Marcelo Arce, el hombre que hizo de la apreciación musical un ejercicio accesible, divertido y apasionado: “Me gusta hacer todo con humor”
A punto de celebrar sus 50 años de carrera, el crítico conversó con LA NACIÓN acerca de sus primeros pasos en los escenarios y el secreto al que acude para captar la atención de su público
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Son muchos quienes han hecho presentaciones previas a los conciertos o debates posteriores. Son habituales los especialistas con mayor o menor formación académica que se han dedicado a la divulgación para hacer más accesible ciertos códigos musicales para un público no formado. Pero hay alguien que, desde sus muy entusiastas 78 años de vida, hace casi 50 que se expresa de una manera única en ese terreno. Porque sus presentaciones son verdaderos espectáculos en los que la música elegida es el centro, pero en los que su protagonismo es indiscutible, por el énfasis, la vehemencia, la teatralidad con los que habla de artistas y músicas, de historia y de estilos, de géneros y de eso que él llama “el cotilleo”. Hay, sin dudas, un estilo Marcelo Arce que, en definitiva, solo puede entenderse mencionando su nombre.
“Me da pudor que diga eso, pero es un título que pone usted”, nos dice en el comienzo de la charla previa a una nueva propuesta que conoceremos el lunes 11 de noviembre en el teatro Astral. “Eso que usted llama mi estilo, nació por un accidente lindo en la Facultad de Derecho, donde yo estudiaba, en el año 1975. Había un área de extensión cultural en la que se hacían cosas muy importantes, conciertos. Y en un momento el encargado del área me dice: ‘¿Qué pasa que sus amigos y sus compañeros no vienen a los conciertos?’. Y mi respuesta fue: ‘Lo que pasa es que muchos no lo entienden o le tienen miedo a la música clásica’. ‘Dé un curso’, me dijo. No tenía experiencia, pero me quedó picando. Y ese estilo Arce, como usted lo llamó, nació ahí con un principio que aún mantengo”, explica a LA NACIÓN.
“Yo me pongo del otro lado; o sea, cómo me gustaría a mí que me explicaran lo que se escucha. Explicarle una sonata de Mozart a quien no distingue un buzón de un piano; o sea, que no sabe nada de técnica musical. Entonces hicimos un cartel grande, tipo club, que decía ‘Hacia la música’, y aclaramos: ’Cursillo de apreciación musical’. El rector me hizo registrar ese concepto de apreciación musical, que hasta entonces no se usaba y que después registré también en otras partes del mundo. Cuestión que ahí fui con el Wincofón, sin micrófono ni pantallas. Se anotaron 2000 y cabían la mitad, así que hicimos dos turnos. Fueron hasta los profesores para escuchar esta voz que tengo y por la que me siguen reconociendo. Pero esto no lo hago solo, porque necesito de un público que, aunque no sepa nada, sí tenga sensibilidad. No hacer algo elitista, pero con el concepto que el arte es mucho para pocos. Mi intención, siempre, es llegar a lo profundo de una obra. Y lo que jamás puede faltar en mí es la pasión”, declara.
-Pero siempre alejado de lo que haría un musicólogo o un divulgador convencional...
-Yo me inventé eso de pisar la música para explicar “viene el pájaro”, “viene el grillo”, “viene el violín”, “vienen los relámpagos” y a describir. Esa es mi principal preocupación: que la gente descubra esos misterios y tenga esa información. Voy solamente con una guía de los tracks y armando lo que sucede de acuerdo con la reacción del público, a lo que voy percibiendo. Mi preocupación, repito, es que el público sepa qué describe una obra. Hay gente que escuchó mil veces las cuatro estaciones de Vivaldi y no sabe lo que describe. Y no es que lo invente, porque si no sería un cuentista muy polémico. Yo viajo, investigo, hablo con los protagonistas cuando puedo y con eso construyo lo que después les digo.
-Muchas veces en la historia de la música se ha planteado esa dicotomía entre descripción y conceptualización técnica.
- Por supuesto. Es una discusión muy antigua en la música. Pero yo no me dirijo a un público especializado que conoce la terminología técnica. De modo que tengo que pensar cómo llego. Si hablo de Béla Bartók, hablaré de cómo el folklore de su país se transforma, cómo elementos de la música rusa pueden derivar en algunos elementos del chamamé. Hago escuchar las dos cosas y sin aplicar terminologías musicológicas, les hago ver las relaciones y las semejanzas, cómo son las corrientes migratorias. Pero en mis 50 años de actividad en esto, jamás doy elementos técnicos. La maqueta del espectáculo que voy a dar la armo musicológicamente, a mi manera y con la investigación. Preparo mis fichas, las corrijo y las vuelvo a corregir. Pero en el momento de la función me dirijo a un público que no conoce esas cuestiones técnicas. Ese armado es una tarea minuciosa a la que dedico mucho tiempo. En pandemia, cuando daba cursos por Zoom (que aún sigo dando) hice más de 100 maquetas de espectáculos.
-¿Cómo ha afrontado las críticas respecto de este estilo suyo tan personal?
-Hubo una primera etapa mía que fue armada con miedo a los puristas, más o menos desde 1975 hasta que actué en Viena en 1997. Fue tan hermoso lo que pasó ahí, con cómo me recibieron, el respeto con que me atendieron, los lugares a los que me llevaron, que llamé a mi esposa desde allá y le dije: “Ahora sé que estoy en el camino correcto”. Y se me fue ese miedo a los puristas. Ahí empecé a hacer lo que ella ya me había sugerido. “A vos que te gustan Los Beatles, Led Zeppelin, el folklore, el tango... ¿Por qué no empezás a mezclar?”. Mi esposa hizo todo; faltaba que diera los cursos. Ella diseña los conjuntos de ropa que uso que además está pensado para pasar los cables del micrófono y hasta con un sistema para que no se vea mi transpiración porque me muevo mucho, salto. Es una especie de red que trajimos del primer mundo, porque cuando termino una función soy una bolsa de agua. Pero entro al escenario y me olvido de todo, de los problemas, de las deudas. Siempre me pareció terrible ese modo de obituario con que suele presentarse la música clásica. Y en cuanto a qué músicas elijo, siempre me fijo en su morfología: si tiene forma y contenido, entonces esa obra es artística. Un clásico es Piazzolla, Paganini, Freddie Mercury (me pongo de pie) o Jon Lord. Y déjeme decirle que, aunque el rock es todavía un movimiento más que un estilo, Coldplay va a ser quien le ponga el rótulo. Algo que se interrumpió cuando Los Beatles se separaron. Le falta ese moño y creo que se lo va a poner Coldplay.
- ¿Todo tiene que ver con todo?
- Mucho más de lo que pensamos en principio. Hay que saber encontrar esos puntos de contacto. Por ejemplo, es increíble la relación que hay entre Mozart y Lennon. No solamente en las escalas, obviamente, o en el lenguaje o en el fraseo, sino en la vida. Los dos eran de vidas disolutas (mire usted; yo soy anticuado y pacato), a los dos les gustan las campanillas y les dan los mismos símbolos: las graves son algo tremendo y las pequeñas son niños, felicidad. Y no son símbolos que estoy inventando. Los busco en sus cartas. No confío en internet, o solo relativamente. Busco y rebusco. Y los viajes me han ayudado mucho. Si usted va a la casa de Mozart y ve la pluma de ganso con la que escribía, no puede creerlo. Trabajaba en varias obras simultáneamente y además siempre llevaba algo en su mano izquierda que podía ser una bola de cristal o una manzana. Con la mano derecha iba de mesa en mesa componiendo y con la izquierda sostenía algo escénico; es fantástico. Ahí está su teatralidad siempre latente en su obra. Le doy siempre al público el entorno histórico porque eso condiciona. No es lo mismo una sinfonía compuesta en los tiempos tranquilos de Mozart, o en sus propios tiempos complejos, que en los tiempos complejos de Shostakóvich en plena Rusia del monstruo Stalin. El público debe conocer eso. A veces la gente quiere que uno compare pintura con música y lo he hecho con gente de bellas artes. Pero como usted sabe, la música ha estado siempre, en términos históricos, detrás de las bellas artes o de la literatura. Cuando la música arrancó en el romanticismo, la literatura ya estaba en otra cosa y había pasado mucho tiempo. El libro que usó Alban Berg para su ópera “Wozzeck” estrenada en 1925, es sobre un drama inconcluso que escribió Georg Büchner en 1814 y que Berg conoció un siglo después. Pero le agrego algo que también es fundamental para mí. Me gusta hacer todo con humor y sumar el cotilleo y la anécdota que rodea a una obra, porque eso sirve para fijar los conceptos. Lo mío no tiene nada que ver con una clase.
-El próximo 11 de noviembre, ofrecerá Sinatra y Pavarotti. La voz y el tenor. De My Way a Nessun Dorma. ¿Por qué estos dos artistas para este nuevo espectáculo?
-Es algo que eligió el público. Venía de hacer un homenaje a los 200 años del estreno de la Novena de “Don Beto” [N. de la R.: así llama cariñosamente a Beethoven], de poner juntos a Piazzolla y Vivaldi. Siempre está latente mi querido y admiradísimo Freddie Mercury del que tengo ya seis espectáculos diferentes. Pero se me ocurrió sugerir esto de Sinatra y Pavarotti y tuvo una aceptación excelente. Y me encanta hablar de ellos porque son dos muchachos que afinan (usted pone el diapasón frente a algunos artistas y se dobla, pobrecito), pero a la vez me permite ver y mostrar la diferencia entre cantor (o voz o vocalista) y cantante. Son técnicas distintas. No es peyorativo y son muchos los grandes vocalistas: Barbra Streisand, Charles Aznavour, Tony Bennet, Liza Minelli o Jairo, entre tantos. Afinar deben afinar todos. Pero el cantante tiene un timbre definido, a diferencia de los cantores que se definen por su estilo. Los cantantes necesitan proyectar la voz; los cantores usan micrófono (salvo excepciones de actuaciones al aire libre, por supuesto).
-¿Hay otros planes para después de este espectáculo de noviembre?
-Nunca paro. Sigo dando algunos cursos por Zoom. Pronto tengo seis sábados en la Fundación Beethoven llamado “La música que nos cuenta”, con todas obras descriptivas: “Cuadros de una exposición”, “El Moldava”, “Los pinos de Roma”, etc. Y la idea es seguir con una gala sobre “Rapsodia bohemia”, una obra a la que siempre volveré. El año que viene se cumplen 50 años de su estreno, en concordancia con mis 50 años de carrera.
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