Leonard Bernstein: amores, excentricidades y el notable talento del verdadero “maestro” detrás de la gran apuesta de Netflix
Bradley Cooper protagoniza, escribe y dirige Maestro, sobre su vida, que puede verse en salas antes del debut del film en la plataforma, el miércoles 20; algunas claves sobre un personaje importante de la cultura musical estadounidense del último siglo
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“Si algún día me siento satisfecho con lo que hago, ese día estará todo terminado -contó el director de orquesta Leonard Bernstein durante una entrevista que ofreció en 1980, diez años antes de su muerte-. Toscanini dijo una vez algo así. Agonizó en cada actuación. Y salía y decía ‘Stupido’, ‘póvero’, después de esas actuaciones. Y le he escuchado decir a amigos suyos, muy cercanos, que fueron magníficas actuaciones, impecables. La audiencia quedó encantada. Y él decía que no, que ellos no entendían nada. Que cuando fuera realmente perfecto, moriría”.
La búsqueda de la perfección, pero de la manera más accesible. Siempre. Si algo caracterizó a la labor artística de Leonard Bernstein fue su pasión por llegar con claridad al público. Ya fuera con sus gestos como director (ampulosos, exagerados, en los últimos años de su vida), con algunos motivos musicales de su obra más famosa como compositor, el musical West Side Story (Amor sin barreras), o como divulgador de la música denominada clásica, escrita varios siglos atrás o por sus contemporáneos. En la vida artística de Leonard Bernstein se cruzaron estos tres vectores, casi desde su juventud: la dirección, la composición y la divulgación musical a través de la docencia.
Bernstein dio clases para poder pagar las clases de piano que le permitieron perfeccionarse ¿Qué hubiera ocurrido si su padre no se negaba a darle ese dinero para solventar sus estudios? ¿Habría abierto de otro modo la puerta de la enseñanza? ¿Qué hubiera ocurrido si no se cruzaba en su camino de joven director con quien sería su gran referente, Sergei Aleksándrovich Koussevitzky? Lo que no pasó no existe, aunque se podrían aventurar algunos resultados. Bernstein habría llegado por otros caminos adonde llegó. Sin dudas: antes de cada concierto, antes de abrir la última puerta que lo separaba del público, besaba los gemelos que llevaba en los puños de su camisa. Eran esos que le había regalado Koussevitzky, antes de su muerte. Esa era su cábala, como la del jugador que entra a la cancha con el pie derecho, o roza el césped o se persigna. Y se podría decir que algo (poco o mucho) de lo que fue Bernstein se lo debe a circunstancias, decisiones e influencias de sus referentes. Pero también a una impronta propia que lo ubicó en el elenco más destacado de los directores de orquesta del siglo XX. Fue el primer norteamericano con batuta en provocar un crecimiento de su carrera que le permitió ganarse fama internacional y competir por podios tan codiciados por directores europeos, nacidos, criados y formados en países donde la tradición de la música académica era mucho más fuerte y añosa.
Transitó el mundo con la batuta en una mano y un cigarrillo en la otra. Se paseó con trajes o remeras a rayas. Fue criticado por sus gestualidad exagerada y sus saltitos frente a la orquesta mientras la dirigía. Hasta no faltaron movimientos de manos juntas más propios de un golfista que del conductor de una sinfónica. Incluso, se las ingenió para poner en la partitura chasquidos de dedos y un motivo tan enigmático como inolvidable en el comienzo de una de sus obras más famosas.
También fue el que hizo los deberes que se debían hacer para convertirse en un director consagrado. Grabó integrales de Beethoven y se apasionó por la obra de Mahler. Tocó con grandes orquestas europeas, dirigió en versiones de ópera a los más grandes cantantes de su época (de María Callas a un glorioso Dietrich Fischer-Dieskau encarnado en Falstaff). También supo leer y difundir la creación local, la de su país. Entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX varios artistas europeos (especialmente de países del Este) pasaron temporadas en los Estados Unidos, a veces motivados por deseos personales, otras corridos por guerras y diversos pesares del viejo continente. Pasaron y dejaron su influencia. Y fue, también por aquellos años, que surgieron figuras locales, como Charles Ives, primero, y Aaron Copland y George Gershwin después. Lenny, como algunos lo llamaron cariñosamente, supo hacer una lectura de esas expresiones y darles cobijo en los atriles de la Filarmónica de Nueva York, que dirigió durante un par de décadas, y hasta en emisiones de televisión que dedicó a explicarle la música clásica a los jóvenes.
Veamos un poco los datos formales de su vida. Nació en Lawrence, Massachusetts, en agosto de 1918. Creció en el seno de una familia inmigrante judía, que había llegado de Ucrania. Si bien en su familia hubo un interés por la música, su padre nunca vio con buenos ojos la idea de que Lenny se ganara la vida como tal. De allí viene la anécdota sobre la necesidad de dar clases para ganar dinero y poder pagar sus propias clases de piano. Estudio música en la universidad de Harvard y luego en el Curtis Institute de Filadelfia. A los 22 años se convirtió en asistente de dirección de Koussevitzky, en la orquesta Sinfónica de Boston, y a los 25, fue nombrado director sustituto de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, una noche en la que Bruno Walter no pudo dirigir por problemas de salud. Años más tarde pasó una década como titular de esa orquesta, mientras comenzaba un desarrollo internacional que lo llevaría a los podios de orquestas de Israel o de la Filarmónica de Viena, con la que realizó numerosas grabaciones.
En paralelo desarrollo su actividad como compositor: On the Waterfront (1954), West Side Story (1957), Candide (1956) y On the Town (1944), fueron algunas de las más famosas, entre un conjunto de títulos, no muy numeroso, que incluyó variados formatos: sinfonías, ópera, musicales, partituras para cine y música de cámara. Que su obra fuera muy teatral no era algo que debiera tomarse de manera peyorativa, aunque algunas críticas de la época quizá así lo vieron. Bernstein defendía su posición. Aunque también ha reconocido que su producción no era la que hubiera querido, al menos en cantidad de obras. “Aunque suene extraño -se sinceró en una entrevista- escribir música es lo más importante para mí. Mi mayor insatisfacción radica en el hecho de que escribí poca música”.
Por otro lado, fue un gran divulgador de la actividad musical desde los mejores escenarios que pudo haber elegido: la pantalla del televisor y, en ocasiones, el pupitre de la universidad. Sus conciertos didácticos para jóvenes se transmitieron entre 1958 y 1972. Décadas después se editaron en DVD y hoy se pueden encontrar en YouTube: Young People’s Concerts se llamó el ciclo. El 18 de enero de 1958 se emitió el primero, con grabaciones realizadas desde el Carnegie Hall de Nueva York. Muchos de esos jóvenes eran, realmente, niños que se sentaron a escuchar. Bernstein y la Filarmónica de Nueva York arremetieron con una obra un poco tramposa, aquella de la Obertura de Guillermo Tell de Rossini que, por esas cosas de la vida, terminó en el Llanero solitario. “No importa qué historias te cuente la gente sobre el significado de la música. Olvídenlas -les dijo Lenny, luego de frenar de golpe a la orquesta-. Las historias no son lo que significa la música. La música nunca se trata de cosas. La música simplemente es. Son un montón de notas y sonidos hermosos combinados tan bien que disfrutamos escucharlos. Entonces, cuando preguntamos: ‘¿Qué significa? ¿Qué significa esta pieza musical? Estamos haciendo una pregunta difícil. Hagamos nuestro mejor esfuerzo para responderla.” Así comenzó una historia que se prolongó por más de una década.
En 1973, la Universidad de Harvard lo convocó, ya no como alumno sino como maestro consagrado, para dictar una serie de conferencias que, con mucha suspicacia decidió llamar The Unanswered Question (La pregunta sin respuesta), ni más ni menos que un guiño a una de las obras más conocidas de Charles Ives, patriarca de la música sinfónica norteamericana.
Detrás del escenario
A lo largo de su vida tuvo que enfrentar ciertos dilemas. El primero fue si debía cambiar su nombre a Leonard S. Burns, como se lo sugirió su maestro Koussevitzky, porque esa sería una manera de abrir más puertas con mayor facilidad. Lenny pasó una noche entera sin dormir pensándolo y decidió que seguiría siendo Bernstein, dentro y fuera del escenario. Otro de los dilemas fue su sexualidad en cuanto a la opinión pública de aquellos años en los que los prejuicios eran infinitamente mayores. Y también puertas adentro. Algunos describen su relación con la actriz Felicia Montealegre (su esposa y madre de sus tres hijos) como conflictiva pero, a la vez, intensa y familiar.
Justamente es en Maestro, la película con dirección y protagónico de Bradley Cooper, donde se profundiza la vida personal del músico. Más allá del rumbo del guión de este largometraje (puede verse en algunas salas de cine antes de su estreno en Netflix, el miércoles 20), a mediados de la década del setenta, Felicia se quedó con Jamie, Alexander y Nina, en su departamento de Nueva York mientras que Lenny se fue con su joven amante, un muchacho llamado Tom Cothran. Un año después volvió con Felicia, y la acompañó hasta su muerte, que ocurrió un par de años después, a causa de un cáncer de pulmón. Doce años más tarde fue el turno de Bernstein. Tras muchos años de padecer un enfisema pulmonar, el 14 de octubre de 1990 murió por un infarto de miocardio. De las exequias, la escena que más se recuerda es la del día del funeral, cuando al ver el paso del cortejo fúnebre, obreros de la construcción que estaban trabajando se quitaron sus cascos y gritaron: “Good Bye Lenny”.
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