De Cafrune al presente, el linaje libertario de la música nativa
“El hombre es tierra que anda” fue la máxima que inspiró a varias generaciones de hijos rebeldes de Atahualpa Yupanqui. El primero fue el folclorista jujeño Jorge Cafrune, que en 1969 salió de gira a caballo por el país, igual que lo había hecho Yupanqui a los 20 años, para registrar las artes olvidadas del folclore. Para entonces, Cafrune ya era un ídolo de masas a partir del éxito de “Zamba de mi esperanza” (canción que fue prohibida por la dictadura), aunque comulgó con el repertorio más comprometido de Yupanqui cuando grabó “El payador perseguido” en plena dictadura.
Atropellado en febrero de 1978 en un confuso episodio (un mes después de cantar otros temas censurados, como “El orejano”, en Cosquín), Cafrune apadrinó a José Larralde, otro gaucho rebelde y barbudo como los revolucionarios cubanos de la época. “Si Atahualpa no hubiera existido, yo no estaría cantando o, mejor dicho, cantaría otra cosa”, confesó Larralde. Hay que escuchar la gravedad de su voz rural repitiendo esas líneas de “Los ejes de mi carreta”, en su versión de 1971: “Porque no engraso los ejes, me llaman abandonao/Si a mí me gusta que suenen, pa’ qué los voy a engrasar”.
Es cierto que Yupanqui era una figura para seguir más bien a la distancia. La acidez de sus comentarios y una actitud crítica frente a los arreglos de sus canciones, lo configuraron como un patriarca severo. Al pianista Manolo Juárez, un ícono del folclore de proyección de los 70 que había versionado algunas de sus zambas, le dijo en la cara: “A mí no se me ocurriría ponerles esos acordes ni en las más horribles de las pesadillas”.
Yupanqui se quejó en varias oportunidades de que le habían asfaltado “Camino del indio”. Antes, un músico salteño de los 60 que pasaba por su momento de efervescencia popular también lo fue a buscar para preguntarle qué le había parecido su versión de “Indiecito dormido”. “Mire, m’ijo”, le respondió Yupanqui, “si sigue cantando así me va a despertar el indio”.
Algunos pocos consiguieron su bendición. Mercedes Sosa, a quien Yupanqui escuchaba interpretándolo durante su exilio en Francia, para sentirse más cerca de su pampa, grabó la mejor versión de “Guitarra, dímelo tú”, incluida en Mercedes Sosa interpreta a Atahualpa Yupanqui (el gran disco sobre la obra de Don Ata, de 1977). Llegada de Tucumán y representante de la América india, Mercedes se convirtió en la otra gran figura internacional que dio el folclore argentino.
En una vertiente más austera, la cantora, filósofa y guitarrista santafesina Suma Paz (considerada la mejor intérprete de Yupanqui) comenzó en la década del 60, un derrotero para difundir con honestidad el repertorio de milongas y estilos de Yupanqui, el más esquivo y menos radial, que le valió el aval del maestro. El otro que recibió su elogio fue Jairo, a quien conoció en París y de quien dijo: “Es criollo como el pan”.
La idea de Yupanqui del hombre como paisaje, que cambió el relato de postal que tenía el folclore hasta ese momento, por la vivencia existencial, también resonó en el joven compositor santiagueño Jacinto Piedra, convertido en mito por una muerte temprana a los 36 años. La actitud rockera, el compromiso social y la libertad de los “aires de chacarera” que impuso en “Te voy a contar un sueño” (grabado junto a Peteco Carabajal en Transmisión Huaucke, de 1987) cambiaron radicalmente el mapa de la música de raíz.
Unido a través del tiempo, el mensaje continuó vivo en otro santiagueño, Raly Barrionuevo, surgido en los 90, que creó un repertorio de canciones nuevas con el poder testimonial y las enseñanzas trashumantes del autor de “Piedra y camino”, a partir del disco Circo criollo (2000). En chacareras eléctricas y criollas que citan al Che Guevara, Barrionuevo recupera el camino del cantor de los pueblos, acompañando distintas luchas sociales que Yupanqui reivindicó como una misión en el poema “Destino del canto”, de 1979: “Nada resulta superior al destino del canto (…) Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal físico, empobrecerte el medio, desconocerte el mundo. Pueden burlarse y negarte los otros, pero es inútil, nada apagará la lumbre de tu antorcha”.
Los versos de Yupanqui, en apariencia sencillos, conforman –en modo de voz y guitarra– el ADN de la música argentina. Siguiendo esa huella y del mismo pueblo que Cafrune, el jujeño Bruno Arias recopiló géneros menospreciados de su región para crear un sonido power andino con bailecitos, tinkus, carnavalitos y letras de contenido social. Consagrado en Cosquín, Bruno editó en 2016 su cuarto disco, El derecho a vivir en paz (de Víctor Jara), que lo transformó en un nuevo fenómeno independiente del folclore. Arias recorre los rincones de Argentina y está donde hace falta una guitarra para cantar sobre los derechos vulnerados, por ejemplo, del pueblo qom. Algo que, muy probablemente, Atahualpa Yupanqui también hubiera hecho.
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