Lisandro Aristimuño: los 20 años de un boom inesperado, su show en el Luna Park y su noveno premio Gardel
A 20 años de Azules turquesas, su álbum debut, este sábado el músico patagónico presenta El rostro de los acantilados, ganador de un Gardel, en el estadio Luna Park
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Se abre la puerta del estudio y al otro lado asoma la figura de Lisandro Aristimuño, que con una cálida sonrisa enseguida extiende la mano campechana e invita a pasar al interior de su búnker sonoro en el barrio de Coghlan.
A 20 años de Azules Turquesas, su álbum debut, el cantautor patagónico se prepara para presentar El rostro de los acantilados, reciente ganador de un premio Gardel en la categoría Mejor álbum canción de autor, un conjunto de 13 canciones que van del folklore al rock argentino y el pop británico, envueltas en atmósferas y climas sonoros que ya forman parte de su impronta de autor, además de otros temas ya clásicos de su amplio repertorio con los que supo construir un estilo personal.
Por lo pronto, este sábado se presenta en el Luna Park, para luego extender la gira por distintas ciudades del país. Pero además de presentar su último trabajo, Aristimuño ofrecerá un recorrido por sus 20 años de carrera, un camino independiente y multipremiado que supo consolidar a través del tiempo y le ha valido nueve premios Gardel, una nominación al Latin Gramys y la distinción del Premio Konex como una de las cinco figuras más destacadas de la música popular Argentina.
–Pasaron 20 años del lanzamiento de tu primer álbum, Azules Turquesas...
–Mis discos son como hijos y Azules Turquesas es el más grande, el que le enseñó a los otros, al que primero le pasaron todas las cosas que le tenían que pasar. Abrí un camino que ni me esperaba, porque yo lo grabé para tener un disco. Mi sueño era tener un disco de mis canciones para mostrárselo a mi vieja, a mis hermanos, a mis amigos, pero no era en pos de lo que pasa hoy. Me prestaron un estudio tres días, lo grabé, y al toque la revista Rolling Stone lo eligió como uno de los mejores discos de ese año, 2004. Para mí fue una sorpresa enorme, como salir en el Gráfico para un futbolista. Y ahí dije: ‘che, me parece que va a ir bien esto, me parece que va a andar’. Empecé a tocar en lugares muy chiquitos, barcitos de Palermo, yo solo con la guitarra y una compu que me había prestado un amigo, y ponía un sobre en las mesas, para que aquellos que quisieran me pusieran un poco de guita. Desde entonces, cada disco que hice fue todo un mundo, como los propios hijos. No hay ninguno preferido, sino que en alguno por ahí estaba más enfocado en lo folk, en lo acústico y en lo cancionero, y hubo otros como Mundo Anfibio más enfocado en el rock, y así, según lo que me pasaba en esos años.
–Sos autodidacta, empezaste haciendo covers, tocando en casinos y luego arrancaste con tu guitarra como cantautor. ¿Siempre supiste que ibas a dedicarte a la música?
–Sí, no sé si dedicarme, pero sí estar vinculado, eso lo supe desde muy chiquito. Me acuerdo que mi abuela Mamina me regaló una guitarra eléctrica marca Squier como a los 10 años y a partir de ahí ya estaba enloquecido. Mi abuela Mamina también me grababa. Tenía un grabador que grababa de aire y me decía: ‘Cantá, cantá adelante del grabador’, y yo cantaba canciones de María Elena Walsh, cosas que yo sabía, hacía una especie de programa de radio, siempre jugando, hasta que ya en primer año del secundario tuve mi banda de covers y cantaba. Ahí me tomé más seriamente todo y de a poco empecé a laburar de eso. Cobraba y le daba una guita a mi vieja, como los actores prematuros. Me empezó a ir bien y mi vieja me dijo: ‘che, está bueno’. Haciendo covers aprendí un montón. Muchos de esos músicos fueron mis maestros y con los años tuve la suerte de tocar con algunos de ellos.
–¿Cómo fue dejar Viedma en 2001 por una gran ciudad como Buenos Aires?
–Mi segundo disco se llama Ese asunto de la ventana, porque cuando llegué no podía creer que en cada ventanita del edifico viviera una familia, con una ideología, una forma de pensar, de vivir. Para mí era una locura eso. Me costó un montón, incluso no la pasé bien, hasta tuve fobias. Me costaba mucho el hecho de moverme. Allá en Viedma iba en bici a todos lados, no pasaba nada, y acá me daba miedo, porque yo conocía Buenos Aires más que nada por los noticieros, veía todo eso y decía: ‘Uy, la puta madre’; venía de Viedma re asustado. Después te das cuenta que no es todo así. Buenos Aires es una ciudad enorme llena de pueblitos. De alguna manera, de Viedma tengo la madera, tengo el viento, tengo el silencio y creo que toda la parte electrónica de mi música es Buenos Aires.
–¿Qué es lo que más te gusta y lo que menos te gusta de vivir acá?
–Primero, a Buenos Aires le agradezco un montón mi oficio, esto de hacer canciones y poder vivir de ellas. En Viedma no sé si hubiese pasado eso. Después, sobre todo me gusta la vida que hay de lo artístico; los lunes, los miércoles, los jueves, los viernes, siempre hay algo, una obra de teatro, un cine, una banda, todo el tiempo. Y lo que no me gusta, que creo no nos gusta a nadie, es esto de la velocidad, de que no nos damos el tiempo para conocernos, para encontrarnos; siempre todo rápido, todo al palo. Esa velocidad me juega a veces un poquito en contra. Si bien ya llevo más de la mitad de mi vida viviendo en Buenos Aires, mi hija Azul nació acá, eso es algo a lo que no me acostumbro. Esto de no tener la pausa para saludar a alguien bien.
–¿Sos de volver seguido a Viedma?
–En Viedma tengo a mi familia, tengo a mi mamá y a mi papá, tengo una hermana mayor, tengo sobrinos, tengo muchos amigos y vuelvo todo el tiempo. Porque aparte, mi hija Azul, que ya tiene 12 años, siempre quiere ir para allá. Ella siempre me pide ir al Sur. Allá puede andar sola a la noche, se van al río, a la plaza, a cualquier hora. Y en Viedma tenés el mar y el Río Negro que desemboca ahí, un montón de variantes naturales; se vuelve loca. Siempre jodo que de viejo voy a terminar mi carrera tocando el bajo en una bandita de reggae en un barcito del Sur; sólo el bajo, sin cantar ni nada, muy tranquilo. No sé por qué tengo la idea de que voy a terminar así, pero nunca se sabe, porque vivo muy en el presente también y estoy muy contento con lo que me pasa.
–A lo largo de tu carrera fuiste incorporando estilos, desde el rock y el pop con elementos del folklore, las cuerdas y la música electrónica. ¿Alguna vez te tentaste con el tango o la milonga?
–Es que allá en el Sur no se escucha mucho tango y tampoco es un estilo que me atrae especialmente, me gusta más el folklore: la zamba, la chacarera. El tango es absolutamente porteño, no es que me disguste, pero no me siento capaz. Al tango le tengo mucho respeto.
–La foto de tapa del disco es del balneario El Cóndor, más conocido como La Boca, a 30 kilómetros de Viedma, donde de chico solías veranear con tu familia. ¿Tuviste una infancia feliz?
–No sé si diría que fue una infancia feliz. Mi viejo es director de teatro y mi vieja es actriz. Y ellos laburaban un montón y se quedaban en el teatro hasta cualquier hora. Nosotros somos cuatro hermanos y entre los cuatro hicimos una familia también. Nos enseñamos mucho, nos hicimos muy independientes de ellos. Ellos se iban al teatro y se quedaban entrenando hasta cualquier hora. Me acuerdo de escuchar el auto de ellos entrando a las dos de la mañana, cuando yo al otro día me tenía que levantar temprano. Nosotros nos cocinábamos, hacíamos cosas así. No sé si fue tan feliz, y a la vez eso me dio las herramientas para ser lo que soy hoy. Mi viejo me enseñó lo que es la independencia, la autogestión, que yo sigo manteniendo. Hoy tengo mi propio sello y mi propia productora, Viento Azul; formé mi banda y hace como 18 años seguimos tocando juntos. Ellos también me enseñaron esa cosa de armar y de sostener.
–¿Cómo fue concebido El rostro de los acantilados? ¿De alguna manera es una síntesis de tu recorrido musical?
–Si, este disco es como un resumen. Dije bueno, llegué hasta acá; miré para atrás y dije: “¿a ver, qué herramientas tengo?”. Fue una especie de meterme de nuevo en mí y decir: “bueno, paremos la moto, paremos un poco, ¿qué hice hasta hoy?”. Y bueno, hice folklore, electrónica, pop, rock, melódico, cuerdas, entonces me decidí a agarrar un poco de todo eso y plasmarlo en un nuevo disco.
–¿Cuánto de talento y cuanto de oficio hay en tu trabajo?
–Más allá del trabajo, me parece que hay un don. Decir que tenés un don no me parece que sea canchero o agrandado.
–¿Y en qué momento descubriste que lo tenías?
–Mi viejo y mi vieja se dieron cuenta al toque. Yo tenía 5 años y ya tocaba, afinaba bien cuando cantaba, sabía los tiempos, agarraba cualquier instrumento y algo sonaba. Había algo ya de pibito que mis viejos vieron y después lo incentivaron. Con el tiempo empezás a interiorizarlo, agarrás las herramientas y ya te convertís un poco en profesional. Pones hincapié en eso.
–En el álbum participan David Lebón y Pedro Aznar. ¿Cómo te vinculaste con ellos?
–Primero me vinculé escuchándolos y haciendo canciones de Serú. Cuando tenía la banda del cole amábamos Serú Girán. Y lo amamos todavía. David Lebón era mi ídolo, pero ídolo posta. Yo tenía el poster de David en mi pieza; posta. Y en un momento me llegó un mensaje de él: “Hola loco, no sé si me conocés, soy David Lebón, te quiero invitar, estoy haciendo un disco con invitados que se llama Lebon & Co”. Y yo no lo podía creer, pensaba que era una joda. Me invitó a cantar y fue como un sueño para mí. Y a Aznar lo conocía gracias a un show que organizó Lito Vitale en Villa Gesell, un tributo a Spinetta. Después me lo crucé y le dije: “che, algún día te quiero pedir si podemos hacer alguna”. Y me dijo: “Me encantaría, porque me encanta tu música. Tengo todos tus discos en mi casa. Los tengo todos, me falta el último”. Yo no podía creerlo. La mejor Pedro. Y después le dije: “Bueno, cuando haga un disco nuevo te quiero invitar, por favor’. Y me dijo: “para mí va a ser un placer”.
–¡Ahora te falta Charly!
–Charly no, ya sería una locura (risas).
–¿Qué mirada tenés sobre este momento que atraviesa la Argentina?
–Te puedo hablar desde mi lado de la cultura y el arte. Me parece que hay que poner mucho hincapié en eso. El arte y la cultura es lo que le da identidad a un país. Nosotros tenemos a Martha Argerich, la mejor pianista del mundo de música clásica, y acá no todos la conocen. Es como el fenómeno (Astor) Piazzola, que también era muy reconocido en el mundo y acá llevó años que se lo reconociera. Me parece que hay que darle bola al arte y a la cultura y este gobierno no le está dando bola; le está dando más bola a Estados Unidos.
–Para un cantautor experimentado como vos, ¿se hace más difícil poetizar la realidad cuando las cosas se complican?
–Y, en eso hay grande maestros. Sin ir más lejos, en las peores épocas, (Luis Alberto) Spinetta y Charly (García) hacían unas canciones increíbles. Yo intento marcar algunas cosas. Vivo todos los días con los ojos abiertos, no me hago el boludo con lo que pasa, y en algunas partes de las letras intento meter algo, porque vivo acá; pago el gas, la luz, el teléfono, pago todo, no es que vivo en una limousine y tomo champagne. Tengo una hija, vivo una vida, entonces en algunas partes aflora, casi sin darme cuenta, de la bronca que me da.
Lisandro Aristimuño. El Rostro de los acantilados, este sábado 1 de junio, en el Luna Park. Entradas a la venta por TicketPortal y boletería del estadio.
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