Mentiras para embellecer la música
El jueves próximo, 2 de febrero, Fritz Kreisler cumplirá 142 años. ¿Será verdad? Porque con un sentido del humor muy especial, el ilustre compositor y violinista se entretuvo durante buena parte de su vida en tramar fábulas y embustes de manera sistemática. Algunas chanzas dejaron un saldo altamente positivo para la música. Otras fueron simples diversiones de uno de los más brillantes violinistas del siglo. Su gran amigo, Serge Rachmaninoff, comentó: "Casi nunca logro saber si habla en serio o en broma".
Sin embargo, Kreisler sufría una obsesión que mantenía calladamente. Su obsesión se llamaba Jascha Heifetz, el otro portento violinístico. Y, por si fuera poco, Heifetz cumplía años el mismo día, un 2 de febrero. La coincidencia lo perturbaba como si se tratara de una brujería.
En los tiempos de la Primera Guerra, Kreisler ya era uno de los dos más grandes violinistas del mundo. Pero Heifetz le pisaba los talones con sus 25 años menos y su impresionante técnica. Todas las encuestas exhibían a Kreisler con mayoría absoluta de público. Salvo los expertos. Entonces se propuso demostrar que sólo él, era capaz de poner a prueba el equilibrio de los presumidos especialistas.
En una gira de conciertos por América del Sur, tocó obras de barrocos que, según afirmó, había descubierto en un viejo convento del sur de Francia. Desconfiado, el crítico del New York Times, Olin Downes, investigó y descubrió que se trataba de obras falsificadas por Kreisler, con una adhesión estilística que asombró a muchos peritos. El gerente del editor Carl Fischer, dijo que grandes violinistas como Heifetz y Zimbalist las ejecutaron con enorme placer durante un tiempo y no dudaban que eran obras de Pugnani, Francoeur, el Padre Martini, Stamitz, Vivaldi, Porpora, Couperin y Dittersdorf.
Mientras tanto, Kreisler grababa discos desde 1903 cuando pocos lo hacían, y la RCA le aseguraba un contrato por cinco años con honorarios que ascendían a 750.000 dolares. Las salas de conciertos de todo el mundo le pedían que programara sus deliciosos Liebeslied, Liebesfreud, Schön Rosmarin, Capricho vienés, mientras estas partituras se vendían entre aficionados y alumnos de conservatorios como pan caliente. La fiesta para los melómanos era cuando interpretaba el Concierto de Brahms, con la insuperable cadenza, de la que es autor.