La sordidez de un cabaret
Cabaret. Libro: Joe Masteroff. Letras: Fred Ebb. Música: John Kander. Traducción y adaptación: Gonzalo Demaría. Dirección general, puesta en escena y luces: Ariel Del Mastro. Puesta en escena y dirección de actores: Rubén Viani. Con Alejandro Paker, Alejandra Radano, Marcelo Trepat, Luz Kerz, Juan Carlos Puppo, Patricia Echegoyen, Diego Mariani, Charly G, Nicolás Armengol, Christian Giménez, Patricia Browne, Cecilia Estévez, Milagros Michael, Flavia Pereda, Tiki Lovera, Carlos Romano, María Bermúdez, Laura Montini, Sebastián Vitale, Laura Winter y Miguel Young. Dirección musical: Julián Vat. Dirección vocal: Cecilia Stanzione. Vestuario: Renata Schussheim. Escenografía: Jorge Ferrari. Sonido: Gastón Briski. Directora residente: Rocío Rodríguez Conway. Director de orquesta: Hernán Matorra. Producción ejecutiva: Amelia Ferrari. Producción general: Mariana Correa. Producción: Cie Argentina, Canal 13 y Adrián Suar. En el Astral. Duración: 150 minutos, con intervalo.
Nuestra opinión: bueno
Cabaret sube a escena nuevamente en Buenos Aires y, en este caso, en una versión que busca sintetizar varias de las historias que le dieron forma a su original. En un acondicionado teatro Astral que muestra acabadamente el mundo íntimo del lugar en el que se desarrollará parte de la acción, el Kit Kat Club, el maestro de ceremonias dará la bienvenida a los espectadores y describirá las cualidades de un tiempo histórico vital, enérgico y transgresor en el que todo puede suceder y todo expresará una posibilidad fuerte de libertad.
Paralelamente, la vida de algunos de los protagonistas de la noche berlinesa dentro del cabaret asomará también y, finalmente, la aparición del nazismo impondrá su marca: algunas máscaras caerán; otras se alzarán y, por sobre ellas, fuertes reflexiones mostrarán otros perfiles de los personajes. "La política, según expresa el personaje de Sally Bowles, echará por tierra el desenfado, la creatividad, la luz, para imponer un violento contraste.
El espectáculo que acaba de estrenarse en nuestra ciudad resulta, en especial, una muestra muy formal de una experiencia dramático-musical en la que todo parecería funcionar según marca el mundo que caracteriza estos espectáculos. En un marco escenográfico ideal diseñado por Jorge Ferrari, que se conjuga con la creatividad del vestuario de Renata Schussheim y la muy buena dirección musical de Julián Vat, unos personajes, a veces desdibujados, van recreando sus historias. Pero ellas no terminan de consolidarse, de hacerse verdadera carne en la piel de los intérpretes. Como si en realidad el mundo de libertad, primero, y la oscuridad del régimen nazi, después, no pudiera internalizarse con la profundidad necesaria.
En este sentido, hay una decisión desde la concepción integral del espectáculo, que parecería no definirse: Cabaret no sólo puede imponerse por los valores intrínsecos de su original y, con ello, las imágenes que cada uno puede tener, ya sea de las diferentes puestas teatrales o cinematográficas que ha visto y que se traducen en toda una estética. Cabaret expresa un tiempo político y él obliga a los seres que lo conforman a desprenderse de motivaciones que hacían a sus existencias y modificarlas notablemente, con todas las contradicciones que ello conlleva y que deben enfrentarse.
Esto no se ve en escena. Allí confluyen acabados cuadros musicales con una línea dramática que constantemente se desvanece cuando debería potenciarse porque, en verdad, no hay nada más dramático que salir del cabaret y descubrir que la realidad es de una dureza impresionante: o porque la narración que se quiere escribir no puede hacerse, o porque no se termina de tomar la decisión de tener un hijo según las condiciones en las que se vive o porque un matrimonio con un judío será imposible de enfrentarse, entre otras cuestiones.
La versión de la obra debería ser, entonces, más ajustada; las situaciones en las que se mueven los personajes, más compactas, y la dirección de actores tendría que guiar a esos intérpretes hasta lograr que cada personaje encuentre su verdadero y profundo carácter, con todas sus contradicciones en pleno.
En lo interpretativo, Cabaret muestra desniveles. Mientras que Alejandra Radano (Sally Bowles) no termina de dar vida a esa criatura que le ha tocado en suerte y opta por mostrarla como dueña de una simpleza e ingenuidad sumamente formal -quizá si escapara de esa imagen que intenta copiar a la Liza Minelli de la versión cinematográfica su mundo personal podría disparar más creatividad-, Marcelo Trepat escapa a concientizar las contradicciones de Clifford Bradshaw. En contraposición, Patricia Echegoyen (Kost), Diego Mariani (Ernst Ludwig), Juan Carlos Puppo (Herr Schultz) y Luz Kerz (Fraulein Kost) realizan composiciones muy cuidadas que se destacan con fuerza. En la misma línea, la labor de Alejandro Paker (maestro de ceremonias) resulta de una intensidad conmovedora. Su personaje tiene todos los condimentos necesarios que requiere: histrionismo, locura, desenfado y, detrás, una intensa ternura. A su vez, es muy destacado, como equipo, el trabajo de los bailarines y cantantes.
A Cabaret le falta definir una personal opinión acerca de ese mundo que se quiere recrear. El equipo de artistas con el que se trabaja es sumamente idóneo. Sólo falta una decisión: ¿qué puede expresar Cabaret en esta Argentina? ¿No hay una contradicción en esa expresión del título: "Aquí la vida es divina"?