Manu Chao: 20 años de Clandestino, el disco que nació de un largo viaje por América Latina
Otra que Fitzcarraldo. A fines de 1993, los miembros de una banda de rock reconstruyeron un tren y lo pusieron a andar sobre el camino abandonado que se perdía en las venas férreas de la Colombia profunda. Lo llamaban el Tren de Hielo y Fuego, porque arrastraba un vagón con bloques de hielo y su sistema de locomoción echaba llamaradas, pero podrían haberlo bautizado el Expreso Mano Negra. Allí, mientras Ramón Chao llevaba el diario de viaje, la banda de su hijo tocaba en pueblos olvidados y marchaba rumbo a su propio iceberg. Varios meses después editaron Casa Babylon y ya eran solo una abstracción. El fantasma de un grupo. Manu Chao , sin embargo, quedó habitado por la inercia del movimiento. A su manera, nunca se bajó de ese tren.
Durante los años siguientes se aseguró de no fijar domicilio y viajó por buena parte del continente. El trazado de la ruta no solo le permitió recoger las voces de la calle (relatos de goles legendarios, discursos revolucionarios, canciones anónimas, publicidades, malas noticias emitidas por radios a transistores), sino elaborar su propia quimera del folclore latinoamericano. Menos una música (después de todo, su mano derecha tocaba rumba y una suerte de reggae para fogones) que una gran fuente cultural.
Armado con una guitarra acústica, una portaestudio de cuatro canales y un llavero berreta lleno de ruiditos, Manu Chao comenzó a grabar sus impresiones del camino. Una serie recurrente de melodías que, si bien cantaba en francés, portugués, inglés y hasta gallego, se imponían en la lengua franca de la Cordillera de los Andes: el español. Claro que entonces era otro mundo. No había teléfonos celulares y, por cierto, internet aún no era una herramienta de dominio masivo. Las Torres Gemelas estaban intactas y si los grandes logos corporativos ya habían construido la aldea global algunos antídotos tenían su correspondiente amplificación planetaria. Sin siquiera sospecharlo, Manu Chao compuso el soundtrack de esa encrucijada y puso su voz, que podía sonar como un pato o un payaso, en el extremo opuesto de la caricatura. "Odio el cinismo –diría más tarde–, me parece un escondite supercobarde".
El 6 de octubre de 1998, a través del sello Virgin, Clandestino llegó a las disquerías. Tenía un subtítulo de orden apocalíptico y, en la portada, un retrato casual y naturalista que el tiempo transformó en ícono. Apoyado contra una pared húmeda, Manu Chao esperaba la última ola con la camisa abierta y los brazos en jarra: un trotamundos con conciencia política, pasaporte del primer mundo y hedor de marihuana. Tenía 37 años y ya había cambiado su vida; ahora iba por la de los demás.
La imagen del desembarco no fue una nota al pie. El videoclip de "Clandestino" empezó a rotar en MTV y el arte gráfico de Frank L’Oriou y el propio Manu, además de drenar un documental y otros videos, logró maridar con la música: un collage de colores calientes, volantes y estampitas para una suite callejera y latinoamericanista. El sonido del siglo nuevo: un tipo solo, pero conectado con el mundo.
Aunque contaba con una sección de vientos (Jeff Cahours en trombón, Ángelo Mancini y su hermano Antoine Chao en trompetas) y las voces de Anouk y Awa Touty Wade, Clandestino era el diálogo privado entre un punk y un continente. Con la saga de los migrantes y refugiados como mascarón de proa, las canciones jugaban con la libertad de la música popular antes del copyright. Manu Chao no solo citaba a "La verdolaga", de Totó La Momposina, o "La llorona", de Chavela Vargas, sino que construía sobre ellas sus nuevas composiciones. En el juego de reflejos, una canción era dos o tres, un leitmotiv que reaparecía en otra canción y saltaba de un disco al siguiente con una letra distinta. La épica, por cierto, llegó bastante más tarde.
Desorientados por los colores acústicos y la caída del tempo, los punks agitanados que habían celebrado a Mano Negra pusieron el disco en stand-by. Su propio peso específico, sin embargo, arrancó un goteo que finalmente explotó en los albores de la crisis argentina de 2001. Para entonces el disco llevaba millones de ejemplares vendidos, Manu Chao giraba por el mundo con Radio Bemba y, en cada una de sus conferencias de prensa, sus respuestas eran escuchadas con devoción oracular.
"La sensación era estar con un artista en el momento en el que es el world champion –dice el periodista Daniel Riera, que escribió la crónica de su gira argentina de 2000 para Rolling Stone–. Pero Manu aprovechaba esa sensación de poder de un modo muy distinto al que lo aprovecharía otra estrella. Quería nutrirse de todo, estar al tanto, mantenerse informado, escuchar a la gente. Era una perspectiva de las cosas opuestas a la del artista aislado que llega a tocar y se va. Era exactamente lo contrario. Entre tema y tema, así como los Ramones decían ‘one, two, three, four’, Manu gritaba ‘¡¿qué pasa por la calle?!’. Esa era la pregunta existencial, eso era lo que desorientaba a los representantes de su discográfica".
Manu levantaba las reservas de los hoteles deluxe para comer en parrillas de camioneros y tirarse a dormir sus tres horitas de sueño en sucuchos de dos estrellas o refugios de montaña. Muy pronto llegaron los palos. "¿Quién se cree ese con todas sus tarjetas de crédito?", dijo Fito Páez. La crítica era menos dirigida hacia su música que hacia la ética de trabajo y algunos de sus efectos colaterales. Clandestino, por ejemplo, había creado un patrón tan fuerte y original que copiar sus modos pareció tan sencillo –y tal vez lo fuera– como peligroso. Próxima Estación Esperanza, en ese sentido, no ayudó. Si bien era un muy buen disco y nadie podía acusar a Manu Chao de robarse a sí mismo (después de todo, había encontrado su propio lenguaje), cristalizó el molde. "Manu Chao –anotó el escritor Martín Zariello en una de sus célebres boutades–: música para jóvenes que se hacen una rasta en la nuca, nunca terminan la carrera y hacen pasar su bobería habitual como un ‘cuelgue’ producto de la marihuana".
El radio del influjo, para entonces, era inmedible. David Byrne asistía a su Feria de Las Mentiras, Adriana Calcanhotto versionaba "Clandestino" en el disco Público (2000) y, en las casas tomadas de todo el planeta, el disco era la música de fondo para la lectura del No Logo de Naomi Klein. No faltaba mucho para que uno de los sketches semanales del programa de Marcelo Tinelli estuviera sostenido por "Me gustas tú". Sí, señor: el héroe de okupas, anarcos y mochileros ya estaba en las fauces del prime time. ¿Quién lo hubiera dicho? La distancia entre la contracultura y la cultura de masas ya era una delgada línea roja. Una raya en el mar.
Un rumbo nuevo
"Clandestino me lo regaló Pablo Potenzoni, el baterista de Todos Tus Muertos", cuenta Goy Ogalde (Karamelo Santo). "Se lo había dado Manu cuando se encontraron en Los Ángeles -agrega-. Lo puse y no le presté atención, pero a los días me lo bajé en un casete y luego lo escuché en un viaje. Me encantó. Tiene canciones inolvidables como "Desaparecido" o "Lágrimas de oro", que marcaron una visión de la música de América Latina y señalaron un rumbo nuevo".
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