí, un mediano trecho hasta el barrio de The Gulch, donde está Third Man Records, la disquería de Jack White. El local es como una boutique decorada en negro y amarillo, con un buen surtido de singles y una cabina donde cualquiera puede grabar su acetato por unos dólares. Hasta los vendedores parecían una progenie de los hermanos Meg y Jack. Todo muy llamativo, pero lamentablemente el 90% del stock eran lanzamientos de Third Man Records –incluidos los acetatos que grabaron allí grupos conocidos, como Mudhoney–. Al final compré dos históricos 7 pulgadas de Chess y Sun, vampirizados por TMR como reliquias.
White construyó su espacio a tono con los sofisticados locales, bares y restaurantes de la zona, pero Third Man está justo frente de un complejo gigante que aporta asistencia a los indigentes. Por recomendación de los siameses de Meg y Jack, tomé un Lyft para llegar a The Station Inn, el orgullo de The Gulch: un club que abrió en los años setenta, donde se presentan habitualmente los mejores músicos de bluegrass. Tras pagar un cover de 15 dólares, entré y no había nadie. Era un lugar enorme, lleno de mesas y sillas baratas, parecido a una peña salteña excepto por la decoración con afiches de antiguas presentaciones de Bill Monroe, Gillian Welch y Larry Sparks. La única gastronomía disponible era pizza. Claramente, lo que importaba allí era la música.
Alrededor de las 20:15 empezó a llegar gente. Una chica de pelo lacio, gorrita y leñadora se puso a tejer para pasar el tiempo. Una pareja de mediana edad compró una enorme jarra de cerveza. Un adolescente de aspecto japonés cantaba por lo bajo las canciones que pasaba el DJ. A las 21 subió al escenario East Nash Grass, un quinteto de músicos que promediaban los 30 años. Banjo, guitarra acústica, contrabajo, mandolina y violín. Canto a una, dos y tres voces. Ropa casual, ningún sombrero de cowboy. La música era virtuosa pero en función de conjunto, espiritualmente emotiva.
Durante el break se me arrimó Haru, el adolescente japonés. Estudiaba ingeniería espacial en Carolina del Norte y había viajado especialmente a Nashville para ver a Ricky Scaggs en el Ryman y visitar The Station Inn. Era un apasionado del bluegrass que estaba cumpliendo su sueño. Las canciones que tocaba el quinteto, me informó, eran tradicionales. Pero sonaban como nuevas, le dije yo. "Es porque tienen arreglos muy ajustados", me respondió con entusiasmo Haru.
Al salir pedí otro Lyft y me tocó un chofer afroamericano con aspecto de rapero. Me preguntó por qué había viajado y le conté. "Nashville no es solo country", opinó. Me recomendó un lugar, Tin Roof. Le pedí que me acercara para conocerlo. Por dentro, típico de The Gulch, era vanguardista, pero estaba tocando una banda mediocre de rock. Volví al auto y le dije que me dejara en el honky tonk más cercano del SoBro. Recalé en Losers, donde un dúo femenino hacía hits de los noventa en clave folk. No sé si era turista, pero un americano bajó de la barra y me preguntó, así, de la nada, "¿La estás pasando bien?". Sentí que su aparición condensaba el alma de una ciudad que estimula la diversión, genuina o no, y que es imposible abandonarla insatisfecho.