Gran referente de la música urbana surgido en el Oeste del conurbano bonaerense publicó, a los 17, su segunda producción, 166
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Una de las teorías del universo -porque en el universo hay tantas teorías como estrellas- dice que el mejor ejemplo que puede reconocer un ser humano es aquel que encuentra en sus pares. Y cuando hablamos de pares, en general, nos referimos a los de una misma generación. Si aquel que tiene mi edad puede hacerlo, ¿por qué no yo? Milo J es uno de esos ejemplos para los de su edad.
Reúne varios requisitos. Una carrera meteórica que con un EP y dos álbumes publicados (el más reciente es 166). Millones de vistas y reproducciones de su música en plataformas digitales. Convocatorias para hacer feat que le llegan de diversas latitudes. Una Bizarrap Music Session multiplicada por cinco, que es un premio en sí mismo, para estos días que corren en la industria de la música. Y un hype entre sus seguidores que no decae. Para una generación que no quiere ser estrella de rock ni astronauta sino youtuber de fama mundial, Camilo Joaquín Villarruel, puede ser uno de esos grandes ejemplos. Pero, además, tiene otra cualidad que excede a los suyos: su capacidad de hacer un link con el pasado. Si bien la música urbana actual toma como uno de sus pilares al rap -una expresión ya añeja, que el año pasado cumplió medio siglo desde que se conoció en el Bronx, en su estado más germinal-, el ámbito centennial (y, en parte millennial) en que se produce y se consume no suele trazar mayores conexiones en línea de tiempo. Milo tiene algunos links que abrieron su espectro lo suficiente como para poder colar algo de aquello en su música.
Lo primero que se escucha en 166, el flamante álbum que acaba de publicar, es la voz de Charly García. Es el registro de una entrega de premios en la que astro del rock vernáculo sentenció: “Hay que prohibir el autotune”. Lo gracioso es que la manera actual de cantar de Milo J ya lleva una especie de autotune incorporado, además de ese visceral autoanálisis que se desprende de sus cuerdas vocales y cae de lleno en cada verso. Y el segundo tema, “Antes de los 20″ no es más que una gran síntesis de este álbum: “Hoy toca descansar, esta vida va a 220. Y muy antes de los veinte, no sé cómo va a afectarme”.
A Milo J le pegó fuerte la alta exposición, el lugar donde se lo pone y la necesidad (¿autodefensiva?) de no dejar de ser lo que es. Fue el artista más nominado de la última edición de premios Gardel a la música y salió de la ceremonia con un par de estatuillas bajo el brazo. Es algo absolutamente lógico para alguien que pasa de ser un muchacho inquieto que le gusta grabar música a convertirse en este referente con el que todos quieren tener una selfie.
Para preservarse toma al barrio como objeto de vindicación. Desde dentro de su metro ochenta y su aspecto de pequeño Señor Spock sale una voz precozmente madurada, porque su garganta no está timbrada como la de un muchacho del conurbano bonaerense de la República Argentina sino como la de alguien varias décadas mayor. Porque sus canciones, que atraviesan varios tópicos, a veces traen consigo una nostalgia no vivida. Y porque, aun así, maneja los códigos de su generación, esta que lo puso allá en lo alto. De hecho, lo que suena a su generación es su manera de cantar con giros de español neutro y pronunciación caribe.
Si 111 fue un disco de conexiones con otras épocas y con formas musicales atemporales, su flamante 166 está atravesado por dos signos claramente legibles de la industria de la música de estos tiempos. Por un lado, el egotrip que aparece como algo incondicional en la producción de la música urbana. Por otro, habiendo formatos musicales tan estandarizados, la necesidad de marcar la diferencia con algunos rasgos de identidad. En 166 pone la autorreferencia como una constante (eso que lo hace sonar como todos los demás, como uno más entre esa gran marea de solistas). También apunta a la diferenciación, a través de las señas particulares que puede ostentar alguien nacido y criado en el Partido de Morón. Así como Trueno lo hizo con los tópicos del barrio de La Boca, Milo J exalta “ser del oeste”, no como un atributo especial sino como un folclore, un rasgo de identidad, y con iconografía (desde el colectivo de la línea 166 y “El gallito” Morón hasta el show que dará el próximo 25 de mayo, día que cumpla 18 años, en la cancha de ese club de fútbol).
Incluso, tiene prédica en un “west” más profundo al que no pertenece: “Alioli” es una de las canciones, en donde lo deja bien claro. “En la villa me respetan porque la pegué sin dármela de nada. No manejo fierros, yo puse la cara. No fui soldadito ni un Tony Montana ¿Punguié, timbié, me falopié? Nah. Si en mi cuaderno había un fondo de inversión. Y un día me levanté y tuve una puta regresión, bajó la data. Un wachin me preguntó cómo hacer plata con la music. Yo le dije que hay que hacerlo por la music, no la plata”. También puede ir en sentido contrario: “Millo antes de los twenty y si un día tengo un Bentley, no va a ser de alquiler, me lo gané”, dicen al principio del álbum.
Más allá de este o de otros gestos de arrogancia que son tan habituales en la música urbana (esa que carece de conjugación en tercera persona), en lo que ha hecho Milo J durante su meteórica carrera al estrellato secuela un entorno social y familiar que es parte de este perfil, de esa identidad, de esa diferenciación. Hizo featc con Yami Safdie, Yaritza, Nicki Nicole, Peso Pluma, Eladio Carrión, Foco Foking, Lit Killah, Bhavi, Khea, Neo Pistea, Seven Kayne, Tiago PZK y Rei, entre otros. Pero cuando comenzó a crear 166 se nutrió de colaboraciones mucho más cercanas a su entorno porque el concepto seguramente tuvo que ver con eso. Tampoco le son ajenos otros gestos. La inclusión de un remixado del tema “Dinosaurios” de Charly García (en su canción “Hippie”), homenajes a Abuelas de Plaza de Mayo en su show del Movistar Arena y en Montevideo (con la murga Agarrate Catalina), o su reciente visita a la ex Mansión Seré (centro de detención y tortura durante la última dictadura militar) no fue en absoluto una pose, sino un link a su historia y con una convicción que también tienen que ver con cuestiones heredadas. Lo mismo que la convocatoria de H.I.J.O.S. para una colecta de alimentos que hizo cuando presentó, días atrás, su nuevo álbum.
Si 111 fue un disco para elogiar la palabra, para ir en busca del hecho artístico en sí mismo, 166, quizá, quede en el futuro como un disco bisagra, de paso a otra búsqueda artística, luego de un momento absolutamente catártico. No es casual que, más allá de que el álbum profesa la declamación continua y constante, con su nombre siempre sonando en cada tema, hay piezas que aparecen hacia el final, como “I’m”, en donde aparecen interlocutores en el relato, una mirada hacia afuera y esa buena pericia que tiene para encontrar la belleza en la palabra. De algún modo, vuelve a ciertas estéticas del álbum anterior. Aunque el talento no se mide con un calendario, Camilo lo tiene, en estado de ebullición y a la espera de cumplir la mayoría de edad.
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