Las estaciones de Vivaldi, el sacerdote pelirrojo y eximio violinista que es mucho más que su obra maestra
Al lado de los grandes compositores de todos los tiempos, están aquellos que no alcanzan esa estatura y que, sin embargo, tienen su lugar en el reconocimiento general (o la posteridad asegurada) por alguna única obra que se ha instalado firmemente en el repertorio. Ahí están Max Bruch y su bellísimo Concierto para violín y orquesta Nº1, el Adagio de Tomaso Albinoni (que, en realidad, no es de su autoría sino de Remo Giazotto) o El aprendiz de hechicero, de Paul Dukas, entre muchos otros compositores con historias parecidas. En realidad, si se escarba un poquito, se puede notar que al lado de esas obras célebres hay también otras creaciones destacadas pero que, por diferentes circunstancias, no alcanzan esa misma notoriedad. Pero si hay un compositor sobre el cual se puede, erróneamente, atribuirle celebridad por una única obra, ése es Antonio Vivaldi. Es cierto, Las cuatro estaciones es una obra sumamente conocida o, si se quiere, efectivamente popular. Sus sonidos se han instalado en infinitas películas, publicidades, programas radiales y sus registros discográficos, vendidos por millones. Pero es necesario decirlo sin ambigüedades: Antonio Vivaldi, un veneciano nacido en 1678, siete años antes que Bach, para ponerlo en contexto, es un compositor esencial en el establecimiento de nuevas pautas formales y discursivas que marcaron una huella profunda y fundacional en la música de su tiempo. Y no sólo eso. El hombre, un eximio violinista ungido sacerdote en 1703, dejó muchísimas obras bellas, bellísimas. Para conocerlo en su verdadera dimensión, iremos hacia algunas de ellas.
En 1711, Il prete rosso –como era conocido en Venecia este cura pelirrojo– publicó en Ámsterdam L’Estro Armonico, una colección de doce conciertos para solista o solistas y orquesta de cuerdas que, en varias ediciones y reimpresiones, se constituyó en el álbum de música instrumental más vendido en la primera mitad del siglo XVIII y que así contribuyó a instalar a lo largo y ancho de toda Europa el molde del concierto en tres movimientos, el primero y el último, rápidos; el central, lento y cantable. El Concierto para dos violines en la menor, el octavo de esa colección, puede oficiar de ejemplo claro sobre ese formato que es denominado, precisamente, vivaldiano y que sería modélico en todo el continente. Los dos solistas, delante de la orquesta, también son parte de la orquesta. Y el discurso musical, insistente, sólido y atractivo con sus ecos, sus repeticiones y sus recurrencias es típicamente el de Antonio Vivaldi.
Con todo, del Estro Armónico, el concierto que más celebridad habría de adquirir sería el décimo, escrito para cuatro violines y orquesta y que Bach habría de transcribir para cuatro claves y orquesta. Los cuatro solistas también acá son parte de la orquesta pero Vivaldi los hace competir en destrezas y habilidades y no hay ninguno que goce de alguna preferencia por parte del compositor. En esta muy lograda interpretación de Il Giardino Armónico, se puede disfrutar de esta obra sublime.
En 1725 y también en Ámsterdam, se editó Il cimento dell'armonia e dell'inventione, una nueva colección de doce conciertos para diferentes solista y orquesta. Los cuatro primeros conciertos, para violín y orquesta de cuerdas, portan, sucesivamente, el nombre de cada una de las cuatro estaciones del año. En ellos, con sonetos que anteceden a la música impresa, Vivaldi describe situaciones y momentos de cada estación que son llevados adelante siempre en tres movimientos, el típico formato vivaldiano que aún en estos conciertos descriptivos es mantenido sin variantes. A continuación, "El invierno" en la excelente interpretación de Voices of Music, un sobresaliente ensamble de San Francisco que, en este video, agrega algunos de los versos del soneto que promueven la composición de Vivaldi.
Cabe señalar que Las cuatro estaciones, con más de un centenar de registros discográficos a lo largo del siglo XX, no gozó de ninguna recepción especialmente favorable en su tiempo ni aún después de la muerte del compositor, ocurrida en Viena, en 1741. La casi totalidad de la música instrumental de Vivaldi fue compuesta para ser interpretada por las pupilas del Ospedale de la Pietà, un asilo de niñas huérfanas y abandonadas a las cuales se les brindaba formación musical, en el cual Vivaldi trabajó desde 1703 y del que fue nombrado director en 1716. También es necesario recordar que al igual que lo que aconteció con la inmensa mayoría de los compositores del Barroco, Vivaldi y su música desaparecieron del panorama sonoro europeo durante más de doscientos años. Las pruebas al canto: en no pocos diccionarios y libros de historia de la música escritos antes de 1950, Vivaldi ni siquiera es mencionado. Grave error y ya no por Las cuatro estaciones, cuya popularidad es posterior a 1950, sino porque Vivaldi, además de sus aproximadamente cuatrocientos cincuenta conciertos, fue el operista italiano más célebre de su tiempo y el autor de más de un centenar de obras eclesiásticas, ninguna de ellas editadas en su época.
En su música sacra hay grandes obras para solistas, coro y orquesta y exquisitas obras que prescinden del coro y que fueron escritas para voz solista y orquesta. Entre las primeras, hay musicalizaciones de los números de la misa, vísperas y salmos. Sólo como ejemplo de una de ellas –y para admirar las licencias que se permite un gran cineasta– del siguiente enlace emerge una película con una logradísima versión del Gloria en Re mayor, R.589 a cargo de Concerto Italiano, dirigido por Rinaldo Alessandrini en la que alternan ensayos, comentarios y, por supuesto, todos los números que integran esta imponente obra de Vivaldi.
Entre las obras para voz solista y orquesta, podemos recordar el Stabat mater, R.621, una obra temprana, de 1712, originalmente escrita para castrado y orquesta de cuerdas. En esta obra tienen lugar las características melodías de Vivaldi que discurren onduladas, bellas y fluyentes y perfectamente integradas al acompañamiento instrumental. Quien acá las expone es el contratenor inglés Tim Mead junto a Les Accents, dirigido por Thibault Noally en la Saint-Chapelle de París.
Pero por sobre todo, Vivaldi fue célebre por su medio centenar de óperas, casi todas sobre libretos mayormente insostenibles y que sólo eran una excusa para poder ofrecer arias y más arias siempre atrayentes y de mil caracteres y perfiles diferentes. Con todas las libertades que un artista se permite, Alejo Carpentier, con esa prosa única, barroca y prodigiosa, escribió su novela Concierto barroco sobre la preparación y el estreno de su ópera Motezuma, ante la mirada atónita de un criollo mexicano que observaba cómo la historia del gran emperador azteca era totalmente alterada. Habida cuenta de la insustancialidad de sus libretos y sus extensiones desmesuradas, las óperas de Vivaldi hoy se representan casi únicamente a través de sus arias. Vayamos hacia algunas de ellas.
En 1724, en Roma, Vivaldi estrenó Il Giustino. En ella, el emperador Anastasio I, de Bizancio, añora a Arianna y canta sobre la alegría de su alma cuando se recuerda junto a ella y sobre sus tormentos cuando debe permanecer lejos. "Vedrò con mio diletto" es una hermosísima aria da capo que así suena en la voz de Philippe Jaroussky, posiblemente, el contratenor más destacado de la actualidad. Junto al sobresaliente cantante francés está La Grande Ecurie et la Chambre du Roy que dirige Jean-Claude Malgoire. No es ocioso recordar que, en Italia, en el mundo de la ópera, los castrati, con sus voces tan peculiares, protagonizaban a personajes masculinos.
Estrenada en 1735, la ópera Griselda incluía "Agitata da due venti", un aria de bravura con coloraturas imposibles y sólo apta para cantantes de virtuosismo consumado. En este registro, Cecilia Bartoli, como sólo ella puede hacerlo, canta las dudas de Costanza atrapada entre el amor y el deber como lo está un marinero entre dos vientos.
Y una última aria, ésta en una sola estrofa y no da capo. Dentro de La fida ninfa, de 1732, Morasto canta su desesperanza por la desatención de Licori y acá se pueden apreciar todas las virtudes melódicas de Vivaldi, sin lugar a dudas, un compositor superior. Bartoli y el laudista Luca Pianca se encargan de enaltecerlo.
A comienzos de 1741, por circunstancias que nunca pudieron esclarecerse con certeza, el músico veneciano aceptó una invitación de Carlos VI de Habsburgo para organizar una temporada operística en Viena. El emperador falleció apenas Vivaldi arribó a la capital imperial y su hija, María Teresa, quien lo sucedió en el trono, estaba mucho más interesada en afirmarse en su cargo y en pertrechar a su ejército para recuperar Silesia y combatir al ejército prusiano que en montar óperas. Empobrecido y sin sustento, Vivaldi, el músico italiano más importante de su tiempo, un faro que iluminó diferentes caminos a lo largo y ancho de Europa, falleció en julio de 1741 y fue enterrado en una tumba anónima en un hospital público de la ciudad. Lo sobrevivió un olvido ominoso del cual fue rescatado por Las cuatro estaciones, un ciclo de conciertos bello y cautivante pero que, en realidad, no es sino una (bella) obra más dentro de un corpus inmenso, notable y trascendente.
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