Atravesó un infierno personal y ahora, después de 40 años en Nueva York, regresó a la Argentina para presentar su autobiografía, Reina Boba, y brindar toda su verdad
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Cuando se habla de la etapa fundacional del rock nacional siempre se enumeran bandas: Los Gatos, Manal, Arco Iris, Almendra, La Pesada del Rock & Roll, Vox Dei. Pocas veces se nombran a los solistas que también formaron parte de la historia, mucho menos si son mujeres. Pero las hubo, escasas –es cierto– pero notables. En los libros especializados suelen aparecer dos: Gabriela y Carola Cutaia. Pero existió una tercera, tal vez con un perfil más bajo, que hoy busca su reconocimiento: Liliana Lagarde.
Estuvo casada con David Lebón y mientras esperaba el nacimiento de su hijo Tayda (el primero y único de la pareja), compuso las letras de varios de los temas del álbum solista del cantante y bajista, entre ellos “Casas de arañas”, “Dos edificios dorados”, “32 macetas” y “Hombre de mala sangre”. Después cantó en La Banda del Amor (que integraba junto a su esposo y era “supervisada” por el maestro espiritual de ambos, Maharaji) y hasta condujo un especial para la televisión llamado Las mujeres del rock, junto a Gabriela y Carola Cutaia. Tras su separación de Lebón prosiguió su vida y su carrera en el exterior, sobre todo en Nueva York, donde vive hace 40 años. Ahora, luego del fallecimiento en 2021 de Shetay (como eligió llamarse Tayda al cambiar de género), decidió exorcizar sus dolores y escribir su autobiografía, titulada Reina Boba. Memorias de la Musa Dorada. La presentará este miércoles 13 de marzo, justo el día de su cumpleaños, a las 19, en Galería Central Newbery (Av. Jorge Newbery 3599), ocasión en la que promete volver a cantar algunos de sus icónicos temas.
–Hablemos de tus comienzos en el rock, ¿fue David el que te introdujo en el medio?
–Sí, tal cual. Yo había ido a ver a Pescado Rabioso a La Plata y desde el escenario él me miraba insistentemente. Luego, cuando concluyó el recital y yo ya me estaba yendo, se me acercó y me pidió que lo esperase un minuto. Por último, en compañía de Luis Alberto Spinetta, me dijo ¿por qué no te venís a la Capital con nosotros? Yo le respondí que primero tenía que pedirle permiso a mi mamá. Y ahí fue que me acompañaron a mi casa, y mi madre me autorizó porque ellos le aseguraron que me iban a cuidar. Así empezó mi historia dentro del rock nacional y mi historia amorosa con David.
–¿Lo de ustedes fue un flechazo instantáneo?
–Fue totalmente instantáneo. Yo ya lo había visto en otro recital y le había dicho a Grace, la novia del baterista de Pescado Rabioso Black Amaya: ¡me voy a casar con el bajista! Y nos terminamos casando nomás.
–En el libro incluso asegurás que quedaste embarazada la primera noche que estuvieron juntos, luego de aquel recital de Pescado Rabioso en La Plata.
–Sí, los dos supimos en ese momento que yo había quedado embarazada y que íbamos a ser padres. No podíamos parar de llorar de felicidad. Evidentemente nuestras almas se estaban buscando desde hacía rato. A los nueve meses exactos nació Tay.
–¿Fuiste musa de alguno de los temas de David?
–Sí, por ejemplo de “Copado por el diablo”, ese que dice: Tengo algo que decirte antes de que salga el sol/ Pero si sale muy temprano quedaré ahogado en él/ De pronto, quiero dejarte/ Pero no consigo hablar/ Mi boca está tan cerca de tu piel, nena/ Larga, larga mujer/ No podré hablarte, no/ Antes de que salga el sol.
–¿Cómo te convertiste en coautora de los temas de David? ¿Tenías experiencia previa en la composición?
–No, ninguna. Simplemente un día él empezó a tocar ciertas músicas y yo a ensayar algunas letras. Digamos que el proceso creativo de composición conjunta fue fruto de nuestro embarazo.
–Después, a lo largo de tu vida, ¿continuaste componiendo?
–Sí, tengo un montón de temas. Compuse algunos con Avalancha y otros con amigos de aquí. Por ejemplo, hice un tema con Dhani Ferrón (“El misterio de una gota”) y otro con Alambre González. Algunos temas salieron a la luz, otros no. Algunas de esas canciones las canté en 2015, cuando regresé al país para hacer un par de shows.
–¿Cuándo empezaste a cantar?
–Con David teníamos un grupo que se llamaba La Banda del Amor. Cantábamos con nuestro maestro espiritual, por ese entonces Maharaji, hoy Prem Rawat. Por ejemplo, en 1975 actuamos en Roma ante treinta mil personas.
–¿Es verdad que también fuiste la vestuarista y escenógrafa de Adiós Sui Géneris, los legendarios recitales de despedida de la banda de Charly García y Nito Mestre en el Luna Park?
–Sí. Me encargué del escenario y lo vestí a Nito (Mestre). Recuerdo que (el productor) Jorge Álvarez me decía: “Por favor que no venga en alpargatas” (risas). Le busqué unas zapatillas y le di una túnica muy linda que había traído de Europa. Y a Charly le dije que tenía que vestirse de blanco, entonces optó por una galera blanca. Y así quedamos los dos conformes.
–¿Cómo era por ese entonces el ambiente del rock con las mujeres? ¿Realmente misógino, como muchos aseguran?
–Bueno, como yo estaba casada con David no me daba cuenta de nada raro. A mí me respetaban, así que nunca sufrí discriminación. Además, yo siempre fui muy clara en mis relaciones con las personas y con el medio: fui y soy de las que dicen “quiero que me trates como yo quiero y de ninguna otra manera”.
–¿Cómo era la relación con las otras cantantes y compositoras del rock nacional?
–Éramos pocas. Estaban Gabriela (que era la mujer de Edelmiro Molinari, músico de Almendra y Color Humano) y Carola Cutaia. Fuimos las tres primeras cantantes de rock argentino y como tal hicimos un programa de televisión llamado Las mujeres del rock. No llevábamos divinamente las tres. Con Carola éramos casi como de la familia porque estaba casada con Carlos Cutaia, que también integraba Pescado Rabioso, y por eso íbamos a cenar seguido.
–¿Cuánto duró la relación con David y por qué terminó?
–Nuestra relación duró sólo un par de años. Lo que sucedió es que después de dar a luz a Tay empecé a sufrir de depresión post parto, algo de lo que en ese momento no se sabía mucho y por lo tanto nadie hablaba. Yo no sabía que estaba padeciendo eso, lo único que entendía es que quería salir corriendo de la situación en la que me encontraba, escaparme e ir hacia otro lugar. Era muy chica, sólo tenía 19 años, y no encontraba mi eje. Para colmo llegó el 76 y desaparecieron dos personas muy queridas de mi entorno. Así que le dije a David que no podía más, agarré al bebé y me fui. Yo me estaba buscando geográficamente, no me daba cuenta que a donde fuera me llevaría a mí, a la que era y no quería ser, conmigo. Buscaba afuera lo que tenía en mi interior, recién ahora me siento lo suficientemente armada. Hoy sé quién soy, no tengo miedo y aunque esté cansada nada me destruye. Por suerte no me destruyeron las drogas.
–¿Y él aceptó sin reparos que te marcharas a otro país con Tay?
–Yo vivía entre la niebla, no sentía nada, así que menos podía percibir lo que sentían los otros. En medio de mi depresión no podía verlo a él ni pensar en sus sentimientos. De todos modos, la primera vez nos fuimos juntos, a Miami, a la casa de su madre Alexandra, que había nacido en Rusia, pero que a esa altura ya era norteamericana. Luego regresamos y ahí me fui para siempre.
–A fines de los 70 decidiste radicarte definitivamente en Nueva York. ¿Cómo fue y es tu vida ahí?
–Primero estuve en Europa, luego encaré para Montreal. Hasta que llegué a Nueva York, donde encontré mi lugar en el mundo. El primer recital al que asistí en la ciudad, ¡y por sólo nueve dólares! fue el de Led Zeppelin en el Madison Square Garden, que me voló la cabeza. Fueron tiempos de mucho rock & roll y por suerte Tay se adaptó muy bien a toda esa movida. El problema surgió después, cuando me fui a vivir un tiempo a Miami, en los 80.
–¿A qué te referís?
–A las drogas. En Miami había mucho de todo lo que se te ocurra. Pero era todo dentro de un entorno sofisticado, no pasaba por una onda reviente. El consumo surgía en reuniones, en eventos, nunca en la calle. Empecé consumiendo un poquito de esto y otro poquito de aquello, hasta que de repente me di cuenta que no podía parar, que estaba enferma, que me había convertido en una adicta. Había llegado al punto donde una línea de cocaína es demasiado y mil no son suficientes. Después me volví a Nueva York.
–Fue entonces que viviste intensamente las movidas punk, ska y new wave, ¿no?
–Sí. Cuando volví a Nueva York viví en el Lower East Side, en la calle 10, a dos cuadras del Saint Mark Place, el epicentro del punk. Un día escuché London Calling (el álbum de The Clash) y me volví tan loca que me fui a Londres, en busca del grupo. Averigüé dónde estaban grabando y me fui directo al estudio. Hablé con el mánager, me invitó a pasar y todos pegamos onda. Luego nos hicimos amigos y volvimos juntos a Nueva York, donde la banda terminó haciendo cinco shows. Durante su estadía en la ciudad compartimos el desayuno todos los días, y a partir de ahí quedé súper conectada con Joe Strummer.
–¿Cómo continuó tu derrotero con las drogas?
–Yo me fui de Miami pensando que Miami era el problema, pero el problema estaba instalado en mí y me lo llevé a Nueva York. Para ese entonces me había vuelto a casar (con Marco A. Pettit, el bajista de Miami Sound Machine) y tenido con él otro hijo: Aladdin. Pero todo fue de mal en peor. Me mudé de una casa con doble garaje a otra más chiquita y de ahí a un apartamento mediano, hasta llegar prácticamente a una ratonera. Me fui gastando todo y quedando sin nada por las drogas.
–¿Es cierto que llegaste a vivir en la calle, en la indigencia absoluta?
–Sí, un día vino el mánager del edificio y le puso un candado a mi puerta por falta de pago. Pero antes me permitió ingresar para retirar lo más esencial de mis pertenencias. ¿Y qué me llevé? Los elementos para seguir drogándome en la calle. Evidentemente estaba tan pero tan mal que sólo valoraba eso. ¡Un horror! Por suerte mis hijos estaban en ese momento con sus respectivos padres, uno en Miami y el otro en Buenos Aires.
–¿Cómo lograste superar esa situación?
–Con un milagro. Esa noche me fui a dormir debajo de un puente, hacía 19 grados bajo cero y no paraba de temblar. Como era imposible conciliar el sueño, empecé a gritar en medio de la oscuridad: “por favor Dios, ayudame, ayudame”. Hasta que de golpe vi acercarse a un tipo entre la bruma y le pedí desesperadamente un dólar. Él me respondió: “y si en vez de uno te doy cinco, ¿volvés mañana acá”? Obviamente le dije que sí y al otro día cumplí mi promesa y él también. Entonces me invitó a tomar un café y me dijo: “soy tu ángel guardián y estoy aquí porque Dios me dijo que te ayude”. Después me mostró un libro que llevaba consigo y el sobre que había dentro de él. “Aquí tengo diez mil dólares para ayudarte, si vos me permitís que lo haga lo voy a hacer”, aseguró. Luego me tomó de la mano, me llevó a comprar ropa y me alquiló un cuartito. A partir de ahí me dio todos los días cinco dólares para comer, hasta que me consiguió un lugar en una clínica carísima de rehabilitación para adictos. Allí me quedé 30 días, y a partir de entonces comenzó mi recuperación total. Hoy ya llevo 20 años limpia.
–Lamentablemente, unas décadas después le sucedió algo similar a tu hija Shetay.
–Sí. Ella también empezó de a poquito. Parece que le decían que esa droga particular (cristal meth) la iba a ayudar en su proceso de transformación y después no pudo parar. Yo no me di cuenta porque no vivíamos juntas y porque me decía que en realidad estaba tomando vitaminas. Entonces yo le daba plata para que se las compre, hasta que un día le propuse adquirirlas yo por Amazon y ella me dio todo tipo de excusas. Ahí me avivé, pero entonces todo se tornó más difícil.
–¿Ella se había ido a vivir con vos a Nueva York para que la acompañaras en su proceso de transición de género?
–No, se vino a vivir conmigo en 2012 para trabajar como músico y tatuador. Era un self man talentosísimo y todo lo que tocaba lo convertía en arte. Hasta que un día me confesó que no se sentía hombre sino mujer. Ahí empezó su proceso de transformación y yo la apoyé.
–¿Murió de una sobredosis o se suicidó?
–No se suicidó (como algunos aseguraron), tuvo un accidente en una estación de subte, a causa de esos tacos que usaba. Parece que ese día había abusado de muchas sustancias y estaba muy paranoica y ansiosa. Por eso se tropezó y se cayó sobre las vías. El subte no la arrolló, pero le pegó en la cabeza y le hizo un agujero enorme. No hubo nada que hacer, pobrecita. Ella iba camino a la iglesia, a pedir ayuda.
–¿Cuál fue la reacción de David en ese momento? ¿Pudiste contar con él? ¿Viajó a Nueva York?
–Yo llamé a su casa y me atendió su mujer, que no me quiso pasar con él. Entonces le dije lo que había pasado y me respondió: “Entonces vamos a tener que llamar a su médico personal y a su psicólogo para darle la noticia”. David nunca me llamó ni vino a Nueva York, yo tuve que hacerme cargo de todo sola. Tampoco asistió más tarde al esparcimiento de las cenizas de Shetay en El Rosedal de Palermo. Pero no lo juzgo porque él no es un recuperado completo, es lo que se llama un borracho seco; tiene la misma actitud que un adicto, pero sin consumir. Entonces está como paralizado. No es que sea un hombre insensible, sólo que no puede ayudar.
–¿Cómo superaste la tragedia?
–Pasé por todas las etapas de un duelo: primero lloré, después me enojé, luego lo negué; hasta que lo terminé aceptando como una prueba inesperada que me imponía la vida. Sé que si no lo acepto seguiré sufriendo por siempre y yo no quiero sufrir. El sufrimiento es algo que uno elige y yo prefiero celebrar su vida.
–¿Te refugiaste en otros afectos? ¿En cuáles?
–Sí, yo me volví a casar por tercera vez en Nueva York, en 2007, con (el ingeniero químico, boticario y biólogo) Robert Lundberg, a quien conocí en 1990. Así que él fue un gran apoyo en todo ese momento. Y también (además de Aladdin, que actualmente vive en California) tengo desde hace seis años un hijo del corazón: Dhani Ferrón, que me quiere muchísimo y es el que hoy me está alojando, en esta breve estadía en Buenos Aires. Además, en mi casa de Brooklyn me esperan dos perros yorkshire, que son mi debilidad.
–Dhani Ferrón es el bajista de David Lebón. ¿Cómo es que lo adoptaste?
–Dhani es un músico genial, que ha tocado con Spinetta y todos los grandes. Un día fui a escucharlo a un club y no tenía entrada; entonces se me ocurrió decirle al señor de seguridad: “¿pero cómo no me van a dejar entrar?, ¡soy la mamá de Dhani!. “Pero por favor –me contestó el guardia– pase nomás, nosotros lo queremos mucho al nene”. Él después se enteró de mi ocurrencia y a partir de ahí me empezó a llamar “mami”. Nos adoramos. Todos los días me llama por teléfono y es absolutamente cariñoso. ¿Si David está enojado con esta relación? A mí no me interesa y a Dhani tampoco. Para él soy su mamá y para mí él es mi hijo y punto. Está casado con Maru y tienen un hijo, Felipe. Él es mi primer nieto y por esas cosas de la vida David es su padrino.
–¿Cómo continúa tu vida hoy? ¿Y tu camino artístico?
–En Nueva York volví a la facultad y me convertí en terapeuta de adictos. Hoy puedo detectar a tiempo quién lo es y quién no, y ofrecer de mí lo mejor para salvar vidas. Trabajo en institutos de rehabilitación públicos y también en forma privada. Sigo escribiendo y cantando, por el momento en mi casa, puertas adentro. Mi nuevo contacto artístico con el mundo es mi autobiografía Reina Boba, que me llevó dos años completar y vine a presentar aquí. Pero en cualquier momento aparezco con un disco solista, el primero de mi vida. ¿Por qué no? A mí me gusta sorprender.
Agradecimiento: Galería Central Newbery
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