El estadio porteño nació sin techo y fue construyendo su mística en paralelo a la historia más reciente del país; tiene 89 años y por allí pasaron históricas veladas de boxeo, dos mundiales de básquet, conciertos memorables, el casamiento de Maradona y Villafañe y hasta un acto nazi
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Pareciera exagerado decir que se puede contar la historia argentina sin pararse de una butaca, pero esa premisa toma fuerza si se trata de uno de los asientos del mítico Luna Park. Es que la esquina porteña donde -hasta hace tan solo unos días- la gente iba a vacunarse fue el escenario de grandes hitos de la cultura argentina, desde el boxeo hasta la música en todas sus dimensiones, desde la política hasta la religión. Desde antes de que abra sus puertas estaba destinado a dejar una huella. Así, cuando lo que había en la manzana de Corrientes, Bouchard, Lavalle y Madero era un baldío encerrado entre cuatro paredes, en un cartel se divisaba: “Aquí se levantará el gran stadium Luna Park”. Ambicioso, pero certero.
En estos tiempos, recorrer este rincón porteño es un golpe de realidad. El Luna ha reflejado por años la historia de la Argentina y, fiel a eso, si uno fuera hacia allá -barbijos y protocolo mediantes- y se detuviera en el centro del predio, se sentiría ínfimo. No solo por el dolor que genera el contraste entre el silencio pandémico y el ruido de los casi 10 mil espectadores que han cantado mirando ese escenario, sino también por lo pequeño que uno es ante su historia.
Estás en la tierra donde tocó Frank Sinatra, Liza Minnelli y Luciano Pavarotti. Respirás y sentís el abrazo de las miles de butacas (hoy vacías) que acobijaron a Carlos Gardel en su último adiós. Entonces, te inunda la música que alguna vez resonó allí. Y te dejás habitar por ella.
Adiós Sui Géneris
El 5 de septiembre de 1975, el Luna y 25 mil personas fueron testigos del “último” recital de Sui Generis (o, mejor dicho, “los últimos”, ya que hicieron dos funciones el mismo día). Por iniciativa del productor Jorge Álvarez, Charly García y Nito Mestre se despidieron en cuotas: el álbum doble Adiós Sui Géneris, una película documental y dos shows en aquel espacio. Se trató del primer recital masivo de rock en el Luna, a tal punto que en la tapa de un diario de aquel entonces se leía: “Metieron más gente que Monzón”. La casa del boxeo empezaba a rockear.
De todos modos, si bien aún hoy se habla de aquellos conciertos como “los últimos”, no fue así. La “paradoja”, explicó Mestre tiempo atrás a LA NACION, es que a la semana siguiente tocaron en el interior y que incluso pensaron seguir juntos. “Charly me dijo: ‘¿Y si no nos separamos nada?’ Nos entusiasmamos, pero dijimos: ‘Ya nos despedimos, nos van a matar... Y bueno, separémonos entonces’”. El sentimiento que se vivía en aquellos shows fue el de un gran adiós, emoción que se potenció en los últimos minutos: “La gente ya sabía que se acababa y un poco ahí me contagié”, reconoció Mestre.
Las noches de Frank Sinatra y la quiebra de Palito Ortega
Diez días. Agosto de 1981. Hubo una ocasión -la única- en que Frank Sinatra viajó a la Argentina para conquistar a todos con su voz. Cuatro shows en el Sheraton, dos en el Luna Park, cientos de anécdotas y una historia de lealtad. El productor Ricardo Finkel, que dedicó gran parte de su vida a traerlo, y Ramón “Palito” Ortega, el socio financista de esta hazaña que parecía imposible, fueron los encargados de traerlo a Buenos Aires. Este hito marcó a “Palito” a fuego: se endeudó por dos millones de dólares, pero le valió un vínculo eterno con la leyenda.
Para traerlo, la dupla contaba con que 4000 personas paguen mil dólares para “comer con champán francés y Sinatra en el escenario”, pero la escalada del dólar y el miedo a salir escrachados por asistir a aquel evento en tiempos de reclamos de subas salariales hicieron que muchos decidan no ir. “El único que puso el pecho al problema económico en el cual desembocó el contrato de Sinatra, con una hiperinflación galopante que asustaba, fue Chango Producciones, que era yo”, explicó “Palito” a Diego Mancusi y Sebastián Grandi, autores del libro “Operación Sinatra”. Este hecho le valió el respeto de Sinatra, quien lo ayudó a superar esta crisis. Antes de subirse a su avión para dejar la Argentina, el ícono del jazz lo abrazó y le dijo: “Cualquier garantía que necesites en los Estados Unidos, el garante voy a ser yo porque sé todo lo que te pasó”. Y cumplió su palabra.
El desembarco de Rodrigo
Rodrigo Bueno se fue en lo más alto. El Potro no soló quedó inmortalizado por ser el máximo referente del cuarteto, sino que marcó un récord: en abril de 2000 tocó en el Luna y, como las entradas se agotaban en minutos, terminó haciendo 13 conciertos consecutivos (logro que 6 años más tarde sería duplicado por Ricardo Arjona). Entre las perlitas de esos conciertos, en los que el Luna fue cordobés, se destaca el hecho de que su hijo estuvo en el escenario, Pipo Cipolatti fue uno de los presentadores y el músico cantó allí “La mano de Dios” junto a Dalma y a Gianinna, quienes ya habían estado en aquel lugar 11 años antes, el 7 de noviembre de 1989, día en que se casaron sus padres, Diego Armando Maradona y Claudia Villafañe. En ese entonces, Dalma tenía dos años y Gianinna seis meses. Fue una celebración con 1200 invitados: “la mejor fiesta del siglo”, según Guillermo Coppola.
En esos shows, el Luna Park combinó pasado y presente. Vestido de boxeador como un guiño a la historia de este icónico rincón de la cultura nacional, Rodrigo apareció con guantes, bata y pantalones cortos; además, en el escenario se montó un ring y una mujer alzaba un cartel para anunciar el tema que vendría. Eso que intentó ser parte del homenaje, “traicionó” (sin querer, claro) parte de la cultura del lugar: “Tito” Lectoure, uno de los hombres que condujo el Luna, creía que el ring era sagrado y, por ello, durante las peleas de boxeo que se hicieron allí en el tiempo en que él lo administró se abandonó esa costumbre, tan común en otras latitudes.
Los primeros pasos de un mito que nació en el ring
Todo comenzó al aire libre, con los carnavales de febrero de 1932. Sin embargo, la inauguración oficial se hizo el 5 de marzo de ese año. En aquel entonces, el Luna daba directamente al cielo. Dos años más tarde colocaron el techo y pusieron las gradas. Ese es hoy el mayor límite si alguien quisiera construir algo allí. Declarado Monumento histórico nacional en 2007, las autoridades del estadio podrían construir hacia abajo (cocheras, por ejemplo), pero no pueden construir hacia arriba: no está permitido cambiar la fachada o la fisonomía del lugar. De todos modos, más allá de su belleza arquitectónica, su mayor valor es lo que ha ocurrido (y ocurre) allí dentro.
La historia de este emblemático rincón porteño comenzó como el sueño de dos amigos de la infancia: Ismael Pace y José “Pepe” Lectoure. El primero heredó la pasión de su padre, Domingo Pace, un inmigrante italiano que solía recorrer Buenos Aires montando ferias y parques de diversiones, bajo el nombre de Luna Park. El segundo era un excampeón amateur de boxeo en la categoría de peso liviano. Por este amor compartido, los primeros pasos que dio este estadio fueron entre nocauts y pantalones cortos. Juntos empezaron con la organización de peleas en distintos lugares de la ciudad. Como en Corrientes 1066, lugar que debieron dejar cuando se estaba montando allí la Avenida 9 de julio. Así fue que se mudaron a la mítica manzana de Corrientes y Bouchard. Primero alquilaron y finalmente compraron el terreno donde se montaría el Luna.
Cuando murió “Pepe” Lectoure (1950), quien lo reemplazó en el mando fue su esposa, Ernestina Devecchi. Inicialmente, lo hizo junto a Pace, pero seis años más tarde Don Ismael murió en un accidente automovilístico y lo sucedió su mujer, Sofía. La viuda de Pace se fue apartando y, finalmente, cedió parte de sus acciones a Ernestina, quien a su vez sumó a Juan Manuel Morales como programador y a uno de los sobrino de Pepe: Tito Lectoure.
Como en aquel entonces no podían existir las sociedades unipersonales, Ernestina le regaló el 5% a Tito, su socio natural, y ella conservó el 95% restante. Él tenía el carisma, la simpatía y era una figura reconocida en el mundo del boxeo. De bajo perfil, Ernestina fue quien llevó las riendas del lugar y lo hizo crecer más allá del universo deportivo.
Ella veía más allá y sentía que la programación del lugar no incluía a las mujeres. Por eso, de sus viajes por Europa fue trayendo distintos espectáculos y así se convirtió en la artífice de muchos de los eventos que se hicieron allí, por más que solía irse antes de que terminaran los shows y se encendieran las luces finales para escaparle a las cámaras. De hecho, solo rompió su costumbre y dejó que la fotografiaran cuando el Papa Juan Pablo II visitó el estadio, en 1987.
Por iniciativa de esta mujer y ante el impacto que tuvo en el negocio la transmisión televisiva del boxeo, este no fue -entonces- el único en conquistar al Luna Park. La capacidad adaptativa de esta manzana porteña hizo que en su corazón hubiera un cuadrilátero de boxeo; una pista de hielo (donde por años se realizó el famoso Holiday on Ice y luego Disney on Ice); una cancha de tenis (en la que compitió el mismísimo Guillermo Vilas); un velódromo, para los excitantes Seis días en bicicleta; una pileta de natación, para el ballet acuático; varios circos, desde la magia del de Moscú hasta el Cirque du Soleil; y un eterno etcétera. De hecho, también fue sede de algunos mundiales: de voley, en 1982; de bochas, en 1987; y del primer mundial de básquet, en 1950, con una Argentina que gritó “campeón” (volvió a ser sede de un otro, en 1990). Además, ahí estuvieron en muchas oportunidades los Harlem Globetrotters, el equipo de básquetbol estadounidense que se destaca por transitar ese equilibrio entre el show y el deporte.
Acontecimientos que hicieron historia: el lugar donde confluye el amor, el adiós y la “mancha” más triste
“Luna Park, mucho más que espectáculos”, se lee sobre la puerta 7 de esta sala. Y es cierto. En esas cuatro paredes también se escribió parte de la historia de nuestro país. Del amor a las lágrimas. Según contó el administrador oficial del lugar, Hernán Barrionuevo a LA NACION, este salón “es uno de los tantos mitos argentinos, pero algunas cosas son inventadas como por ejemplo su fortuna”. Lo dice consciente de que, más allá de su valor patrimonial, “la situación económica del estadio como empresa no es buena”. Tal es así que, durante años, este salón fue a pérdida y el dinero necesario para terminar el ejercicio (que rodeaba los 400 mil pesos) era puesto por Ernestina. La propietaria murió a sus 95 años en 2013 y, como no tenía hijos, en su testamento dejó el Luna Park a la Sociedad Salesiana de San Juan Bosco y a Cáritas, representada legalmente por el Arzobispado de Buenos Aires.
Uno de los mitos que rodea a este lugar es la leyenda que cuenta que allí, el 22 de enero de 1944, se conocieron Juan Domingo Perón y Eva Duarte, en el “Festival de la Solidaridad”, una iniciativa para ayudar a las victimas del histórico terremoto de San Juan. Sin embargo, cinco días antes (el 17 de enero), Perón convocó a distintas figuras (entre ellas, Mirtha Legrand y Niní Marshall) a una reunión en la entonces Secretaría de Trabajo y Previsión para realizar una colecta por esa misma causa. Ese fue entonces el primer encuentro. Pese a esto hay un vínculo muy estrecho entre el Luna Park y Juan Domingo Perón, que evitó que el estadio fuera derrumbado ante el plan de remodelar la zona que impulsaba Juan Debenedetti, el intendente municipal de la ciudad de Buenos Aires.
Familia, amistad, deporte y amor. El Luna Park lo tuvo todo. Y también fue testigo de lágrimas, dado que allí se vivieron los velorios de Carlos Gardel, Justo Suárez, Hipólito Yrigoyen, Julio Sosa y Ringo Bonavena. Sin embargo, sin duda el hito más triste y la “mancha” en su historial es que allí se realizó el acto nazi más grande que haya tenido lugar en América del Sur: 20.000 nazis se congregaron en el Luna Park convocados por la Asociación Austro-Germana.
El futuro ya desliza los primeros acordes
Más allá de su pasado boxeador y político, desde hace años el eje central del Luna Park está en la música. La tierra donde cantaron Frank Sinatra, Liza Minnelli, Luciano Pavarotti y Chavela Vargas intenta levantarse del dolor de la pandemia para volver a ser un lugar de encuentro donde sus casi 10 mil espectadores canten mirando al escenario. Detrás de él hay un pasillo lleno de imágenes de los grandes shows que fueron aplaudidos entre esas cuatro paredes, y caminando por allí -casi como si se tratara de un laberinto- uno llega a la oficina de Barrionuevo. Para el manager de la sala, este estadio luce dos trajes casi opuestos: “A la mañana es una fábrica y uno ve muchachos con cascos que pasan con los fierros, pero a la noche tiene que ser el Palacio de Buckingham”.
Desde el 8 de marzo, esa esquina de Puerto Madero dejó atrás su vestido de realeza para transformarse en un vacunatorio contra el coronavirus. Tal como había adelantado LA NACION en aquel entonces, se trató de una concesión gratuita que los propietarios del Luna hicieron al Gobierno de la Ciudad, inicialmente hasta el 31 de mayo. Sin embargo, recién ahora jubila su vocación sanitaria.
¿Cuál es la próxima etapa? “El corazón del Luna es la música”, reflexionó Barrionuevo. Hoy este lugar -que sobrevivió 18 meses sin shows en vivo- ya tiene programados los primeros conciertos para el resurgimiento, los cuales comenzarán a hacerse en octubre. Ante la difícil situación económica de la empresa, el administrador deslizó: “No tengo temor de cerrar. Es un peligro latente. Creo que lo voy a poder salvar, pero existe la posibilidad”.
El siguiente paso de este rincón que fue historia y que se niega a convertirse en pasado podría escribirse entre la música y la resistencia. “La magia de este lugar está en que abuelo, hijo, nieto y a lo mejor bisnieto vinieron al Luna Park, y todos tienen algo que contar”. Incluso Perón, Sinatra, Juan Pablo II y Charly García.
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