Nakariakov, Brovtsyn y Meerovitch: grandes interpretaciones para un programa con matices admirables
El segundo concierto de la temporada 2024 del Mozarteum fue una noche con todas las precisiones técnicas y lo mejor de las artes
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Recital de Sergei Nakariakov (fliscornio), Borís Brovtsyn (violín), y Maria Meerovitch (piano). Programa: Tres romanzas, op. 94, Adagio y allegro, op.70 y Arabesco para piano, op.18, de Robert Schumann; Sonata para violín y piano Nº2 y Trío en Mi bemol mayor, op. 40, de Johannes Brahms. Teatro Colón. Mozarteum Argentino. Nuestra opinión: muy bueno
El concierto de Sergei Nakariakov, Borís Brovtsyn y Maria Meerovitch había sido anunciado, previamente, como un recital de trompeta, violín y piano. Sin embargo, quienes concurrieron al Colón, para el segundo concierto de la temporada 2024 del Mozarteum, se llevaron la sorpresa de que el gran Nakariakov no interpretaría una trompeta sino un fliscornio, mucho más conocido, en el mundo de la música, por su denominación alemana flugelhorn, un instrumento de la familia de las trompetas que, por la anchura y la extensión de su tubo tiene un sonido muy peculiar, a grosso modo, a mitad de camino entre la trompeta y el corno. Dado el desconocimiento general que sobre él existe, para dejar en claro su forma y su sonoridad, bien vale observarlos a Nakariakov y Merovitch interpretando una transcripción para fliscornio y piano de la bella, triste y célebre aria de Lensky, de Eugenio Onieguin, la ópera de Chaikovsky.
Exactamente como en este registro de 2020, apenas comenzó el recital, con una transcripción de Tres romanzas para oboe y piano, op.94, de Schumann, Nakariakov expuso un sonido terso y noble con un legato envolvente y consumado y una interpretación sublime en la que denotó fraseos, respiraciones y una paleta de matices admirable, todo dentro de la gravedad y la oscuridad propias del sonido del flugelhorn. Y además con un caudal sonoro importante, también muy propio de este instrumento, lo cual significó que lo que se escuchara estuviera alejado del balance y las búsquedas tímbricas que, originalmente, Schumann había planteado y escrito para un oboe y un piano. Al lado, o propiamente detrás, del inevitable protagonismo del flugelhorn, el piano quedó opacado, por momentos como un mero aportante de armonías de sostén cuando, en realidad, la textura schumanniana propone otras búsquedas, otros diálogos y otras complicidades. Ese desbalance entre la potencia y el dominio natural del sonido del flugelhorn por sobre el piano -se insiste, más allá de la excelencia desplegada por ambos intérpretes- fue una constante a lo largo de todo este recital de cámara que, incluso, a su manera, también tuvo sus consecuencias cuando Nakariakov dejó que sus colegas fueran quienes ocuparan el escenario.
Después de Tres romanzas, para exhibir otras capacidades, Nakariakov y Meerovitch interpretaron Adagio y Allegro para corno y piano, op.70 cuyo segundo movimiento permitió que el gran trompetista ruso-israelí pudiera continuar manifestando todas sus virtudes musicales pero, ahora, con una manifiesta cuota de un gran virtuosismo técnico. Hubo pocos aplausos, o, al menos, con escaso entusiasmo, luego de las dos obras iniciales. Inmediatamente, Maria Meerovitch ocupó el escenario para interpretar, en soledad, el Arabesco en Do mayor, también de Schumann. Con el recuerdo omnipresente en la memoria de la sonoridad esplendorosa del flugelhorn, el piano sonó un tanto pequeño, algo desvaído. Debieron pasar los primeros instantes para poder dejar a un lado la altisonancia anterior y comprobar y valorar las certezas musicales, los más que pertinentes arrebatos pasionales y la gran intensidad emocional que Meerovitch imprimió con solvencia a este pieza de carácter.
Para concluir la primera parte, siempre con Meerovitch presente con toda su eficiencia, para darle vida a la Sonata para violín y piano Nº2, de Brahms, se sumó Boris Brovtsyn, un violinista estupendo que, independientemente de sus labores como solista junto a orquestas de todo el planeta, es un sobresaliente músico de cámara dentro de todo tipo de ensambles. La versión de la sonata de Brahms que ofrecieron estos dos músicos rusos fue intachable. En este caso, no hubo transcripciones de ningún tipo y los pensamientos originales de Brahms tuvieron una realización perfecta, con todas las precisiones técnicas y las mejores artes.
En la segunda parte, reemplazando al corno original por el fliscornio, Nakariakov, Brovtsin y Meerovitch, en la única obra en la que tocaron los tres juntos, trajeron al Colón el Trío en Mi bemol mayor de Brahms. Y más allá de los talentos aportados por los tres, no dejaron de afluir algunos desbalances inevitables que deslucieron algunos pasajes a dúo de violín y flugelhorn o que el piano volviera a una posición de indefensión ante un auténtico peso pesado. El “Allegro con brio”, el último movimiento, a puro empuje y con unas ajustadísimas precisiones en velocidad por parte de los tres músicos arrancaron el aplauso más estentóreo de la noche. Y a pesar de la insistencia del público, los tres músicos retornaron una y otra vez para agradecer las aclamaciones, pero no hubo nada más para escuchar.
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