Mañana sube a escena la famosa opereta de Franz Lehár en el Teatro Colón; Filipcic Holm explica cómo su rol de Isolda en la obra de Wagner la liberó de sus complejos y cómo puede ahora encarnar al delicioso personaje de Hanna Glawari “en la aceptación y la necesidad de estar feliz”
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La espléndida y encantadora Hanna Glawari ha quedado viuda y tras la muerte de su marido banquero acaba de heredar una gran fortuna. El barón Mirko, embajador del ficticio estado de Pontevedra en París, se empeña en conseguir un compatriota como pretendiente de la viuda para que el patrimonio de esta permanezca en el pequeño y empobrecido reino, al borde de la bancarrota. Para ello, y “por el bien del país”, le encomienda la conquista al conde Danilo, uno de los diplomáticos de su embajada, un antiguo amante de Hanna. A partir de esa gestión y de un pasado que aflora con la fuerza romántica de un amor juvenil que ha perdurado en el tiempo, se desencadenan los enredos típicos de la opereta, un género basado en tramas insólitas, llenas de intrigas, engaños y confabulaciones, en el que a la música y el canto se le intercalan diálogos hablados y números de baile para llegar al público de un modo más ameno y accesible que el de las puras formas de la ópera.
Esto es La viuda alegre, una obra maestra en tres actos cuyo sensacional éxito estableció la reputación de la que goza el compositor húngaro Franz Lehár, convirtiéndose desde su estreno en Viena en 1905 hasta el día de hoy, en una de las operetas más populares de todos los tiempos.
Como noveno título de una temporada lírica de once producciones, La viuda alegre sube a escena en el Teatro Colón, con una puesta de 2018 importada de La Fenice de Venecia que, según la realización de Damiano Michieletto, transporta la historia a la década del 50. La brillante soprano Carla Filipcic-Holm, protagonista de la versión que subirá a escena mañana, compartió con una franqueza y valentía admirables algunos aspectos que hacen a la exposición de la cantante en escena.
–Sobre dos de tus títulos en el Colón, ambos casualmente con una temática diplomática: el año pasado, una impactante puesta de Szuchmacher de la ópera El cónsul de Menotti y ahora La viuda alegre, de Lehár, ¿cómo explicás las diferencias en la labor interpretativa entre una producción propia y una puesta alquilada?
–Cuando se trae una puesta pensada y armada para otro lugar, realizada con otras personas y dirigida a otro público, ya no está esa abstracción que parte de la creación de una idea y que luego se materializa a partir del cuerpo de uno, sino que allí el trabajo consiste en reproducir, copiar y adaptar lo que se creó para otros. En el plano cultural, y más en una comedia, la puesta tiene relación con la idiosincrasia del lugar: no es lo mismo el código de humor que funciona en Alemania o Italia con el humor que funciona en la Argentina. Al menos tuvimos tiempos de incorporar coreografías y gestualidades, y conversar sobre ese aspecto cultural. Cuando uno en cambio trabaja en una puesta nueva, como El cónsul, el cantante propone cosas que tienen que ver con su carácter y personalidad.
–¿Por ejemplo?
–La partitura y las ideas musicales también son una abstracción y uno llega a los ensayos no solo con el texto y las notas aprendidas, llega con una idea del rol, de las posibilidades propias, de lo que sueña con esa música y ese guion, entonces propone puntos de vista y cosas que le gustaría destacar. Eso se prueba y luego se decide si queda o no, si se refuerza o se modifica. Esa construcción es lo más lindo de la creación de un rol.
–¿Cómo es tu sueño con Hanna?
–¡Ambicioso! Me gustaría una Hanna en la que, si bien se muestra el humor y la superficialidad, también se trasluzca el vínculo con Danilo, que no pierda la humanidad, la fibra sensible, el conflicto irresuelto. En la ópera suele darse el caso de historias que traen conflictos preexistentes que no surgen en la acción. La viuda alegre arranca desde una foto donde ya hay un conflicto entre Hanna y Danilo. El punto aquí es imaginar lo bella e intensa que fue esa relación en el pasado y qué llevó a la ruptura, porque se produce un reencuentro después de haber rehecho sus vidas, pero la añoranza y el deseo persisten, atravesados por los resentimientos de lo que no pudieron resolver.
–Hablás de no perder la humanidad, de ir más allá de la frivolidad de la trama, ¿cómo llevás esa idea al escenario?
–Está en la música y en el texto, pero luego está en el desafío de cómo construir los vínculos en la escena para reforzar la idea y dejarla entrever como un deseo que renace en ellos. Son mecanismos del ser humano, como en La Traviata, donde la frivolidad enmascara una tristeza profunda, encubre la frustración, el miedo a enamorarse y ser rechazado. Sentimientos que todos podemos haber experimentado y con los que podemos empatizar al verlos representados. Eso se traduce en el lenguaje corporal, en el tono de voz y en la entonación de los diálogos, en cómo pronunciar y decir el texto (con el menor acento posible, porque está en alemán y el público lo ve sobretitulado), buscando los matices y las conexiones que pueden surgir, y lo que allí tiene que aparecer, es el teatro. ¡Es mucho más complicado de lo que parece! Sobre todo, porque no es fácil alternar la dinámica de cantar y hablar. La música te marca su tempo, pero al hablar uno elige la entonación, la duración de las palabras y el ritmo que quiere darle a la oración.
–¿Cómo es Hanna vocalmente?
–Es un rol que no requiere la resistencia, el dramatismo ni la densidad de otros roles que suelo cantar. Aquí lo importante es la flexibilidad, darle simpatía y movimiento porque baila mientras canta, y a la vez una cierta profundidad. Requiere una voz flexible, una articulación rápida y una línea fluida, cuidando de no cargar demasiado el sonido porque va en contra de la velocidad y bloquea el movimiento. Aquí hay que elegir si se quiere un sonido más espeso y rico, o se quiere mantener en esa otra dinámica con mucha más articulación, con un sonido central enfocado en el texto y cambiado los matices de color de acuerdo a lo que el personaje dice; cantando con un sonido muy “sonriente” que es todo lo opuesto al Cónsul, que pide un sonido teñido de tristeza, de hondura y cansancio. Aquí no hay espacio para esas búsquedas de color. Hanna es puro brillo, sonido luminoso y coqueto.
–¿Qué es lo que mejor se adapta a tu voz lírica?
–Creo que ni yo misma entiendo cómo funciono (risas). Trato de no perder la flexibilidad para poder hacer el repertorio más pesado y a la vez, otro liviano. Este año, después de haber cantado Tristán e Isolda en Bélgica, me llamaron para hacer La Creación de Haydn en Portugal. Fue una emergencia porque no tenían soprano y la verdad es que estaban reticentes pensando que si acababa de cantar Isolda ¡¿cómo iba a hacer Haydn?! Pero me fue muy bien y eso tiene que ver con haber cantado mucha música de cámara y no solamente ópera. Hice un trabajo para mantener la voz dúctil y ser capaz de dar distintas sonoridades como en Einstein on the Beach donde se buscaba un sonido liso, con frases súper largas y poco vibrato.
–¿Qué encontrará el público al comparar la ópera con la opereta?
–La opereta agrega coreografías, algo que en la ópera solo se puede dar en Mozart o Rossini. Aquí lo que se busca es algo cercano al musical en términos visuales, de movimiento y desenvolvimiento corporal. Eso no tiene nada que ver con el naturalismo de la ópera. Por ejemplo: se puede acompañar la música con un movimiento del cuerpo porque se corresponde a su espíritu fresco y alegre. En una ópera eso no se hace jamás, es imposible moverse al son de la música.
–Mencionaste Tristán e Isolda de Wagner, una ópera que por sus tremendas exigencias vocales representa un hito en la carrera de una soprano. De hecho, son contadas las que tienen las condiciones para cantar semejante partitura, ¿de qué manera ha sido decisivo este rol en tu evolución?
–Cada trabajo tiene su valor, pero sin dudas Tristán e Isolda [en la Ópera de Gante, Bélgica, en abril y mayo] fue un hito por lo que significa haber podido cantar el rol, hacer las nueve funciones y cumplir con las demandas de una puesta movilizadora que me enfrentó a cuestiones personales que viví con mucha intensidad.
–¿En qué sentido tocó tan de cerca tu mundo personal?
–Me pasó algo fuerte cantando este rol. Creo que es muy personal esto que cuento, pero es con lo que debí enfrentarme: los complejos que tengo con mi cuerpo. Con los vestuarios siempre trato de disimular mis defectos, que se vean y me queden lo mejor posible. En esa producción, eso dejó de ser importante. Estaba con un vestido tan sencillo como una solerita, descalza, sin medias, sin mangas, con una ropa muy ligera que daba una tremenda sensación de desnudez. Para mí fue algo intenso trabajar de esa manera, encontrando en el cuerpo una conexión tan profunda y vinculada a lo primitivo, consciente de cada centímetro de piel, del contacto con el piso y con la ropa. Traer ese exceso de conciencia corporal mía y perderla por completo me llevó a otro plano.
–¿Hasta qué punto esas preocupaciones te afectan, aun interpretando algunos de los roles más dramáticos y difíciles para tu cuerda? ¿Sentís la presión del foco puesto sobre tu imagen?
–Sí. Absolutamente. Son cuestiones personales, pero es lo que pasa en verdad. Si yo no me siento cómoda usando un cierto tipo de mangas o una prenda determinada; si siento que se expone o sobresale alguna parte de mi cuerpo o si cuando respiro estoy metiendo panza para que el vestuario luzca mejor, no puedo cantar con comodidad. Y lo sufro así porque he debido enfrentar comentarios muy crueles. He tenido que leer cosas desagradables respecto de mi figura. Creo que si la persona que viene al teatro se focaliza así, se está perdiendo lo importante. Uno después tiene que hacer un trabajo interior muy duro para tratar de mantenerse al margen y aprender a valorar otras cosas. Yo sin embargo acepto que es parte del aprendizaje de quien se expone.
–¿De qué manera te influyó esa experiencia para otras producciones?
–Al tener prácticamente todo al descubierto, dejando que se vieran las imperfecciones, mostrando los defectos de la piel y de la edad, creo que dejé de preocuparme tanto. Al terminar la función venían muchas mujeres a agradecérmelo porque esa no-búsqueda de un ideal de perfección, sino de la conexión con lo sensorial y lo humano, movilizó a una parte del auditorio. La experiencia con Isolda me modifica en cómo ahora puedo abordar La viuda alegre, en cómo me puedo parar en el escenario, puedo cantar y bailar sin ser una bailarina y teniendo un cuerpo grande, moviéndome por la alegría de bailar y del placer del movimiento. Me cambió en la percepción de mí misma, en el sentido de la belleza y de la frustración de no poder ajustarme a ciertos ideales. En la aceptación y la necesidad de estar feliz y sentir la felicidad en el cuerpo. En desterrar la idea de que se me tiene que ver lo más divina posible, porque lo divino del ser humano es sentir placer y tener salud, y poder contagiar algo de eso a los demás.
–¿Pensás que es un signo de los tiempos, de la exacerbación de la imagen o la desinhibición para criticar en las redes?
–¡No! Esto es el ser humano. Lo es ahora y lo ha sido siempre. Sucede que tenemos distintas sensibilidades y paradigmas, vemos la vida desde un lugar diferente, tenemos ideales de belleza y de comportamiento diversos. Para nosotros se trata de un aprendizaje profundo porque el rechazo para un artista es algo doloroso. Hay gente que te dice que no le importa. ¡Yo a esa gente no le creo! Me parece que es una actitud que se adopta o es algo que importó y luego se superó, pero sin dudas que se siente, que afecta y que duele, porque cuando uno sube al escenario a cantar para los demás, desea que el mensaje le llegue al público con un efecto positivo.
–¿Qué te gusta de esta puesta y qué mensaje deseas en este caso?
–Creo que la historia está brillantemente resuelta. La fiesta del segundo acto está muy bien y el tercero es una maravilla. Me gusta que hay un trabajo homogéneo entre cantantes y bailarines, que hay fluidez y que la obra es divertida. Me gusta que tenga un ingrediente onírico, algo bello que atraviesa a los personajes y permite resolver los enredos con una vuelta de tuerca fantástica. Lo que deseo es que aflore la ternura y que deje espacio a la melancolía que traspasa esta historia de amor, donde felizmente nadie muere como en la ópera, pero igual nos muestra que la vida y las relaciones humanas no siempre se encuentran como las soñamos.
- La viuda alegre, opereta de Franz Lehár con libreto de Victor León y Leo Stein. Dirección musical: Jan Latham-Koenig. Dirección de escena: Damiano Michieletto para el Teatro La Fenice de Venecia en coproducción con la Fundación Teatro Dell’Opera di Roma. Escenografía: Paolo Fantin. Coreografía: Chiaria Vecchi. Intérpretes: Carla Filipcic-Holm (Hanna Glawari), Rafael Fingerlos (Danilo Danilowitsch), Franz Hawlata (Mirko Zeta), Ruth Iniesta (Valencienne), Galeano Salas (Camille de Rosillon) y elenco. Coro Estable del Teatro Colón: Miguel Martínez (director). Orquesta Estable del Teatro Colón. Funciones: martes 26, miércoles 27, jueves 28, sábado 30 y martes 3, a las 20; domingo 1°, a las 17. Entradas desde 2000 pesos.
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