Murió el director de orquesta James Levine
Tenía 77 años; el célebre maestro norteamericano condujo los destinos de la Met Opera neoyorquina durante cuatro décadas, hasta que fue despedido en 2018 luego de que una investigación hallara “pruebas creíbles” de acoso sexual en su contra
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La carrera del director James Levine, cuya muerte a los 77 años se anunció ayer aunque ocurrió según algunas versiones el 9 de este mes, empezó mal y terminó mal y, a pesar de eso, fue una carrera que sería difícil, aun injusto, no calificar de gloriosa. Voluminoso, tan inconfundible por sus rulos como por su toalla al hombro, Levine fue el hombre que durante 47 años tomó todas las decisiones en la Metropolitan Opera de New York. En 2018, llegaron las denuncias de presunto acoso sexual por hechos que habían ocurrido tres décadas. Muy políticamente correctas, las autoridades del Met encontraron “verosímiles” esas denuncias y lo despidieron. Levine inició una causa por difamación, pero el daño ya estaba hecho: aunque se llegó finalmente a un acuerdo económico, sin pruebas, por “credibilidades” y “verosimilitudes” se destruyó una reputación y también una carrera. Ayer, sin embargo, Peter Gelb, director general de la casa de ópera, dijo que “ningún otro artista en los 137 años de historia del Met había ejercido una influencia tan profunda como Levine”.
Antes de ser despedido, el Parkinson y repetidos problemas de salud fueron ya preparando un final triste. Los inicios no habían sido mejores. Nacido en 1943 en Cincinnati, se había formado en los años sesenta como director al lado del severo George Szell, figura tutelar de la Orquesta de Cleveland. En el piano, fue discípulo de Rosina Lhévinne y de Rudolf Serkin y, aunque no lo reconozcamos en primera instancia como tal, era un ejecutante formidable, como bastan para probarlo el Winterreise que grabó con la mezzo Christa Ludwig, las colaboraciones con la soprano Kathleen Battle o las piezas para piano a cuatro manos que registró con Evgeny Kissin. Sin embargo, su auténtico mentor fue Herbert von Karajan. El 5 de junio de 1971, debutó en el Met con Tosca. En 1973, logró el cargo de director musical y el año siguiente se quedó con todo. A lo largo de los años, dirigió 2552 representaciones.
Pero entonces, a los cuarenta y tantos años, Levine tenía otros planes más ambiciosos: heredar el reinado de Karajan. Eso explica que, para sus actuaciones europeas, prefiriera Bayreuth y Salzburgo antes que, por ejemplo, Londres. Tras la muerte de Karajan, en 1989, Levine quedó huérfano, pero no sólo por la pérdida de su mentor sino porque la Filarmónica de Berlín no quería ningún prótegé. La carrera que empezaba a despejar parecía venirse al suelo. Contó Andreas Holschneider, entonces presidente del sello Deutsche Grammophon: “Cuando le pregunté a la Filarmónica de Viena con qué director quería grabar las sinfonías de Mozart (la integral anterior había sido con Karl Böhm) me contestaron unánimemente que querían a James Levine”. Fue acaso una ofrenda póstuma del Maestro Karajan, que tan buena relación había tenido con esa orquesta en sus años finales.
Mozart le sentaba muy bien a Levine, y lo mismo podría decirse de buena parte del repertorio vienés, y esto implica también mencionar sus versiones de Arnold Schönberg y Alban Berg (es maravillosa su versión con Anne Sophie-Mutter del Concierto para violín). Lo mismo podría decirse de Mahler, cuya Octava sinfonía eligió en 2004 como inicio de su relación con la Sinfónica de Boston, en la que sucedió a Seiji Ozawa, otro delfín de Karajan. Antes, entre 1999 y 2004, había estado al frente de la Filarmónica de Múnich.
Algunos le imputaban a Levine no tener una personalidad musical muy reconocible. Es un juicio discutibe, y en todo caso actuó en una época que tendía, como sigue pasando todavía, a igualar ejecutantes y orquestas. Nadie puede negar su minuciosidad y la pericia para llevar a las nubes el nivel artístico de una orquesta. A principios de la década de 1990, The New York Times publicó un artículo en el que señalaba que el logro mayor de Levine había sido el ascenso musical de la orquesta que había alcanzado “raras cumbres de excelencia”. Quien escuche algunos de sus Parsifal (ante todo, el que hizo con Plácido Domingo y Jessye Norman), va a estar de acuerdo con semejante afirmación. Para hacerlo, entre otras cosas, reemplazó a músicos veteranos por jóvenes y aumentó los salarios. Sabía, además, elegir las voces como nadie. Cuando, aunque parezca increíble, Italia se quedaba sin voces o faltaba un Heldentenor en Alemania, ahí estaba Levine para resolver la escasez. En la década de 1950, tener un buen reparto para Madama Butterfly era la norma; cuando le tocó dirigir a Levine era ya la excepción. “Te hace mejor de lo que sos”, había dicho de él Battle. Leonie Rysanek aseguraba algo parecido: “Siempre sentí que Jimmy ama las voces”.
Según cuenta Johanna Fiedler en el libro Molto Agitato. The Mayhem Behind the Music at the Metropolitan Opera, Levine tenía la costumbre de conversar con la orquesta en los ensayos; eran casi conferencias en las que, sin perder de vista la música, hablaba de filosofía, literatura y arte contemporáneo. Anota Fiedler: “Se formó en una era en la que la música clásica y todas las artes ocupaban en la vida estadounidense un lugar mucho más importante que ahora. Le parece que hay un desinterés por la cultura en la mayoría de la población”. Levine fue probablemente el último gran director de ópera en la edad de plata de la ópera. No lo ignoraba, y esta comprobación habrá sido otra causa de amargura. Explicó, con pesimismo, en la década de 1980: “Es un período terrible para la ópera. Algún día van a pensar que yo estaba loco por dedicar tanto trabajo y energía a una forma artística en decadencia. Francamente, no estoy seguro de que no sea una batalla perdida”.
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