Se cumple medio siglo de una de las obras claves no solo de la banda que lideraron Roger Waters y David Gilmour sino de toda la cultura rock
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Se hubiera llamado Eclipse. Y hoy, cincuenta años después, entonces, estaríamos hablando de Eclipse como uno de los álbumes definitivos de la música pop si no fuera porque Dark Side of the Moon, de Medicine Head (el grupo del ex Yardbirds Keith Relf) pasó desapercibido en 1972 y Pink Floyd decidió así volver sobre el nombre original: The Dark Side Of The Moon. Tampoco tendríamos uno de los diseños más icónicos de la historia del rock (ahí en el Olimpo con la lengua stone y el esotérico símbolo celta de Led Zeppelin) si la primera idea pergeñada por el estudio Hipgnosis hubiera prosperado: una imagen de Silver Surfer, uno de los superhéroes de Marvel. Pero como lo descartaron para evitarse los costos de los derechos aceptaron la segunda opción, la que persiste como un hito de la cultura visual. El prisma que refracta un arco iris, la puerta de ingreso a los misterios profanos de un disco iniciático para al menos tres generaciones y cuarenta y cinco millones de discos vendidos después.
Fabricado en Argentina por EMI-Odeón dos meses después de su salida en Londres, El Lado Oscuro de La Luna fue reeditado muy pronto hacia fin de año celebrado por la revista Pelo con un especial que los declaraba “uno de los grupos más progresivos” en el primer número de 1974, con fotos de los Floyd en vivo y en estudio. El joven Alfredo Rosso, que conocía las internas de EMI por el trabajo de su tío en la parte contable, recuerda que lo tuvo grabado de un álbum importado (la disquería El Agujerito disponía de un selecto equipo de azafatas que conseguían las novedades en tiempo real) en un grabador monoaural seguro de que la edición local llegaría pronto. “Así lo escuché en esos dos meses que tardó en salir. Y cuando lo sacaron, a pesar de que no traía el poster del original, era tal el deseo por ese objeto que mi mujer de entonces y yo teníamos cada uno el suyo”, recuerda hoy. Es que el ingreso a El Lado Oscuro De La Luna no se olvida nunca. Lo que sigue son diez momentos que lo convierten (así en presente) en una referencia obligada de la música grabada en el siglo XX.
00:25
El Lado Oscuro de La Luna se anuncia como un nacimiento con “Respira”. Hecho para el despegue de la cultura hi fi con la que se pasó del wincofón y los combinados a los amplificadores sofisticados, bafles y auriculares, el sonido es el artista en el séptimo disco en estudios de Pink Floyd. Inaudible los primeros diez segundos, ese pulso electrónico que se escucha como un corazón revela las primeras sensaciones de una ecografía que se desata en un grito antes de la paradojal fuerza sedante del primer track. La música se sobreviene en ese vaivén sostenido por el uso que David Gilmour hace de la guitarra steel. “Leave but don’t leave me” (Déjame pero no me dejes) canta en el primer disco en el que Floyd incluyó sus letras, por primera vez escritas todas por Roger Waters. Tal la voz de la madre que terminaría por amplificarse a niveles freudianos en The Wall (1979).
04:15
El cierre de “Respira” da lugar a la experimentación con el sintetizador VCS3 que se advierte como un ulular de ciencia ficción, pasando del viaje del LSD de los 60 a un concepto casi científico con raíces en la música concreta del francés Pierre Schaeffer (1910-1995) y la electrónica del alemán Karlheinz Stockhausen (1928-2007), artistas que ya habían orbitado en el rock a través de The Beatles (“Tomorrow Never Knows”), Frank Zappa y la generación alemana que derivó en Tangerine Dream, Kraftwerk y lo que la prensa de rock inglesa llamó krautrock, cuya influencia recién se notó en los 90. “En la Carrera” (Gilmour-Waters) se llama este pasaje instrumental en el que los Floyd exprimen su nuevo juguete. En el making off de El Lado Oscuro de La Luna, después de ver a Roger Waters manipulando la nueva máquina en Abbey Road, sigue un cameo de Gilmour advirtiendo: “Somos nosotros los que controlamos a la máquina y no al revés”, como si se estuviera ante un software de IA. Para 1973 estaba cerca: del disco (CD o streaming) parecen salir burbujas. Este pasaje abstracto de más de seis minutos hace de puente entre la música concreta de Schaeffer y la electrónica popular de Daft Punk, cuyo Random Access Memories (2013) no es otra cosa que el encuentro imposible entre El Lado Oscuro De La Luna y Thriller (1983).
08:03
La cascada de relojes nos recuerda que el LP transcurre en el tiempo de nuestra propia vida. Son todas alarmas al unísono que Alan Parsons, ingeniero de sonido de Abbey Road, había grabado en una tienda de antiques cercana al estudio donde también tomó parte en las sesiones de Sgt. Pepper. Tal la relación entre dos discos bisagra que tuvieron la pretensión de llevar la música pop al umbral del arte alto. Siguiendo el espíritu concreto del disco, “Time” comienza con el sonido con el que reconocemos el paso del tiempo. No hay metáforas.
08:53
El álbum vuelve a latir y entre los golpes morosos de Nick Mason y un piano eléctrico que Rick Wright toca con precisión quirúrgica, Pink Floyd consigue una de sus más logradas atmósferas. Cerca del “No Quarter” de Led Zeppelin, anticipando la espacialidad de Flaming Lips (que regrabarían a su modo El Lado Oscuro…), el Radiohead pos Kid A (aunque les cueste admitirlo) y la electrónica lounge de Air.
10:06
David Gilmour al borde de la afonía canta una de las letras de la escuela Waters que se caracteriza por su humanismo caustico (“Aguantar en una calma desesperación es la manera inglesa”), que puede leerse también en clave de autoayuda pero que, como sea, forma parte del ritual iniciático del disco. “Y corrés y corrés para encontrarte con el sol pero este se va hundiendo” es otra de esas frases que se marcan a fuego con la primera escucha y que alejaron al grupo de la lírica compleja del pionero Syd Barrett para llevarlo a un lugar más llano y directo. De Lewis Carroll a Orwell, para ponerlo en términos de literatura inglesa.
11:05
En casi dos minutos, David Gilmour plasma uno de los solos memorables en la era de la guitarra eléctrica que encontrará eco en el dramático pasaje de “Comfortably Numb” (The Wall). Con raíces bluseras evidentes, lo suyo es arquear los agudos a extremos de castrati con ayuda de los efectos que terminan por darle un estilo propio. Si hay una forma Gilmour de tocar la guitarra eléctrica está cifrada en esta parte que dura lo que una canción punk tres años después (entonces casi un siglo).
14:41
Las primeras notas del piano de Rick Wright para “El gran baile en el cielo” son tan indelebles como lo que vendrá casi un minuto después. Una composición neoclásica, en el estilo de Tony Banks para Genesis, del Floyd oculto que ya le había dado gemas como “Paintbox”, “Remember a Day” y “Summer 68″ a la astronave de la psicodelia inglesa. Un Debussy de la contracultura, Wright explora el lado más sutil, pink, de Floyd, que desemboca, claro, en un grito de mujer. Con un golpe de tambor, Mason introduce el canto sin letra de Clare Torry, ese gorjeo orgásmico entre el grito primal de Yoko Ono y los melismas de una cantante soul. Así escapa del coro que comparte con Doris Troy, Leslie Duncan y Liza Strike para ir del grito al suspiro íntimo en casi tres minutos. Aunque su voz nos haga pensar en una morocha afro, Torry (1947) es tan británica y blanca como los cuatro Floyd y fue otra de las intervenciones clave de Parsons en el disco quien sugirió que hiciera la parte vocal de “El gran baile en el cielo”. Vuelve a destacarse al final (40:05), en “Eclipse”.
19:25
El romance entre Pink Floyd y la música concreta se termina de consumar en el ritmo de máquinas registradoras que marcan el compás de entrada en 7/4 a “Money”, el hit del álbum que permaneció 200 semanas en el top 40 de Billboard. La apertura del lado 2 en el vinilo y el simple que conquistó la radio de Estados Unidos es el corazón del concepto del álbum. Con el sueño de los 60 liquidado, Waters se mira insatisfecho y culposo en el espejo de las estrellas de rock. Si la letra la hubiera escrito un grupúsculo leninista del Mayo Francés se habría entendido la arenga anti-capital, pero si hay algo que “Money” hizo fue convertir a los Floyd en millonarios más allá de que llevasen un estilo de vida más sobrio que un Elton John (“Nuevo auto, caviar; creo que me compraré un equipo de fútbol”). En fin, que le quedaba mejor lo de “No hay que tener un auto ni relojes de medio millón” a nuestro beatnik Javier Martínez. El idealismo ingenuo de la letra queda aplastado, de todos modos, por la marcha rocker (inspirada por los temas instrumentales de Booker T & The MG’s) en la que Gilmour vuelve a descollar en el solo. “Money” expone, al fin, el callejón sin salida de la cultura rock y la industria (morderle la mano al que le da de comer), que volvería a expresar de forma más virulenta y fatal Kurt Cobain en “Smells Likes Teen Spirit”. Sí, aunque todo chico punk haya nacido para odiar a Pink Floyd.
33:40
El segmento instrumental que sigue a “Nosotros y Ellos” marca en perspectiva el paso de los sintetizadores por el rock. El arsenal de moogs se despega del resto del sonido y en el paneo del estéreo parece habitar el espacio como un cuerpo extraño. “Cualquier color que te guste” forma parte de una antología del sintetizador junto con el solo de Keith Emerson en “From the Beggining” y, mucho después, la delicadeza de “La Femme D’argent” (Air, 1998).
42:59
El álbum se va como empieza, con un latido. Y un enigma. Entre todas las voces que Waters hizo grabar (esos parloteos sin sentido que se escuchan entre las canciones o en los pasajes instrumentales) hay que esperar ese micro bonus track en el que Gerry O’ Driscoll, portero de Abbey Road, sentencia: “No hay ningún lado oscuro de la luna realmente. De hecho es toda oscura”. Muy al fondo, apenas perceptible, se escucha una versión sinfónica de “Ticket to Ride”, lo último que los micrófonos captaron. Casi nueve meses de gestación en estudios. Una vida. La nuestra.
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