Los 50 años de La Biblia, la obra cumbre de Vox Dei
A mediados de marzo de 1971, comenzó a llegar a las disquerías uno de los discos fundacionales del rock argentino. La suite de Vox Dei que, desde Quilmes y sobre las sagradas escrituras de la contracultura, abría el compás de una década arrojada y convulsiva.
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Harry Potter y Vox Dei tienen algo en común. Varias décadas antes de ponerse en la piel de Dumbledore, el actor Richard Harris ya se había ganado largamente su fama como dandy en el efervescente circuito cultural del Swinging London. De seductor, de bebedor impenitente, esas cosas. Así, con varios musicales sobre sus espaldas, se le puso en la cabeza que su siguiente paso sería grabar un disco. A fines de 1967, voló hasta Los Ángeles y conoció al compositor Jimmy Webb en una cena para recaudar fondos solidarios. Webb estaba de capa caída. No sólo venía de separarse, sino que The Association había rechazado la suite de pop camarístico que había compuesto como elegía. Harris, que no daba puntada sin hilo, le pidió música. Unos meses después, estaba grabando “MacArthur Park” en los estudios Armin Steiner’s de Hollywood. Alguien (Ricardo Kleiman, para ser precisos), en un remoto país del sur, puso esa música en la radio. Alguien (Ricardo Soulé, para ser precisos), en una remota habitación de Quilmes, escuchó la canción y tuvo una revelación: componer una suite bajo esa intención. Aún no sabía su tema, pero ¿a qué no saben qué película venía de protagonizar Harris? Si, La Biblia. El inconsciente también hace horas extras.
La escena es célebre. A bordo del colectivo 98, los cuatro miembros de Vox Dei dejaban atrás el conurbano rumbo a las oficinas del productor Jorge Álvarez. Era el otoño de 1970. A su modo, vivían en estado de gracia. Rubén Basoalto y Yodi Godoy miraban el viaducto de Sarandí a través de las ventanillas. Soulé lo miraba Willy Quiroga. “Tengo una idea impresionante, pero no sé”, le dijo. “Tenés una idea impresionante y te callás… ¡largalo!”, replicó Quiroga. “¿Por qué no le ponemos música a La Biblia?”. Quiroga se quedó en silencio. Unos minutos después, Álvarez abrió los ojos como el proverbial dos de oro y comenzó a revolver su biblioteca. En la escalada combativa y latinoamericanista, la Misa Criolla y los curas tercermundistas le habían otorgado un aliento nuevo a los textos sacros. Las óperas rock y los discos conceptuales, por otro lado, eran la nueva moneda de cambio. Finalmente, Álvarez encontró lo que buscaba: una vulgata vertida al castellano y forrada en cuero que pertenecía a Leopoldo Torre Nilsson. Manos a la obra.
A la distancia, el arrebato de Soulé parece una intuición. Un recuerdo del futuro. Si bien con el tiempo profundizó su vertiente como cristiano, por entonces tenía un conocimiento muy rudimentario sobre las sagradas escrituras. “En el caso de Willy, se limitaba a su paso por un colegio de curas”, dice Historias de Vox Dei, el libro de Lucas José Fernández y Néstor Rodolfo Petruccelli. “Yodi… había visto a su madre leyendo La Biblia; Rubén solo había tomado la primera comunión y Ricardo, que a pesar de ser hijo de un padre ateo, recibió la eucaristía por parte de su madre. Sin embargo, Ricardo se centró en la influencia de quien sería su suegro, Tadeo Marian Hildebrand, un inmigrante polaco convertido en devoto de Cristo tras haber sobrevivido a un campo de concentración siberiano en la Segunda Guerra Mundial”.
El cuarteto abrió el cono de silencio y propuso mantener la idea en secreto. Siguiendo la cifra de los pecados capitales y las frases de Cristo en la cruz, Quiroga propuso una estructura de siete movimientos. Así, mientras Soulé contraía matrimonio con Graciela Hildebrand y se mudaba a un pequeño departamento del Abasto, vertía su propia vulgata en una máquina de escribir Olivetti. El trabajo era familiar, colectivo, hogareño. Armados con sus guitarras acústicas, los miembros del cuarteto probaban las primeras melodías y las comidas de Graciela con idéntico fervor. Rápidamente, sin embargo, entraron a los estudios TNT para grabar en una suerte de work in progress. En un gesto de confianza, Mandioca decidió pagar cada una de las 120 horas de grabación que el cuarteto de Quilmes fue tomando con técnicos como Tim Croato, Osvaldo Casajus, Salvador Barresi o Julio Costa. Si el sello iba a quebrar, que fuera una quiebra bíblica.
Con su Fender Precision y el recurso slide de “Come Together”, Quiroga edificó una línea de bajo amenazante. En lugar de hacer los meros acordes, las guitarras de Soulé y Godoy entretejieron una zona armónica imprecisa y arremolinada. Antes del “Génesis”, después de todo, no había nada. Con la Ludwig de Los Gatos, Basoalto llevó a la banda desde los primeros versos hasta el clímax instrumental: el arreglo descendente de la Les Paul que parece dialogar con los soundtracks de Ennio Morricone. Así, en esa primera sesión de grabación, Vox Dei corroboró la naturaleza de su hipótesis: el repertorio sacro y el repertorio profano, en verdad, provienen de la misma fuente.
“Hay un retroalimentación desde siempre”, dice Soulé. “No solo en mi música y mi producción, sino en la música de todos los tiempos. Se tomaban danzas populares para generar sonatas da chiesa y se tomaban salmos súper antiguos para generar canciones populares. Así que no hay ningún invento, no hay ningún hallazgo. Lo que pasa es que tal vez para la gente que estaba un poco alejada de esta historia, les resultara como novedosa la combinación. Pero no lo es. Nada más que referirse a los principios del siglo XX, cuando se cantaba el negro spiritual y los góspel”.
Una noche, Godoy extrajo música de un sueño para “Las guerras”. Una noche, mientras grababan esa canción, cayeron los cuatro Almendra en los estudios TNT y Del Guercio cedió su anhelado Marshall. Otra noche interrumpieron la grabación ya no para hablar de la pelea entre David y Goliath sino para ver la pelea entre Ringo Bonavena y Muhhammad Alí. Para noviembre, Vox Dei comenzó a descomprimir su hermetismo y ofreció la primera pista del disco en el B.A.Rock: una versión crudísima del “Génesis”. La noticia corrió como un reguero de pólvora y, en menos de lo que canta un gallo, aparecieron notas en las páginas de Pelo y Siete Días.
“La cúpula de la iglesia nos buscó y nos mandó llamar de una manera perentoria: preséntense acá con las letras”, dice Soulé. “Fue taxativo. El julepe que nos pegamos también fue taxativo. Gracias a Dios todo terminó bien. Podría haber terminado muy mal. Era un momento muy difícil para la ciudadanía argentina. Y mucho más difícil para un puñado de muchachos que estaban pretendiendo modificar situaciones que estaban totalmente anquilosadas en la sociedad argentina y mundial”.
La escalada precipitó el mundo de Vox Dei. En medio de la grabación del “Apocalipsis”, Godoy anunció su salida de la banda y Álvarez retiró las cintas asediado por la quiebra de Mandioca. Vox Dei, sin embargo, siguió adelante. Como diría el escritor Fabián Casas, estaban haciendo ejercicios en el gimnasio de la impermanencia. Así, en el verano de 71, incorporaron a Nacho Smilari y comenzaron a ensayar en una quinta de Laferrere. Recuperaron las cintas de manos de Álvarez pero, en lugar de poner las voces que faltaban, el sello Disc Jockey tomó la primera de sus decisiones unilaterales: mandó a prensar el vinilo tal como estaba. Con una carta de recomendación de Monseñor Emilio Grasselli. En su gloriosa y bíblica y andrajosa inconclusión.
Que sea lo que Dios quiera.
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