El gran cantautor de la infancia acaba de lanzar Lío, su nuevo disco, y reflexiona sobre los chicos y los adultos en tiempos de pandemia y aislamiento
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Luis Pescetti baja el tono. “No sumar ruido”, es su consigna ante la pandemia. No se trata de guardar silencio. Todo lo contrario. Acaba de lanzar un nuevo disco, que lleva el breve título Lío. La tapa, con virutas amontonadas de sacar punta a lápices de todos los colores, indica que hay mucho escrito y dibujado en el camino.
“Tenés que reinventarte, reescribir, es la necesidad de no repetirte, ver cómo volvés a tirar tu mensaje ahora”, dice el cantautor y escritor de los chicos, en una extensa entrevista en el jardín de su casa del conurbano. “Ahora“ es después de un largo recorrido de la mano del humor compartido a carcajada limpia. Vampiro negro, Qué público de porquería, Tengo mal comportamiento, son algunos de los títulos de la decena de discos que precedieron al actual. “Ahora“ es también un tiempo en que “el chico necesita un sentido esperanzador de lo que vive y de quienes viven con él“.
Durante los meses de ausencia de los escenarios el año pasado fue seleccionando material que iba reuniendo ya en los últimos años: “Fue revolver cajones. En épocas de no salir como ahora te quedás como el hámster en la ruedita. Y entonces agarré de los cajones ideas de canciones para gente que no puede salir, fue replantear todo por completo“.
“Mis discos anteriores tenían chistes, humor, en este hay una alegría en estado básico“, dice desde una punta de una larga mesa de quincho que guarda la distancia. En su repertorio prima en tanto la cercanía al día a día con la infancia: “Yo traslado a la canción infantil lo que es la convivencia con los chicos: cuando se despiertan a la mitad de la noche, cuando te asustan porque tienen fiebre. La ilusión de la llegada de una vida nueva no se pierde, jamás, pero la vida cotidiana, su vitalidad, es muy intensa. Cuando tomás distancia te emocionás, ves el recorrido y te conmueve; pero son menos las canciones que hago desde ahí. Las más son con el día a día, no tanto con la ilusión de la panorámica, sino con el primer plano del cronista.“
Explica que el disco tiene básicamente tres patas:
“Una son mis propios juegos como papá en la vida cotidiana con mis hijos cuando eran chicos. ‘Mi papá arruinaba el plan’, por ejemplo, es un tema que deriva de que venía yo en el auto con mis hijos en una salida que se suponía un plan lindo, y salió aburrido. Los chicos miraban por la ventana con cara de embole. Ahí empecé a cantar: Cuando yo era chiquito, mi papá arruinaba el plan... En Mary Poppins tendrían que haber movido la cabeza al ritmo de la canción, acá me miraban como diciendo... ‘tal cual‘. Y de esos hay muchos juegos en el disco. La segunda pata es que yo, por familia, vengo de la tradición alpina piamontesa. Había un músico en los años 60 en Italia, Nanni Svampa, que recopilaba canciones de tabernas y hostales, todas malhabladas, pícaras y muy vitales. Eran canciones muy irreverentes y me nutrí mucho de eso. Me pregunté cuál sería el equivalente de esto en una canción para chicos. Esa fue la segunda pata. Y la tercera, desde lo musical, fue ponerme a escuchar los blues que me gustaban, a Stevie Reay Vaughan, John Mayer...“
En ese trípode conceptual que marca contenido, tono y ritmo del disco de 25 canciones se inserta alguna que remite a los juegos participativos de los programas televisivos y los shows en vivo de Pescetti (La vaca es un animal), así como otras que juegan con el delirio del absurdo o alguna elucubración filosófica (El infinito me está cansando). “No son infantiles necesariamente, pero los chicos se enganchan“, apuesta sin dudar.
Al revolver cajones se encontró Pescetti no solamente con Nanni Svampa, sino con la música de sus padres. “Esas semanas siempre vi la imagen de cuando mi vieja era chica y vivía en el campo en Santa Fe, creo que ni radio tenía, y en cuanto llovía en otoño-invierno, mi nona sacaba a repasar la ropa, esas eran las actividades de la época cuando te quedabas adentro“. En esos recuerdos afloran orígenes de la música en Pescetti. “Mi vieja nos despertaba todas las mañanas cantando. Y mi viejo silbaba todo el día, laburando de mecánico. En nuestra memoria nosotros somos todo lo que nos hizo. En una feria le compré una vez unas especias a una mujer, cuando le pregunté qué contenía la mezcla le restó importancia diciéndome que cuando comés una torta no tiene gusto a huevo y harina. En mi música estuvo siempre el silbido de mi viejo, la canción de mi mamá, pero estuvo siempre hecho en mí, yo soy eso. Los recuerdos son las chispitas de chocolate que no se mezclaron“, ríe mientras suena el trinar de un pájaro en su jardín.
Escuchar las historias familiares es para Pescetti algo que atrae a los chicos y un ejercicio particularmente apropiado para los actuales tiempos de incertidumbre. “a si los abuelos le cuentan a los nietos de cuando sus padres eran pequeños dan profundidad 3D a la historia familiar.“
–¿Qué te planteó a vos la pandemia?
–Me puso frente a límites reales, darme cuenta que pueden bajar la cortina de verdad. Y como decía una amiga mexicana, nos hicimos más de pueblo. Antes viajaba fácilmente, ahora pensamos si vamos al parque de la otra cuadra. ¿Qué me deja la pandemia? Esta escala de bajarte de la bici... Yo cuando era chico me bajaba de la bici para dar vuelta a los cascarudos que estaban patas para arriba, los ponía al derecho. A mí la pandemia me hizo bajar de la bici para poner cascarudos al derecho. Lo que más me cambió, es la necesidad de arrimar una mano. Como el almacenero del barrio, que se ofreció a toda la gente mayor para hacerles mandados a la farmacia o a acompañarlos a vacunarse. Entonces yo también sentí que desde mi lugar, de lo que hago, puedo acompañar desde el llano. Y en ese sentido no sumar ruido. Lo importante es la meta, vamos, tenemos que salir de esta bien. Lo que más me cambió, además de la sensación de finitud, es eso de salir a ayudar...
–¿Cuáles son tus formas de ayudar?
–Cada vez que puedo escribo algo para postear en mi página, canciones y cuentos que se pueden bajar y hacer circular por WhatsApp, porque la conectividad es muy despareja en las escuelas públicas. O cuando hice el programa en Radio Nacional el año pasado traté de llamar la atención de las experiencias que ya había de gente que trabaja en confinamiento: llamé a la base argentina en la Antártida y hablé con la gente de allí sobre cómo manejaban el confinamiento, hablé con psicólogos de los hospitales infantiles para ver cómo manejan la enseñanza de los chicos cuando hay tratamientos que la interrumpen por meses. Desde mi lugar, es como en un terremoto, dejás de hacer lo que estás haciendo y salís a ayudar a levantar escombros. Cuando empezaron las clases escribí un texto bastante largo y denso sobre cuál es el papel de la escuela cuando se interrumpe la vida cotidiana. Entrevisté a algunos maestros, uno me decía que lo único que no se podía hacer es apostar a que en quince días todo vuelve a la normalidad, porque entonces no empezamos ningún trabajo en serio esperando ese momento. Y lo otro que no se puede hacer es actuar como si el año pasado no hubiera existido, como si nada hubiera pasado. Lo que más hago es hablar con los maestros sobre qué es lo normal en épocas tan raras.
–¿Qué es lo normal en épocas raras?
–Primero atender a qué información manejan los chicos y tratar de ordenarla. Para la vida se necesita tener una narrativa, contar y oír historias. Hablar de dónde viven los tíos y abuelos que no se pueden ver ahora, generar información que les permita imaginar cómo transcurre la vida de un amigo con el que no se encuentran por la pandemia. Ahí estás haciendo algo congruente con su realidad. El chico necesita ser eficaz en el mundo y recibir cierto orden en la información y un sentido esperanzador general de lo que vive y de quienes viven con él. No que todo está mal y nada vale la pena. Sino que realmente las cosas valen la pena, y valen más la pena porque él llegó al mundo, todo chico necesita eso.
–¿Cómo se hace eso?
–Estuve en estos días estudiando bastante sobre Fred Rogers, un conductor de la televisión pública estadounidense que era pastor prebisteriano. Si juntás un set que no debería ser con un conductor improbable y un tiempo de televisión con una lentitud de silencios y pausas, eso completamente antitelevisivo, eso era Fred Rogers. Pero estuvo en la televisión 33 años e hizo como mil programas. Es todo lo contrario de los prototipos de lo que hay que hacer para la infancia. Cuando mataron a Bob Kennedy, le habló a los chicos, cuando las Torres Gemelas, también les habló, con su forma serena, tranquila. A diferencia de muchos programas de televisión para chicos que ves hoy muy sacados, con un ritmo acelerado y personajes disruptivos, que se están todos fugando de la realidad. En el programa que hizo Rogers cuando mataron a Bob Kennedy, Tigrecito, el títere que manejaba, le dice a la actriz: “¿Me ayudás a inflar este globo?“ Ella lo infla, juega, se desinfla, y en medio de lo que ella está haciendo, de la nada, le dice: “¿Qué quiere decir asesinato?“ Al aire, en vivo, un títere, ¡eso es rock’n roll! En términos de comunicación eso es lo que creo que hay que hacer con los chicos. ¿Qué quiere decir esto? Tranquilizarlos, que no es decirles “vayan a jugar, no se preocupen que no pasa nada“.
–¿Estás pensando en volver a hacer televisión?
–Me estaba replanteando hacer televisión, pero a los 63 años ya no me veo como un conductor joven, ahí es donde me puse a ver a Rogers, que a los 70 y pico seguía haciendo su programa. Tampoco sé si en la televisión en sí o por YouTube. El problema de YouTube y todas las redes es que se retroalimentan. Son de alto impacto en tu familia, en tus seguidores, pero no te abren el juego, por cómo funcionan los algoritmos: siempre te van a presentar lo que ya buscás. Y entones los que te buscan siempre van a ver más cosas parecidas a lo que buscan. No van a presentarles lo que no buscan, como cuando encendés la radio o la televisión, que te llega lo que hay. Aunque ahora con tantos canales todo termina autoconfirmándose.
A la manera de breve ensayo, se produjo la semana pasada un cruce de imágenes filmadas entre Pescetti y los chicos y docentes de una escuela rural mapuche que lo contactaron desde la Araucanía chilena. Como amigos lejanos y cercanos a la vez, ellos le contestaron con la empatía de conocidos de siempre. Cruzaron varias fronteras en un viaje de ida y vuelta por Facebook. Es apenas un boceto de cómo se puede movilizar, sin hacer ruido, emociones y comunicación.
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