Martha Argerich: la entrega de una artista en la cumbre de sus capacidades
El inicio del Festival Argerich, en un Teatro Colón repleto, estuvo a la altura de las expectativas que siempre despierta el regreso de la eximia pianista; intensa, altamente técnica y siempre sorprendente, su actuación conmovió a los espectadores
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Concierto de Martha Argerich, piano, con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires dirigida por Charles Dutoit. Programa: Ravel, Concierto para piano y orquesta en Sol mayor; Berlioz, Sinfonía fantástica, op.14. Festival Argerich. Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente
Dicho de un modo sencillo, el comienzo del tan esperado Festival Argerich fue absolutamente satisfactorio o, en términos más categóricos y casi deportivos, definitivamente contundente. El Colón estaba atiborrado desde la platea hasta las alturas y, ante su ingreso al escenario, nada novedoso, le tributó o, más propiamente, le arrojó a Martha una ovación clamorosa y sostenida, exactamente como cada vez que la amada pianista vuelve a la Argentina.
Acompañada por Charles Dutoit, los venerables octogenarios avanzaron lentamente hasta el centro, ocuparon sus respectivos lugares y comenzó un concierto que devino en un auténtico evento, un acontecimiento de excelencia cargado de muchísimas emociones y, sobre todo, de resultados musicales impecables. En realidad, el cariño o la devoción por Martha, los griteríos y las aclamaciones que se despiertan antes y después de sus interpretaciones y, en definitiva, la pasión que promueve, tienen como única explicación en lo que ella hace cuando se enfrenta al teclado. Las idolatrías y los amores vienen de sus capacidades y talentos que, en su caso, son tan indudables como infinitos. A los 81, Marta sigue tan genial como siempre.
El Concierto para piano y orquesta en Sol, de Ravel, tuvo un comienzo incierto. Después de golpe del látigo inicial, con Marta arrancando como una locomotora pianística, estrictamente lo que corresponde, se percibieron algunos desajustes, una trompeta desatinada y cierta desprolijidad. A la luz de lo que vino después, de una exactitud y de un rigor musical admirables, puede suponerse que algún ensayo agregado hubiera evitado esos mínimos desacoples, sobre todo, con el expertise y la probadísima eficiencia de Dutoit dirigiendo orquestas. Como era de esperar, Martha lució en el escenario como esos grandes cantantes o artistas que con su sola presencia ya concentran todas las atenciones.
Con ella están su sonido, sus tiempos, su arte, todos sus toques, sus sutilezas y, sobre todo, su entrega, su disposición y su actitud. Lejos de cualquier rutina o de cualquier parecido a una fotocopia, cada vez que ella interpreta una obra que ya ha hecho en cientos o miles de ocasiones, ella produce algo intenso y diferente. Solo por esa completa e íntegra entrega personal, una técnica pianística insuperable, una comprensión de la intimidad del texto y una capacidad expresiva inigualada puede comprenderse que ella vuelva a emocionar con el comienzo en soledad del segundo movimiento. Pero además, en el agitadísimo Presto final, el tercer movimiento, mientras paseaba los dedos de la mano derecha a velocidad de rayo, en esta oportunidad, se dedicó a destacar, con suma precisión e incluso con cierta rusticidad, las disonancias politonales y jazzeras que Ravel sembró en algunos bajos. Las vivencias de una obra conocida nunca son las mismas para quienes la vuelven a escuchar si la intérprete es Martha Argerich.
Después de las aclamaciones, los griteríos y los chiflidos, Martha produjo una sorpresa completa. Para tocar una pieza fuera de programa, ingresó con su nieto, David Chen Argerich, de 13 años, que, para la ocasión, vestía una camiseta de la selección argentina con el gigantesco número 10 en su espalda. Tímido y tal vez un tanto descolocado ante una situación tan clamorosa y multitudinaria, el chiquito, junto a su abuela, tocó con una suficiencia y una seguridad palmarias “Laideronette, emperatriz de las pagodas”, de Mi madre la oca, también de Ravel. Después de esa bellísima interpretación, el rostro de felicidad de Martha lucía radiante. Los aplausos y los palmoteos continuaron pero no hubo más. Con gloria, la primera parte de la fiesta había concluido.
En la segunda parte, con Charles Dutoit luciendo su reconocida estampa y todas sus seguridades, la Filarmónica se resarció de aquel comienzo poco venturoso, y ofreció una versión maravillosa, ajustadísima, inmejorable y altamente musical de la Sinfonía fantástica, de Berlioz. Sin ir en desmedro de nadie ni entrando en comparaciones inconducentes, es indudable que la Filarmónica puede alcanzar niveles de excelencia cuando frente a sí tiene a un director como Dutoit. El desempeño colectivo y los pasajes solistas se fueron sucediendo con solvencia y arte a lo largo de los cinco movimientos. La lectura de Dutoit prescindió de algunos modos interpretativos hiperrománticos que suelen escucharse con esta obra, y construyó cada episodio y cada movimiento con maestría. Se pudieron percibir y admirar todas las intensidades y todas las intimidades y, al final, merecidamente para todos, el director y los músicos, volvió a estallar el Teatro Colón. El mejor comienzo del Festival Argerich había tenido lugar.
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