Murió el gran saxofonista Wayne Shorter, miembro del histórico quinteto de Miles Davis
El músico estaba internado en un hospital de Los Ángeles y deja una obra extraordinaria como compositor e intérprete
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“Desde mi punto de vista sólo hay una cosa que es más perfecta que la propia perfección, y es lo imperfecto”, dijo alguna vez el saxofonista Wayne Shorter, un nombre que la memoria del jazz guardará en el lugar que se le asigna a los mejores. Ya lo dijo en tiempos de pandemia el director de cine español Fernando Trueba, un gran experto en el retrato de las múltiples caras del jazz para referirse a Shorter, que murió este jueves, a los 89 años, en un hospital de Los Ángeles.
Trueba ni siquiera habló de jazz para definir directamente a Shorter como “uno de los nombres más importantes de la música en la segunda mitad del siglo XX” y, para ser todavía más preciso, como “un modernista al que el tiempo convirtió en clásico”. El clasicismo de Shorter siempre se emparentó con el riesgo, la audacia, la innovación. Y una seguridad plena para explorar siempre el camino más inesperado. “Es importante que un músico no se quede en el mismo lugar, sino que vaya buscando nuevos horizontes creativos. El hecho de hacer fluir la música, en vez de planearlo de antemano, hace que uno se sorprenda ante cada cosa que toca”, dijo a LA NACION en octubre de 2005, antes de uno de los recitales que ofreció en Buenos Aires.
En ese sentido, todo lo que más tarde convertiría en clásico siempre empezó como algo nuevo que sorprendía por completo al oyente, invitado al mismo tiempo a participar de esa búsqueda creativa incansable. A Trueba, que escribió en el diario español El País sobre Shorter para celebrar sus 83 años, no dejaba de asombrarlo su “compromiso total con la creación, la espontaneidad y la frescura que le dan buen nombre a lo que entendemos por jazz”.
Shorter, sin embargo, siempre se resistió a enclaustrar su música bajo cualquier definición de género. “Miles Davis solía decirme: ‘amigo, ¿no estás harto de tocar música que suena como música?’. Se trata de llegar a algo que no resulte conocido. Eso busco”, dijo en 2013. En su mirada, su pensamiento y sobre todo su convicción, lo más importante no era lo escrito sobre un pentagrama sino el momento en que esas notas empiezan a ponerse en movimiento y funcionan como disparador de un juego de interacciones entre los integrantes de un ensamble musical.
Shorter fue un compositor extraordinario, pero sobre todo un músico que sabía llevar al límite esas creaciones sobre el escenario, como intérprete. Allí lograba algo maravilloso: después de esbozar con su instrumento apenas las líneas básicas y precisas de una melodía empezaba a jugar con ella de todas las maneras posibles. Sabía como muy pocos llevar a la cumbre más excelsa el arte de la improvisación sin perder jamás la confianza en las formas desde las cuales cobraba vuelo toda esa libertad. “Se podría decir que en su estilo predomina el minimalismo de sinuosa elegancia y una cierta inclinación por las ambigüedades sonoras y rítmicas”, dijo de él LA NACION en octubre de 2000.
Cada una de las grandes formaciones que integró en su trayectoria le permitió dar un nuevo paso adelante en esa búsqueda infinita de sonidos, colores e impresiones. Primero fue –como dice Trueba- el alma de los Jazz Messengers, la agrupación liderada por el baterista Art Blakey, a la que ingresó cuando tenía 26 años y en la que llegó a ser director. Allí aprendió a tocar por primera vez frente al público y empezó a entender el valor de expresarse con un lenguaje propio. “Sigue la historia, no la dejes por la mitad, termínala”, le decía Blakey.
En 1964, cuando todavía tocaba con exclusividad el saxo tenor y seguía decidido a escapar todo el tiempo de las zonas más confortables, Shorter se integró al segundo gran quinteto de Miles Davis junto a Herbie Hancock (piano), Ron Carter (bajo) y Tony Williams (batería). El sueño musical de Shorter alcanzó su primera plenitud en álbumes inmortales como Miles Smiles, E. S. P., Sorcerer y Nefertiti. No influyeron tanto entre sus contemporáneos como en las generaciones posteriores sobre todo a partir de su potencial creativo, del que Shorter era el principal artífice.
Su último aporte junto a Davis en el decisivo álbum Bitches Brew inauguró otra época. Con un pie en la herencia del movimiento bebop y otro en las posibilidades que se abrían a través de los espacios de fusión con el rock y el ingreso de instrumentos eléctricos, Shorter sumó nuevas capas a su incansable trabajo de exploración participando de un nuevo quinteto, el V. S. O. P., (liderado por Hancock y también integrado por Carter, Williams y el trompetista Freddie Hubbard) y de la memorable experiencia de Weather Report.
Por entonces, Shorter ya había cambiado de instrumento preferencial. Dejó el saxo tenor por el soprano, tal vez convencido de que su sonido era mucho más propicio para la multiplicidad de timbres, colores y matices que nacían de su infinita capacidad de improvisar. Ese fue el gran aporte de Shorter a su larga década (iniciada a mediados de los 70) con Weather Report. El “lado acústico” de un verdadero supergrupo que rompió toda clase de moldes y fronteras entre el jazz y otros géneros.
Quienes tuvieron la suerte de ser testigos del memorable show que ofreció Weather Report en Buenos Aires en agosto de 1980 recordarán sobre todo la espléndida conexión entre el inspirado sonido acústico de Shorter y el innovador arsenal eléctrico aportado desde los teclados por Joe Zawinul. Los prodigios de Jaco Pastorius en el bajo completaban ese cuadro completamente nuevo, como le gustaba a Shorter.
“El mundo se rige por lo popular y ese camino siempre está abarrotado, lleno de gente que no va a ningún sitio. Yo elegí tomar el camino menos transitado, porque ese es el camino del explorador”, diría años después sobre aquellos años transformadores, en los que Shorter sumó a sus constantes búsquedas musicales nuevas preguntas sobre el estado del mundo.
Allí nació un incipiente compromiso social que con el tiempo fue mutando y adoptando nuevas configuraciones en las que se mezclaban la espiritualidad, la ciencia ficción y la lucha por los derechos de los afroamericanos (Shorter era uno de ellos), entre muchos otros estímulos. En 2005 participó de una gira junto a Hancock y a Carlos Santana como “emisarios musicales de la paz”, al conmemorarse 60 años del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki.
Sus incansables búsquedas también lo acercaron a la música clásica. Trabajó un buen tiempo muy cerca de la celebrada soprano Renée Fleming y su último gran aporte fue la ópera Iphigenia, inspirada en la clásica tragedia de Eurípides, a la que se sumó desde el libro y la interpretación la gran contrabajista Esperanza Spalding. Tuvo su estreno mundial en Boston, en noviembre de 2021, y se representó desde entonces en varios teatros de ópera de Estados Unidos.
A ellas, Shorter se sumó con la última de sus formaciones, integrada por el pianista dominicano Danilo Pérez, el bajista John Patitucci y el baterista Brian Blade. Con ellos también tocó en Buenos Aires. Fueron varias las visitas de Shorter a nuestra ciudad y la última de ellas estuvo marcada por un inesperado contratiempo que terminó con un destacado músico argentino acompañando a estos grandes.
Estuvo activo hasta el final sobre todo en una de sus grandes especialidades, la composición, porque varios problemas de salud fueron condicionando y limitando cada vez más sus conciertos en vivo. Esas presentaciones funcionaban como un verdadero viaje a lo inesperado. “Nunca sabemos qué vamos a tocar –le dijo hace unos años al diario El País, de Madrid-, pero siempre habrá algo familiar en ello porque una pieza musical no concluye nunca”. Estaba convencido de que todo el repertorio universal, hasta la Novena Sinfonía de Beethoven, está compuesto de obras inconclusas.
Más que una afirmación, se trataba casi de un autorretrato. Para Shorter, en la música no existen ni los principios ni los finales: “La música, como nosotros, ha de ser un continuo”.
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