Louis Armstrong: hizo grande una música “menor”, se convirtió en el más importante entretenedor y desafió a The Beatles
El libro de Sergio Pujol, Por qué escuchamos a Louis Armstrong, vuelve sobre la figura del genial “Satchmo”, del lugar que ocupó en la industria del entretenimiento y de cómo sus aportes hicieron del jazz algo serio
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No todos los artistas tienen el don de la comunicación. Louis Armstrong, el cantante y trompetista norteamericano ícono del jazz conocido como “Satchmo”, lo tenía. Un músico popular suele tener la necesidad de dejar su música para la posteridad y trascender como artista -algo que tampoco era tan común en la época de Satchmo-, pero pocas veces acompañar su obra con un registro autobiográfico, como escritor de sus memorias, y a la vez insertarse en el mundo del espectáculo sin perder su brillo artístico. Así lo explica Sergio Pujol, algo que desarrolla centralmente en su nuevo libro Por qué escuchamos a Louis Armstrong (Gourmet Musical), donde, además, se permite rediscutir el concepto de genio creativo.
Primer gran solista de la historia del jazz -cuando éste era considerado un arte “menor”- y maestro absoluto del swing, Satchmo escribió tres libros autobiográficos: dos se publicaron y el otro quedó pendiente. Son textos bien narrados, dinámicos, tienen el swing de su música. Hombre orquesta, Armstrong sintetiza varias facetas que conviven en su chispeante personalidad a lo largo del tiempo: trompetista, cantante, escritor, actor, figura mediática. Víctima del racismo y de la pobreza de su clase, fue notablemente innovador y representante de la música negra norteamericana aunque tiempo después lo tildaran de conservador: los músicos del bebop, por poner un caso, le dieron la espalda y lo inculparon de jugar el papel de “Tío Tom” en un momento de intensas luchas a favor de los Derechos Civiles.
“Armstrong sabía comunicar y lo hacía en varios planos. Primero, en el escenario con esa gestualidad, con ese don de entertainer, resplandeciendo con la música en primer lugar. Y cuando no pisaba las tablas era gentil y generoso en las entrevistas, dándose a la prensa con palabras precisas y agudas”, sintetiza Pujol, quien dedica el libro a sus alumnos de la facultad de Periodismo de La Plata: allí suele hablar de Armstrong como fenómeno cultural del siglo XX, como uno de los inventores del jazz con el nacimiento de la radio, la popularización de los discos de 78 rpm y su posterior incursión en el naciente cine sonoro.
Satchmo -sobrenombre que venía de Satchelmouth, algo así como “jetón”- nació el 4 de agosto de 1901 en Nueva Orleans y murió el 6 de julio de 1971 en Nueva York. Nieto de esclavos, había nacido en uno de los barrios más pobres de la ciudad, cerca de los salones de bailes y los prostíbulos. Abandonado por su padre y con su madre ganándose la vida como trabajadora sexual, se largó a sobrevivir cantando en las calles por unos centavos y escuchando la música que provenía de los bares, tabernas y lupanares. Trabajando desde niño, luego se las rebuscó como cartonero y cadete de prostíbulos, entrando y saliendo de reformatorios, en una zona social -conocida como Storyville- donde abundaban las drogas, las peleas y los asesinatos.
Si como artista fue uno de los inventores del jazz, con grabaciones entre 1925 y 1928 que son como “flores nacidas del fango”, todo cambió en la extensa segunda parte de su vida. El artista, en efecto, se dedicó a entretener. Según Pujol, lo hizo mejor que nadie, esparciendo su sonido y su sonrisa por el mundo entero, regalándole alegría a su público. Pero al hacerlo pareció contradecir a quienes románticamente seguían esperando de él que operara el poder de transfiguración del genio. Fue así, con un pasado “artístico” y un presente “de espectáculo”, que Louis se convirtió en una estrella, algo que jamás hubiera alcanzado sólo como virtuoso trompetista, y que seguramente no hubiera podido sostener sin aquel pasado de artista.
Entonces fue necesario que, a la par del glorioso soplador, naciera el cantor, el clown de escenario, el bailarín de medio tiempo, el dúctil actor de reparto. En una palabra: el ícono.
Eran los Años Locos y con Satchmo empezó el baile. El gran baile, en rigor, de la Era del Jazz. Tras tocar y grabar con Fletcher Henderson y participar de grabaciones con la cantante de blues Bessie Smith, decidió volver a Chicago para embarcarse en su mayor aventura musical: el grupo de estudio Hot Five y su ampliación, Hot Seven. Mientras se ganaba el pan en orquestas como las de Erskine Tate y se hacía conocido en el Sunset de Chicago -por allí se pavoneaba Al Capone-, Satchmo cifró en su quinteto el gran corpus de música artística de raíz popular. Los contrapuntos del estilo Nueva Orleans derivaron en una suerte de jazz de cámara impulsado a dos tiempos por el arrebato de un joven trompetista iluminado, un arquitecto de solos perfectos, rebosantes de swing. Entre 1925 y 1928, se transformó en el mejor trompetista de jazz del mundo entero. Y entonces cayó la Bolsa de Wall Street. Poco después, el jazz se volvió música de bailes masivos y entró a Hollywood con ancha sonrisa. Allí estuvo Armstrong, entre Los Ángeles y Nueva York, glorificando la figura del solista concertante.
La música, la trompeta, la voz ronca. Por más reconocido que estuviera el talento como trompetista, fue sin dudas su voz y su estilo de canto los que terminaron de premiarlo con una proyección masiva. Pero la suya -escribe Pujol- no era una música vocalizada según los cánones establecidos. Mejor dicho: él impuso su propio canon. La ronquera, ese tono carrasposo y gutural, el nonsense del canturreo distendido devenido scat era de otra galaxia. Y el mundo se enamoró de esa mezcla de cosa exótica y familiar, de peligro y bonhomía, de drama y humor. El cine se aprovechó de su talento canoro e instrumental y, en cierto modo, él aceptó los roles de vasallo para los que se lo contrató. En la pantalla fue cuidador de caballos, limpiador de calle, ladrón de gallinas y músico animador de fiestas.
En el capítulo “El animador”, Pujol explaya su análisis en cómo Armstrong pone el cuerpo en un escenario, “un cuerpo atravesado por la música”: ese estilo escénico tan cautivante, esa corporalidad desbordante, esa teatralidad hipnótica. Una estrella negra en un mundo blanco, una figura del espectáculo moderno en un contexto histórico demandante de nuevas distracciones destinadas a compensar simbólicamente la desazón de un mundo trágico.
“El poder de llamado a la música que emanaba de Armstrong era impresionante, todo a su alrededor quedaba bajo su influjo. Cuando canta y toca en las películas nos olvidamos de Mae West y de Paul Newman, todo el star system de Hollywood se reduce al rol de espectador/oyente de ese portento de naturaleza y cultura. Incluso los mismísimos Bing Crosby y Frank Sinatra, que cuando no estaban a su lado gozaban de mayor fama y popularidad, quedan un poco reducidos cuando habitan el mismo set que él. Hechizados por su magnetismo, acaso se preguntan qué otra cosa sino escucharlo y disfrutarlo pueden hacer”.
Embajador de la tradición cultural afroamericana en el mundo, Armstrong logró en su madurez la proeza de acrecentar su público y llegarle al ciudadano norteamericano medio. Como showman fue tapa de la revista Time en febrero de 1949 y poco después acusó a Dwight Eisenhower de racista. Compartió sociedad con Ella Fitzgerald, Bing Crosby y Duke Ellington, pero nunca logró ser protagonista en Hollywood. A mediados de los años 60, cantando “Hello, Dolly”, superó a los Beatles en la cima de las listas musicales. “Sólo artistas populares de la talla de Louis Armstrong han sido capaces de sobrevivir a los criterios de validación de una época sin necesitar la producción condescendiente de la nostalgia”, escribe Pujol.
Eximio comunicador, Armstrong superó todos los escollos. Su música, su forma de expresarla, su sentido del entretenimiento sin renunciar a la calidad artística, atravesó mares y clases sociales, derribó categorías rígidas y sobrevivió a los clivajes de moda y estilo. Más atemporal que viejo –hipotetiza Pujol-, su arte terminó alcanzando un reconocimiento universal en el literal sentido del término. No todo el jazz está en Louis, pero algo –o mucho- de él está en cada músico del género; en cada estilo o corriente, tradicional o moderna, de mainstream o de vanguardia. El músico negro que a todos sonreía devino un dios con incontables creyentes, en todas partes, en todos los géneros.
Lejos de una biografía y cercano al ensayo cultural, Sergio Pujol lanza nuevas interpretaciones en la vida del talentoso trompetista, su metamorfosis hacia el cantante, el entertainer y su legado en la actualidad. Escuchamos -dice el historiador- el epítome de un género musical, al inventor del swing en la cultura popular. Escuchamos al entretenedor que con sólo abrir grandemente sus ojos y plasmar en su rostro una mueca expresionista galvanizaba la atención de su público. Escuchamos también al embajador, al mensajero de la buena nueva surgida en Nueva Orleans que hizo de un estilo de música regional una lengua franca en todo el mundo. Y escuchamos, en definitiva, la otredad de la sociedad norteamericana que, a través de su música, le puso voz a la negritud en la cultura moderna.
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