Medio siglo de complicidad entre Iggy Pop y The Stooges
Hace 50 años, la banda editó su legendario disco debut: el nacimiento de uno de los árboles genealógicos más fértiles del rock
A mediados de los años 50, el pequeño Jim Osterberg se pasaba buena parte del día mirando sus programas favoritos. Allí, en el trailer familiar de Ann Arbour, asistía hipnotizado a la performance del volcánico payaso Clarabell y los consejos de Soupy Sales: "cuando escribas una carta, por favor, 25 palabras o menos", decía Soupy, animando a los niños. El pequeño Jim tomó nota de todo. "Cuando empecé a escribir canciones para la banda, pensé que ese era el camino a seguir: 25 palabras o menos. Que sea breve. Pocas palabras y ninguna va a estar mal". De manera que el caos y la precisión. El fárrago y el epigrama. Los Stooges estaban en camino: Iggy Pop había nacido.
La vida familiar, por lo demás, era buena. Una batería en el comedor. Una profesora de lengua y un entrenador de baseball capaces de ceder el cuarto matrimonial para que su hijo se sacara las ganas con los tambores. El resultado de la ecuación era sencillo: el trailer temblaba y la familia se estrechaba. Después de todo, ¿cuántos golpes se necesitan para tocar el blues cavernícola de Bo Diddley?
Durante el asedio de la Invasión Británica, Jim se integró a The Iguanas y ganó dos cosas: experiencia y un apodo. La banda grabó un simple, se transformó en un suceso local y su baterista, definitivamente rebautizado Iggy, se pasó a los Prime Movers. Eran muchachos más grandes, pero no era suficiente. Iggy quería la historia de primera mano. Compró un boleto hacia Chicago, la cuna del blues eléctrico, y tomó contacto con la comunidad negra. "Aprendí un montón -dice en Gimme Shelter, el documental de Jim Jarmusch-. Era más relajado, sabían cómo pasarlo bien y la música era muy precisa. Pude vislumbrar un poco la vida de la gente adulta que no ha perdido su niñez. Un día me fumé un gran porro al lado del río y me di cuenta de que no era negro. Pensé que me gustaría hacer por nuestra generación lo que los buenos músicos negros que amaba hicieron por la de ellos".
De regreso a Ann Arbor, tomó contacto con los Asheton: dos hermanos hoscos que habían perdido a su padre en el ejército. Ron tenía una colección de memorabilia militar, tocaba la guitarra (ocasionalmente el bajo) y, como su amigo Dave Alexander, amaba con fervor a los Who. Scott, por su lado, era un steady boy silencioso y pendenciero. Decidido a dejar la batería, Iggy le enseñó los primeros rudimentos del instrumento con algunos trucos del sello Stax. Ya eran cuatro muchachos orbitando una estrella inestable pero la banda era solo una idea.
En 1967, Iggy Pop, que no daba puntada sin hilo, viajó a Detroit con una pala y una tableta de mescalina. Unos días después llamó a sus compañeros: tenía una casa bien norteamericana para un estilo de vida muy poco norteamericano. Así, mientras tocaban eternamente el mismo riff y descubrían la música para vagabundos de Harry Partch, compartían las drogas, las comidas y los vinilos que Iggy traía de su trabajo en una disquería. "Seamos The Stooges (Los Chiflados) -dijo el mayor de los Asheton-. Porque no hemos hecho nada malo pero todo el mundo nos acusa de algo".
Entre las llamas del Detroit de 1967, la parábola que trazaban los MC5 y los Stooges marcaba los dos extremos de la contracultura: la radicalización política y el nihilismo hedonista. Quince minutos antes del show de los Stooges, el cantante Wayne Kramer tomó a Danny Fields de los hombros: "y esta es nuestra su pequeña banda hermana". Una semana y 25 mil dólares después, los dos grupos tenían firmado su contrato.
En abril de 1969, los Stooges entraron al Hit Factory de New York con John Cale sentado en la silla del productor. Por una vez, el trabajo había caído en las manos correctas: si una persona podía interpretar la plegaria masoquista de "I Wanna Be Your Dog" era el fundador de la Velvet. Iggy y los Asheton trabajaban sobre cada riff hasta que se volvía una columna de aire que conducía a los palacios del éxtasis. Montados sobre el patrón selvático de Bo Diddley o la música elemental de los Troggs, cantaban el vacío existencial con una música que se rebelaba exactamente contra eso. Que a fuerza de repetición, danza y violencia pretendía hacer un agujero en la vida común.
Entusiasmados con la química, los Stooges fueron a Elektra con su álbum de cinco canciones: "I Wanna Be Your Dog", "No Fun", "1969", "Ann" y "We Will Fall". Los ejecutivos escucharon el material y no se detuvieron en el mantra funerario de diez minutos o aquella elegía macabra que, en lugar de mirar a los ojos de la Ligeia de Poe, miraba a los ojos de la heroína. Esa misma noche escribieron tres temas más ("Real Cool Time", "Not Right", "Little Doll") y, en un abrir y cerrar de ojos, lacraron su manifiesto estético. Elektra rechazó hasta tal punto la célebre "mezcla de placard" de John Cale que el propio presidente del sello se sentó frente a la consola. Sea como fuere, no había forma de domar el potro. Con la vara equivocada, la crítica midió la música del disco como pudo: "ruidoso, aburrido, infantil", dijo Rolling Stone; "rock estúpido", apuntó el Village Voice. En el Año Cero del rock progresivo, esa música troglodita era escuchada exactamente como el pasado. Pues bien: era exactamente el futuro.
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