Mike Oldfield: retirado de la música y desde Bahamas, el autor de Tubular Bells desilusiona a sus fans
Con ese disco inclasificable, el compositor británico se dio el lujo de hacer convivir al rock con la música clásica y el minimalismo que cambió para siempre el lenguaje musical del siglo XX
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La historia es conocida, pero tan asombrosa que aún hoy cuesta creerla. Michael Gordon Oldfield acababa de cumplir 20 años y era un músico británico virtualmente desconocido aquel viernes 25 de mayo de 1973 en que la recién nacida Virgin Records puso en la calle su primer álbum, Tubular Bells. Ningún disquero juicioso se había atrevido a publicar aquella obra inclasificable, un instrumental de 49 minutos dividido en dos partes (una por cada cara del vinilo) que un niño tímido, huidizo y atormentado llevaba componiendo desde los 17 e interpretaba en primera persona de principio a fin. Era una locura, sí, pero también una genialidad irrepetible, una intersección entre rock, música clásica y minimalismo que cambió para siempre el lenguaje musical del siglo XX y agravó el ensimismamiento de su propio firmante, abrumado por la repercusión (comercial y, aún más importante, estética) de un título que le ha asegurado una página vitalicia de honor en la historia.
Ahora, medio siglo después, la inevitable reedición del 50º aniversario sirve para poner al día el interés de varias generaciones hacia aquella partitura inabarcable, pero también obliga a contemplar con nostalgia el legado de Mike Oldfield, que nació en Reading, Inglaterra, hace 70 años). Después de al menos cinco años de especulaciones sobre un posible Tubular Bells 4, llega el balde de agua fría: la entrega conmemorativa (Tubular Bells-50th Anniversary Edition) solo incluye una maqueta de ocho minutos y medio, fechada en 2017, con la introducción de lo que pretendía ser una secuela y ahora parece un proyecto abortado para siempre. El compositor, retirado del mundanal ruido en Nassau (Bahamas) desde hace tres lustros, admite que esa ya vieja grabación apenas desarrollada “puede ser lo último que haya registrado”, como la asunción definitiva de que las fuerzas, creativas y también físicas, le están abandonando.
Todos se resisten a cerrar el telón de una trayectoria que incluye al menos otros dos álbumes fabulosos, Ommadawn (1975) y Amarok (1990), también instrumentales y conformados por una única pieza, y otro puñado de discos en su momento popularísimos en España y parte de Europa, desde Platinum (1979) a Five Miles Out (1982) y, sobre todo, Crises, el que hace ahora cuatro décadas ratificó gracias al exitazo de “Moonlight Shadow”, que Oldfield tenía buena mano hasta para el pop. Pero Tubular Bells sigue siendo principio y final de todo, en la discografía y en la evolución del legado.
“Yo lo descubrí de adolescente, a finales de los setenta”, relata hoy el compositor balear Joan Valent (Palma, 59 años), “y aquellas melodías repetitivas y la elegancia a la hora de enlazar una sección tras otra me apasionaron. El final de la cara A, cuando [Viv Stanshall] va anunciando los diferentes instrumentos solistas, está a la altura de Ravel o Shostakóvich”. A su juicio, la obra seminal de Oldfield contribuyó a que el gran público le perdiera el miedo al minimalismo de Brian Eno, Steve Reich, Philip Glass, Michael Nyman y hasta Terry Riley. “El éxito actual de los nuevos, desde Max Richter a Johann Jóhannsson, Víkingur Ólafsson o Peter Gregson, se lo tienen que agradecer en buena medida a él”.
El pianista de Santiago de Compostela, Nico Casal, de 38 años y especializado en la composición de bandas sonoras, figura entre los herederos directos de aquellas inauditas campanas tubulares. “Escuchaba la cinta sin parar en el coche, viajando con mis padres y mi hermano -rememora- y ya entonces, como estudiante primerizo de piano, me asombraba su carácter único, honesto y atrevido. Ahora me doy cuenta de que Tubular Bells también encierra un profundo sentido espiritual, de viaje personal y meditación. Es el relato de alguien que cuenta su historia por primera vez, y eso lo hace aún más perdurable en el tiempo”.
Nadie le ha buscado una trama argumental a aquellos tres cuartos de hora de música libérrima, tan heterodoxa como para que su introducción le sirviera de banda sonora sobrevenida a la película El exorcista (William Friedkin, 1973) o que la enloquecida coda de dos minutos finales aprovechase como motivo una viejísima danza tradicional marinera, The Sailor’s Hornpipe. Pero es cierto que aquel genio precoz era también (o ante todo) un adolescente abrumado por sus recurrentes ataques de pánico y por el trágico destino de su madre, Maureen Liston, enganchada al alcohol y los barbitúricos después de que su cuarto hijo, David, naciera con síndrome de Down y apenas sobreviviese un año. Michael la veía sentada en la cama y balanceándose como un trompo con la mirada perdida, así que se aferró a la música casi como a una tabla salvavidas. “Yo le había enseñado unas Navidades los tres acordes básicos de la guitarra -relataba su hermana, Sally Oldfield, en la BBC- y en cuestión de pocas semanas, tras horas y horas encerrado en su habitación, se convirtió en un virtuoso que lo había aprendido todo por su cuenta”.
Con 15 años, Mike se convirtió en el guitarrista del bucólico dúo de folk adolescente The Sallyangie, con Sally, dueña de una voz preciosa. Recuperar su único disco, Children of the Sun (1968), es una experiencia cándida y entrañable, pero también esclarecedora: la pulsación de aquellas guitarras acústicas ya era prodigiosa. El ensimismado hermano menor de los Oldfield fue, antes aún de la mayoría de edad, el bajista del excepcional Kevin Ayers, pionero del pop pastoral y experimental de Canterbury. Pero, pese a los indicios, nadie vio venir Tubular Bells. En la feria de Cannes de enero de 1973, el fundador de Virgin, Richard Branson, presentó una versión casi definitiva de la cara A. La respuesta fue unánime: “Están locos. Ese disco necesita batería y un cantante”.
Oldfield anota en su autobiografía (Changeling, inédita en español) que Branson y el productor, Tom Newman, intentaron a sus espaldas introducir esas mejoras, aunque desistieron al día siguiente. También admite que durante años sintió un “extraño rechazo” hacia su ópera prima, quizá porque la acabó exhausto y desolado por el deterioro de su madre. En la primera entrevista que concedía en toda su vida, Karl Kallas, de Melody Maker, le preguntó: “¿Por qué has escrito Tubular Bells?”. Él permaneció reflexionando “literalmente durante 20 minutos”, para acabar murmurando: “No sé qué contestar”.
Los fastos del 50º aniversario no serán tales, por más que el Royal Albert Hall albergara durante tres noches un espectáculo conmemorativo que añadía acrobacias y números de circo, y que el Blu-ray pertinente incluya un documental de hora y media narrado por el ilustre actor Bill Nighy (Love Actually, o David Jones de Piratas del Caribe). Pero la retirada del maltrecho Oldfield (su última gira es de 1999, aunque actuó en los Juegos Olímpicos de Londres 2012) y la cancelación de su apenas esbozado Tubular Bells 4 lo ensombrecen todo. En último término, aquellas campanas tubulares que se dejó casi por casualidad John Cale en los estudios de The Manor se erigen en prólogo y epílogo.
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